Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Destino traicionado. Capítulo uno.



Inglaterra, año 1815.

—¡Eres una cobarde!
El grito de Trevor Sugdon resonó en toda la campiña. El chico, de diez años, acababa de tirarse al lago desde la rama de un árbol y estaba provocando a su amiga Winnifred Sterling a que hiciera lo mismo.
Win tenía tres años menos que él pero su audacia lo superaba con creces, cosa que volvía loca a su madre, la condesa, y hacía reír a su padre, el conde. Era normal en ella escaparse de la vigilancia de la institutriz y correr hasta el lago para jugar con su vecino, y aquel perfecto y caluroso día de verano, no iba a ser menos.
—¡Soy más valiente que tú! —gritó ella desde la orilla mientras veía a su amigo chapotear en el agua—. ¡Y voy a demostrártelo!
Win no tuvo reparos en quitarse el perfecto vestidito amarillo que acababa de estrenar, y tirarlo al suelo sin ningún miramiento, para quedarse en ropa interior sin pudor alguno. Se encaramó por el árbol, igual que había hecho Trevor unos minutos antes, y se sentó a horcajadas sobre la rama para ir avanzando hasta que sus pies quedaron colgados sobre el agua.
—¡Tírate! ¡Tírate! ¡Tírate! —la animó Trevor, muerto de la risa.
Win le sacó la lengua y saltó al agua, levantando una marea de salpicaduras. Se sumergió bajo el agua y buceó como una campeona, sacando de repente la cabeza bien cerca de donde estaba Trevor para gritarle al oído, dándole un susto de muerte.
—¡Estás loca! —protestó el muchacho empezando a lanzarle agua con las manos.
—¡Y tú eres tonto! —se rió ella—. Tendrías que haberte visto la cara —se carcajeó con ganas, y puso los ojos bizcos—. Se te pusieron los ojos del revés.
Jugaron durante un buen rato, riéndose a carcajadas, persiguiéndose en el agua, chapoteando como niños que eran.
Trevor sabía que cuando llegara el otoño iba a ingresar en Eton, y que cuando eso ocurriera, echaría mucho de menos su casa y a su amiga Win que, a pesar de ser una chica, era tan valiente, atrevida y revoltosa como él.
—¡Se puede saber qué estás haciendo! Winnifred Sterling, sal del agua ahora mismo. Y tú, Trevor Sugdon, ya hablaré con tu padre sobre esto.
La voz estridente de Abigayle Sterling, condesa de Stratton y madre de Winnifred, rompió la magia y la diversión. Win se quedó quieta como una estatua, con el agua llegándole hasta las rodillas, mirando a su madre intentando decidir si enfurruñarse o hacerle caso.
Al final, se decidió por lo último porque, a esa edad, ya sabía que su madre no tenía paciencia y que se llevaría una buena zurra si se atrevía a protestar.
—Ya voy, madre.
—Ahora mismo, señorita. —Mientras salía del agua, Abigayle siguió con su regañina—. Parece mentira que sigas haciendo estas cosas. ¿Cuántas veces tengo que decirte que este comportamiento no es propio de una señorita? Has de tener más sentido del decoro, o no podrás hacer un buen matrimonio cuando seas mayor.
—Voy a casarme con Trevor, madre. Y a él le gusto como soy.
La condesa agarró a su hija del brazo y la sacudió sin contemplaciones.
—No digas más sandeces. ¿Casarte con ese pela gatos? Ni soñarlo. Trevor Sugdon está muy por debajo de tu nivel social. Tú te casarás con un marqués, o con un duque, no lo dudes ni un instante.
—A papá le gusta Trevor —protestó Win, molesta por el insulto que su madre había dirigido a Trevor.
—Tu padre es imbécil —gruñó ella y empezó a arrastrarla de camino a su casa—, y no tiene ni una pizca de sentido común.
—¡Mi padre no es imbécil! —gritó, tirando del brazo para soltarse, pero Abigayle apretó su agarre y la volvió a sacudir hasta que la niña dejó de protestar.
—Tu padre es un insensato, un irresponsable y no tiene ni una pizca de sangre en las venas. No sabe qué le conviene a sí mismo, va a saber qué te conviene a ti.
Win sabía que aquello no era cierto. Su padre era el hombre más cariñoso que había conocido. Se tomaba tiempo para sentarse a jugar con ella, y siempre contestaba a todas sus preguntas, por muy ridículas que fuesen. La dejaba sentarse en su regazo por la noche, le leía cuentos para que se durmiera, y siempre, siempre, se preocupaba por cómo iban sus clases con la institutriz. Incluso, a veces y a pesar de lo grande que ella ya era, la tomaba en brazos y bailaban, girando y girando, y ambos se reían a carcajadas, hasta que acababan completamente mareados, sentados en el suelo, intentando recuperar las fuerzas que la risa les robaba.
Su padre era un gran hombre, y su instinto le decía que Trevor también lo sería, aunque solo fuese el cuarto hijo de un Sir, con pocas tierras y no mucha fortuna, y a pesar de que tendría que luchar para salir adelante en la vida.
Trevor quería ser médico, y a eso enfocaba todos sus esfuerzos, y Win estaba segura de que conseguiría convertirse en uno muy bueno, y que todos los enfermos de Inglaterra querrían que él los curara.
Y ella quería ayudarle a conseguir ese sueño.


Los Sugdon no eran pobres, pero la casa familiar no era, ni mucho menos, una mansión como Stratton Manor. En comparación era una vivienda sencilla, de ocho habitaciones y un par de salones, ocupada por los seis miembros de la familia y dos criadas. ¡Y ni siquiera tenían mayordomo!
A Abigayle no le gustaba tener que pisar el suelo de esa casa, y siempre lo hacía a regañadientes y de mal humor, pero la amistad que Horatio Sugdon y el conde mantenían, la obligaba a ir allí más veces de las que deseaba.
Pero aquel día había sido decisión suya ir. Quería hablar con Horatio sobre lo ocurrido, y exigirle que castigara a su hijo por imprudente. ¡Hacer que su niña se bañara en el lago en paños menores! ¡Qué escándalo! Winnifred ya no tenía edad para comportarse como una salvaje sin linaje, y el chico tenía que comprender de una vez que su hija estaba muy por encima de él.
—Vaya, Abigayle, qué grata sorpresa —le dijo Horatio Sugdon cuando la vio entrar en el salón.
—Horatio —saludó ella, manteniendo la cabeza bien alta y lanzándole una mirada de desprecio. Le molestaba mucho que este hombre jamás la tratara con la deferencia que ella merecía, al fin y al cabo era condesa, pero la confianza que gozaba con el conde hacía que Horatio se relajara—. Vengo a pedirte que hables con tu hijo Trevor.
—¿Qué ha hecho ahora ese diablillo?
—Jugar en el lago con mi hija. Los he sorprendido esta misma mañana, ambos en paños menores, tirándose agua uno al otro como si fuesen unos simples campesinos. Que tu hijo se comporte así lo comprendo, al fin y al cabo es un niño y su posición social no dista mucho de ser eso —dijo con desprecio—, pero mi hija es otra cosa. Su padre es conde, y su comportamiento debe ser intachable para poder hacer un buen matrimonio en el futuro. Espero que hables con él y le dejes bien claro que, de ahora en adelante, no debe volver a acercarse a Winnifred.
—Las mujeres y sus exageraciones —rio entre dientes Horatio, derramando condescendencia. Sabía que Abigayle Sterling era una mujer con muchas ambiciones. Lo había sabido desde el mismo momento en que Norbert, el conde de Stratton, se la presentó el día de su boda, y se reafirmaba en cada una de sus visitas. Por eso le gustaba molestarla siempre que podía—. Solo son cosas de niños, mujer. No deberías darle más importancia.
A Abigayle no le gustó el tono de su voz, ni que le hablara de aquella manera. La furia se arremolinó en su estómago y alzó la cabeza con altanería.
—Te recuerdo que el lago está en las tierras del conde. Si vuelvo a verlo por allí, ordenaré a mis criados que lo echen a patadas, ¿te ha quedado claro?
—Abigayle, no digas ni hagas nada de lo que puedas arrepentirte —le replicó Horatio, tomándose la amenaza muy en serio. La conocía perfectamente, y sabía que era capaz de cumplir con su amenaza—. No creo que a Norbert le gusten tus palabras.
—A Norbert solo le interesan sus libros y sus tierras.
—Y la amistad que ambos mantenemos desde que éramos niños.
—No provoques mi furia, Horatio Sugdon. No sabes qué soy capaz de hacer.
—Me temo que sí lo sé, Abigayle Sterling. Mi familia tiene permiso del conde para atravesar sus tierras siempre que lo decida necesario y quiera, y si uno de tus criados le pone una mano encima, tú lo pagarás, personalmente. Eso te lo juro por mi honor.
Horatio Sugdon jamás juraba en balde, y Abigayle lo sabía. Frunció los labios en una mueca de desprecio, y se fue de allí sin decir nada más.
Si no podía hacer entrar en razón a Horatio, tendría que obligar a Norbert a tomar cartas en el asunto.



—Deberías dejarte de tonterías, mujer.
Esa fue la respuesta que Norbert Sterling le dio a su mujer cuando esta lo asaltó hecha una furia en su despacho mientras trabajaba en los libros de cuentas de la finca, exigiéndole que hablara con su amigo Horatio para impedir que Trevor y Win volvieran a jugar juntos.
—No son tonterías.
—Solo son niños, por el amor de Dios. Déjalos que jueguen. Win ya tendrá tiempo de comportarse como una señorita. El resto de su vida, para ser exactos.
Al oírle pronunciar casi las mismas palabras que a su vecino, se la llevaron los demonios. ¿Cómo podía haberse equivocado tanto cuando aceptó casarse con este hombre? Pensó que un conde le daría lo que ella siempre había soñado: vivir en Londres rodeada de lujos, acudiendo a grandes fiestas en las que lucirse, y codearse con la flor y nata de la sociedad.
En lugar de eso, se había visto obligada a vivir enclaustrada en el campo, rodeada de gente vulgar y de animales, con un hombre que pasaba el día encerrado en su despacho entre libros. Y cuando quería ir a Londres, tenía que ir sola, algo que odiaba.
—No sé qué clase de hombre eres. ¿Es que no tienes sentido del honor, ni de la decencia? ¡Estaban en paños menores!
—Son niños, mujer. Le das demasiada importancia al asunto.
—No sabes cuántas veces me he arrepentido de casarme contigo —le espetó, fuera de sí.
Norbert, acostumbrado a esas alturas a los estallidos de su mujer, se encogió de hombros y volvió la vista hacia el libro de cuentas que tenía delante. Abigayle se abalanzó sobre él para arrancarle el libro de entre las manos y tirarlo al suelo en un arranque nada femenino y poco digno de una condesa.
—Eres un majadero, un necio, y si consientes este tipo de comportamientos en tu hija, jamás conseguiremos que haga un buen matrimonio y, ¿qué será de ella cuando tú mueras? No tendrá a nadie que la cuide y se preocupe por ella porque tú —lo señaló con un dedo que le temblaba de frustración y rabia—, eres tan inútil como hombre que tu semilla no consigue arraigar de nuevo en mi vientre, y has sido incapaz de darle hermanos que cuiden de ella.
—No es mi semilla la que falla, maldita mujer —explotó Norbert al fin, levantándose y dando un golpe sobre la mesa—, sino tu vientre, tan egoísta y lleno de maldad como tu corazón, en el que es imposible que arraigue nada. Y ahora quieres amargarle la vida a nuestra hija, la única criatura que  fue lo bastante fuerte como para sobrevivir en tu yermo y estéril útero. ¡Pues no voy a permitirlo! Win puede seguir jugando con Trevor todo lo que quiera, y este tema queda aquí zanjado. ¿Queda claro?
—Te arrepentirás de esto.
—Me arrepiento de muchas cosas de mi vida, entre ellas, de haberme dejado deslumbrar por tu belleza vacía. Pero esta decisión te aseguro que no será una de ellas.


Inglaterra, 1822


A Win le encantaba montar a caballo, y si era en compañía de Trevor, todavía más.
Cada año contaba los días que faltaban para la llegada del verano y poder volver a disfrutar de la compañía de su mejor amigo. Pasaban los días juntos y, con diecisiete años, él se estaba convirtiendo en un hombre apuesto y gallardo que seguía robándole el corazón con la mirada.
Trevor la miraba de reojo mientras cabalgaba a su lado. Se había quedado callada, algo nada usual en ella. Win era divertida y alegre, dulce e inocente, y un poco traviesa en el sentido en que lo es un niño. Porque aunque con catorce años ya se podía ver en ella a la mujer en la que se convertiría, no dejaba de ser una niña que todavía se encaramaba a los árboles y a la que le encantaba pescar en el lago.
El lago hacia el que cabalgaban y en el que aquel año ya no se bañarían juntos, porque sería algo indecoroso y él lo sabía muy bien.
—¿Estás nervioso por la universidad?
—Un poco. Pero también estoy emocionado. Estoy seguro de que será una experiencia increíble.
Trevor sabía desde muy pequeño que quería ser médico, y hacia esa meta había enfocado todos sus recursos intelectuales, comprando y leyendo todos los tratados de medicina que su exigua asignación mensual le permitía. Su familia no era pobre, pero tampoco gozaba de una riqueza interminable y habían educado a sus hijos en la austeridad. Gastar por encima de las propias posibilidades solo llevaba a la ruina económica y moral.
—Seguro que te divertirás a lo grande.
Win le dirigió una sonrisa vivaracha mientras lo decía.
—No voy a ir a divertirme, Win. Ya lo sabes.
—Bueno, sí, pero aplicarte en los estudios no significa que no puedas divertirte también, ¿no? Solo espero que no conozcas a una dama refinada y haga que te olvides de mí.
Trevor se rio del tono dramático que Win impuso a sus palabras, y ella se unió a él sin pensárselo dos veces. Sabía que una señorita no debía reírse tan abiertamente, pero solo tenía catorce años y era demasiado joven para preocuparse por el decoro y por lo que se espera de una dama de su alcurnia.
—Te aseguro que no hay damas en los lugares a los que van los estudiantes a divertirse.
—¿Ah, no? ¿Y qué lugares son esos?
La curiosidad de Win siempre había sido insaciable, y su inocencia, unida a la total falta de pudor del que hacía gala delante de Trevor, siempre acababan por ponerlo en dificultades.
—¡No puedo hablar de eso! —exclamó ruborizándose. ¿Cómo iba a hablarle de putas y prostíbulos? ¡Nunca, jamás! Win no necesitaba saber de esos sitios.
—¡Qué aburrido te estás volviendo! Ya nunca quieres contarme nada.
Tenía razón, por supuesto, pero Trevor tenía sus motivos. Su vida en Eton hacía tiempo que había dejado de ser una aventura digna de ser contada. Las travesuras  con sus amigos habían dejado paso a otras cosas menos aptas para una dama y él ya no solía ir con ellos. ¿Cómo iba a hablarle de las veces que Michael Winthrop había vuelto borracho como una cuba? ¿O de las escapadas de Edward Furlong para ver a su amante, la esposa de uno de los profesores? ¿O de cómo Ignatius Merriwheader se había vuelto un adicto al juego, y perdía siempre su asignación mensual en las mesas de whist?
Por suerte, la llegada al lago lo salvó de tener que defenderse. Bajó del caballo y se acercó a Win para ayudarla a desmontar. Le aferró la cintura con delicadeza y Win puso las manos sobre sus hombros para apoyarse en él. La bajó con suavidad, muy lentamente, disfrutando de cada segundo en que sus cuerpos se rozaron, sintiendo el acelerado ritmo de su corazón al sentir el calor que emanaba de ella y el deseo que crecía en su propio interior.
Cuando Win puso los pies en el suelo, no lo soltó. Levantó el rostro hacia él y le dirigió una mirada limpia y extrañada. Trevor acercó el rostro hasta su pelo y aspiró con deleite su perfume a narcisos. Era tan hermosa, y él la amaba tanto…
Deseó poder besarla. Hacía tiempo que soñaba con poder unir los labios con los suyos en un beso prolongado, saborear el interior de su boca y perderse en su humedad, seducirla con el baile de sus lenguas hasta que ella se rindiera a sus caricias.
Pero no lo hizo. Win todavía era demasiado joven, a duras penas estaba abandonando la niñez, y Trevor, ante todo, era un caballero y estaba dispuesto a esperar a que ella cumpliera los diecisiete años.
Mientras, se contentaría con soñar con la mujer en la que se estaba convirtiendo.
Win, que había esperado ser besada al ver la intensidad de la mirada de Trevor, se sintió defraudada cuando no lo hizo. Era una chica curiosa que quería saber hacia dónde la llevaría el cosquilleo que sentía sobre la piel cada vez que estaba cerca de él, o si su corazón acabaría por desbocarse cuando sus manos se rozaban accidentalmente.
Quería que la besara, creyendo en su inocencia que un beso no era algo peligroso.
—Bésame —le pidió en un susurro, aferrándose a la pechera de la chaqueta de Trevor para impedir que se apartara.
—No, eres demasiado joven. Cuando crezcas, prometo que te besaré como un hombre besa a una mujer.
—Pero yo te amo —confesó con naturalidad, sin sonrojos ni vergüenzas.
—Y yo a ti, mi pequeño diablillo. Precisamente por eso debemos esperar.
Y estaba dispuesto a hacerlo, en todos los sentidos. Con diecisiete años, todos sus amigos ya habían dejado atrás la inocencia, y eran habituales de burdeles y amantes. En cambio, él no sabía qué era tocar impúdicamente a una mujer. Se mantenía casto y fiel a la promesa que se había hecho cuando, con quince años, se dio cuenta de que el sentimiento que lo unía a Winnifred era mucho más profundo que la simple amistad entre niños.
Quería que Win fuese la primera y única mujer que sus manos tocaran arrebatadas por la pasión, igual que él sería el primero y único para ella.
—No entiendo por qué —insistió ella.
—Win, sabes muy bien que no tengo fortuna. Tengo que labrarme un futuro para ambos, y por eso debo ir a la universidad.
—Pero, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Porque si te beso, diablillo, no sé si voy a poder parar, y no quiero deshonrarte y que nos veamos obligados a casarnos antes de poder ofrecerte una vida digna de ti.
—Pero nadie lo sabrá, solo tú y yo.
Trevor se rio, cansado. El empeño inocente de ella era mil veces más seductor que cualquier artimaña de cualquier mujerzuela experimentada.
—Además —añadió Win—, sabes que mi dote sería más que suficiente para mantenernos a ambos mientras tú te esfuerzas en la universidad. Cinco mil libras es mucho dinero.
—Lo sé, pero no quiero vivir de tu dinero. Soy lo bastante hombre como para labrarme un futuro en el que podré mantenerte sin necesidad de usar tu dote. Ni quiero que me consideren un caza fortunas.
Win lo comprendió. Solo tenía catorce años, pero el instinto ya le decía que el orgullo masculino era algo frágil que una mujer podía romper con facilidad.
—De acuerdo, pero prométeme algo.
—El qué, diablillo.
—Que el día en que yo cumpla los diecisiete años, vas a estar aquí para celebrarlo. Y como regalo de cumpleaños, me darás mi primer beso. A cambio, yo prometo no casarme con nadie más que tú, y esperarte hasta que hayas conseguido tu sueño de ser médico.


Trevor acompañó a Win hasta su casa y, con la excusa de entrar a saludar al conde, la siguió al interior de la mansión. Se despidió de ella en el vestíbulo, con la promesa de encontrarse al día siguiente a la misma hora para dar el paseo a caballo que, aquel verano, se había convertido en una costumbre.
Quería hablar con el padre de Win de sus intenciones para con su hija. Sabía perfectamente cuál era su posición, siendo el cuarto hijo de un terrateniente que ni siquiera pertenecía a la nobleza, y que cualquier otro aristócrata se reiría de él por tener el ridículo y esperpéntico sueño de casarse con su hija. Pero lord Sterling era diferente a todos los demás, y estaba convencido de que, si le hablaba de sus planes de futuro, tomaría en serio la posibilidad de permitirle que en el futuro cortejara a Winnifred
Norbert Sterling estaba en su despacho, sentado en el sillón tras la mesa, mientras escuchaba atentamente el informe diario de su administrador. Cuando Trevor fue anunciado por el mayordomo, despidió a su empleado con la promesa de hablar con él más tarde.
—Buenos días, muchacho. ¿Qué tal el paseo a caballo?
—Vigorizante, milord, como siempre.
—Bien, bien. ¿Y tu padre?
—Deseando seguir con la partida de ajedrez que dejaron a medias.
—Ah, sí, tienes razón. Pero las obligaciones últimamente me toman demasiado tiempo. Dile que un día de estos iré a visitarle para continuar.
—Así se lo haré saber, milord.
—Bien, bien. Y, ¿qué es eso tan importante que te ha traído hasta mi despacho?
Trevor no estaba intimidado, pero sí respetaba enormemente a lord Sterling, por lo que tomó aire en profundidad antes de empezar a hablar.
—Milord, puede que sea consciente de los sentimientos que tengo por su hija.
—Lo llevas escrito en la frente hace tiempo, muchacho.
—Quiero que sepa que tengo la intención de cortejarla en cuanto cumpla los diecisiete años. Siempre y cuando, usted dé su permiso, por supuesto.
—Por supuesto. Tú siempre tan formal, ¿verdad? Totalmente confiable, noble y generoso. Me caes muy bien, Trevor. Aprecio sinceramente a toda tu familia, y nada me haría más feliz que emparentarnos mediante el matrimonio de mi hija contigo. Pero Winnifred es una dama, y no quiero que acabe casada con un hombre que no sea capaz de mantenerla tal y como se merece.
—Lo entiendo, milord. Precisamente este mismo año empiezo en la universidad y estoy convencido de que lograré convertirme en un médico reputado en poco tiempo. Voy a poner todo mi empeño en ello.
—La seguridad en uno mismo es muy importante, Trevor, y estoy convencido de que lograrás todas las metas que te propongas. Por eso espero que cumplas con tu promesa y, cuando tengas el título de doctor en medicina en tu poder, volveremos a hablar de este tema. Pero, mientras tanto, te agradecería que no comentes esta conversación con ella, ni que le hagas ningún tipo de promesa matrimonial.
—Por supuesto, milord. Le doy mi palabra.


Cuando Trevor abandonó el despacho del conde, satisfecho con el resultado de su conversación, no vio la figura que se hallaba escondida entre las sombras, y que le dirigió una mirada llena de odio.
Abigayle Sterling había escuchado toda la conversación, con el oído pegado a la puerta, y la rabia bullía en ella.
No podía comprender cómo su marido podía ser tan poco ambicioso. Quizá porque él, al contrario que ella, había nacido en una familia acomodada en la que no le faltó de nada y en la que cualquier deseo expresado en voz alta, se materializaba inmediatamente.
Pero la actual condesa sabía muy bien qué era pasar privaciones. Su familia, muy parecida a los Sugdon, tenían que controlar en qué gastaban cada penique, y ella tuvo que ingeniárselas para cazar a un futuro conde para poder salir de esa vida de estrechez y ascender socialmente para poder codearse con la aristocracia.
Con Norbert tuvo que utilizar toda una batería de artimañas hasta que logró llevarlo al altar, y no pensaba permitir que su hija cometiera la locura de casarse con alguien como Trevor Sugdon, un don nadie sin fortuna ni título.
Win iba a ser marquesa, o duquesa, como poco.
Ya se encargaría ella de que fuese así cuando llegara el momento.
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