Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Bienvenida al weblog de Sophie West, autora de romántica erótica

Saga New Humans

Unos personajes fantásticos y una historia que engancha. ¡Deseando leer la siguiente!

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Relatos originales. Primeros capítulos. Adelantos de mis próximas novelas. Y alguna que otra escéna inédita.

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El fuego del drakko. Capítulos uno y dos.



1. El rey se está muriendo


—Me estoy muriendo, Nahar.

La voz del rey Bakris sonó preocupada y triste. Nahar, el comandante de la Guardia Real, lo miró con sorpresa y desconcierto. Sus dos corazones se saltaron un latido al unísono. Durante todos los años que llevaba a sus órdenes, jamás le había visto así, abatido y sin esperanza.

El rey miraba a través del ventanal hacia la ciudad que se extendía por la ladera a los pies de palacio, Riofuego, la capital ancestral de su reino. Nahar solo podía ver su espalda, curvada bajo la túnica roja como si fuese un anciano, y su pelo blanco cayendo desordenado en cascada, como si hubiese pasado largo rato mesándoselo. La mano que apoyaba en la pared estaba engarfiada como si intentase contener una gran rabia, y la otra asía con fuerza el cinturón de cuero que le rodeaba la cintura.

—No digáis eso, majestad —intentó consolarlo, asustado de ver así a su señor y amigo—. Solo estáis algo triste.

—No es solo tristeza, amigo mío —replicó sin mirarlo—. Estuve triste cuando murió mi reina, y me pongo triste cuando pienso en el inútil de mi único hijo. —Su voz también dejó traslucir algo del desprecio que sentía por el príncipe Ryle, el heredero al trono—. Pero esto es distinto. —Se giró hacia el comandante y sacudió la cabeza, compungido. El dragón dorado enroscado en sí mismo, bordado con hilos de oro sobre la túnica carmesí, también parecía abatido—. Somos drakkos, Nahar. Hombres dragón. Los drakkos sabemos cuándo la muerte nos acecha, y la mía está muy cercana. Lo siento en los huesos —terminó con un suspiro resignado.

Nahar sacudió la cabeza, uniéndose a la tristeza del rey. Sus palabras eran verdaderas. Los drakkos sabían cuándo se acercaba la hora de su muerte, ese fue uno de los regalos emponzoñados de Vixmir, la diosa drakko. El otro, y quizá el que más dolía, que no hubiese hembras en su especie, lo que les obligaba a buscar pareja entre las demás razas de Aina.

—¿Cuánto tiempo, majestad? —preguntó con un susurro, sin querer realmente conocer la respuesta.

—Un año, a lo sumo. Quizá menos. —La mueca de Nahar hizo que el rey sonriera con amargura. Caminó hacia él, las pisadas de sus botas de cuero resonando en la estancia, y le puso una mano en el hombro para confortarlo—. No te entristezcas, amigo mío. He tenido una larga vida.

—No lo bastante larga, Bakris. —En esos momentos de intimidad fraternal, Nahar se atrevió a dejar de lado el protocolo y llamarlo por su nombre, algo que hacía en muy contadas ocasiones—. Tu padre vivió más de trescientos largos años. Tú, apenas has llegado a los ciento cincuenta. Todavía eres muy joven.

Bakris le dio unas leves palmadas en el hombro y asintió con la cabeza antes de alejarse de Nahar. Regresó a la ventana y miró más allá de la ciudad, hacia donde estaba el bosque en el que a su amada Nomir le gustaba tanto cabalgar. No podía verlo, los tejados rojizos y las cúpulas doradas de los otros palacios se lo impedían, pero no necesitaba hacerlo para rememorar el dolor.

—Mi padre tuvo a mi madre a su lado durante la mayor parte de ese tiempo. Ella fue el amor de su vida y le dio fuerzas para no sucumbir. Yo llevo solo demasiado tiempo, Nahar. Sabes qué nos ocurre a los drakkar cuando perdemos a nuestras parejas.

Nahar asintió en silencio. Otro venenoso regalo de la gran Vixmir. Si un drakko quiere que su semilla conciba, debe vincular su alma con la de su pareja. El fuego del dragón es peligroso y, sin ese lazo espiritual, la hembra corre el peligro de morir abrasada. Pero cuando el vínculo se rompe a causa de la muerte de la hembra, el drakko jamás lo supera. Durante el resto de su vida sentirá que es la mitad de lo que era, tendrá un vacío que jamás podrá ser llenado por nada ni por nadie, y el dolor y la desesperanza acaban haciendo mella en él.

—Que nos invade una profunda tristeza que nos merma las fuerzas y las ganas de vivir —contestó al fin.

Nahar sonrió con gran pesadumbre y dolor, recordando su pasado. Él tuvo la fortuna de ser lo bastante listo como para no caer en la trampa, y dio gracias por no tener nada que legar a un heredero, ni fortuna, ni apellido, ni título. Solo era un soldado nacido en el barro que tuvo la suerte de ser bueno en el campo de batalla y ganarse el favor del rey. Vincularse con una humana era algo muy peligroso porque, aunque la unión solía protegerlas de la vejez y de las enfermedades, y les proporcionaba una vida mucho más larga de la que tendrían como humanas, no era algo infalible. Pensó en la difunta reina Nomir, muerta en un accidente durante una cacería que casi también le cuesta la vida al príncipe Ryle.

Sacudió la cabeza de forma imperceptible. Las humanas son mucho más frágiles, incluso con el vínculo. Y sus hijos, hasta que alcanzan la adolescencia y el dragón se manifiesta, son como el cristal, muy fáciles de romper.

Alzó la cabeza y miró hacia el tapiz que había encima de la chimenea. En él, una inmaculada Vixmir, con su pelo llameante cayendo alrededor de su cuerpo cubierto con un traje de cazador hecho de piel de dragón, empuñaba una lanza y miraba hacia el frente con una expresión feroz en el rostro.

«¿Por qué no te ocupaste de crear a hembras drakko en lugar de condenarnos a emparejarnos con otras razas mucho más débiles?» le espetó con rabia desde lo más profundo de su alma. Pero su boca no pronunció palabra. Decir algo así en voz alta sería una ofensa que la diosa no se tomaría a bien.

—Así he vivido yo desde la muerte de mi dulce Nomir —dijo el rey. Inspiró profundamente, recordando el sueño de la noche anterior, el mismo que lo había trastornado tanto hasta despertarlo empapado en sudor. En él, su amada esposa lo visitó, enfurecida, para recriminarle que no hubiese preparado adecuadamente a su hijo Ryle para ocupar el trono, y exigirle que hiciese algo para remediarlo, antes de que fuese demasiado tarde—. ¿Dónde está el príncipe Ryle?

Nahar carraspeó, incómodo, y movió imperceptiblemente los pies como si tuviese el impulso de salir corriendo de allí para no tener que responder a aquella pregunta.

—No volvió a palacio anoche, majestad. Se fue antes de cenar, para asistir a una fiesta que dio en su honor uno de sus primos.

—¿En su honor? —El desprecio en sus palabras ocupó toda la estancia, convirtiendo el aire en algo pegajoso—. ¿Qué honor? Ni siquiera sabe qué significa esa palabra. —Se frotó el rostro y abandonó la ventana, caminando con decisión hacia la chimenea. Alzó la vista para mirar el tapiz de Vixmir y se agarró las manos por detrás de la espalda—. Madrás, supongo.

—Sí, majestad.

—De todos sus primos, tenía que hacerse inseparable del inútil de Madrás. Son tal para cual. —Se giró bruscamente hacia Nahar, en sus ojos una mirada llena de determinación y rabia—. Busca a mi hijo y tráelo a mi presencia. A rastras, si es necesario.

Nahar abandonó su pose relajada para ponerse firmes. Se dio un golpe en el pecho con la palma de la mano derecha e inclinó la cabeza en señal de obediencia.

—Como ordenéis, majestad.

En cuanto Nahar abandonó la estancia, Bakris sacudió la cabeza, la culpa golpeándolo con fuerza. Si alguien era responsable del errático e irresponsable comportamiento del príncipe, era él, por mimarlo demasiado y no obligarlo a cumplir con sus obligaciones. La muerte de Nomir y la casi pérdida de su hijo en el mismo accidente, le hizo tomar demasiadas decisiones equivocadas. Verlo sufrir durante días, con el cuerpo roto cuando todavía no tenía a su dragón para curarle las heridas, caminando al borde de la muerte, delirando… Bakris apretó los puños y cerró los ojos con fuerza. Todavía tenía pesadillas con aquellos funestos días. Los médicos no sabían cómo ayudar a su hijo, ninguna de las pócimas de los hechiceros le quitaban el dolor que estaba sufriendo, y sus gritos constantes se oían por todo el palacio.

Hasta que se obró el milagro. El dragón acudió a él antes de tiempo y, aunque el proceso fue doloroso, logró sanar sus heridas y recomponer su cuerpo. Los huesos rotos se soldaron, los músculos desgajados se repararon, los tajos infectados se curaron, y Ryle se salvó. Su cuerpo volvió a ser el mismo de antes del accidente, pero su alma…

Pasó de ser un niño respetuoso y obediente a comportarse como un auténtico salvaje. Bakris lo atribuyó a todo lo ocurrido, a la muerte de su madre y a su propia agonía para recuperarse de las heridas sufridas. Le dio tiempo para sanar y superar la pérdida. Pensó que, al crecer y madurar, su fase irresponsable también desaparecería. Cuando llegó el momento de ocupar su lugar como príncipe heredero, intentó razonar con él. Con dieciséis años ya se le consideraba un adulto y era hora de abandonar los juegos y rabietas infantiles y empezar a comprender cuáles eran sus responsabilidades. Pero Ryle se negó en redondo a cumplirlas. Jamás acudía a las reuniones del Consejo, se escapaba de las maniobras de entrenamiento con la guardia, no se presentaba en las recepciones de palacio y se escabullía de las sesiones de justicia real. Sus mentores se desesperaban porque siempre había una buena excusa para no asistir a las clases que, hasta el momento del accidente, adoraba.

Bakris siempre lo justificó diciéndose que era cosa del dolor por la pérdida y el propio sufrimiento que había padecido. Que solo necesitaba tiempo para asimilarlo y madurar.

Pero el tiempo no había sido suficiente. Veinte años habían pasado desde aquel infortunado día, y Ryle seguía igual de cabezahueca.

Ya no tenía más tiempo para darle. Su muerte estaba demasiado cerca y Ryle se vería obligado a ocupar su lugar en el trono. ¿Hacia qué desaste llevaría al país si no era capaz de sentar la cabeza y comportase como debía hacerlo alguien en su posición?

Suspiró, sus dos corazones atenazados por el dolor y la culpa. Tragó saliva, enderezó los hombros, y compuso en su rostro un gesto de seriedad. Tenía una reunión con el Consejo del Reino, había asuntos graves que tratar y, aunque lo único que quería era saltar por la ventana, abrir sus alas de dragón y desaparecer en el cielo, no tenía más remedio que asistir y tomar decisiones.

Era su obligación como rey.



2. El príncipe que no quería serlo


Ryle entreabrió los ojos con la mente todavía nublada por la confusión. Se los frotó en un vano intento por despejarse e intentar recordar dónde estaba. La luz del sol entraba difusa a través del cristal esmerilado de las tres ventanas ojivales que había a su izquierda. Parpadeó y se llevó la mano al pecho desnudo.

«Estoy en una cama, pero no es la mía», pensó, sin un ápice de alarma. Era algo normal en él despertar en camas ajenas.

Alguien roncó junto a su oreja. Giró levemente el rostro, sin saber aún dónde se encontraba, y se encontró formando parte de un revoltijo de cuerpos desnudos. La mujer que roncaba a su lado era joven y hermosa, y tenía una mata enmarañada de pelo rojo como el fuego. Miró hacia el techo, y sonrió aliviado al reconocer el mural de tonos pastel con ninfas desnudas bañándose en un estanque, todas en actitudes sensuales y muy cariñosas entre ellas. 

Estaba en el dormitorio de su primo Madrás, en el palacete que ocupaba junto al palacio de su tío y gran duque Arkax, de la casa real Alasangre.

Se incorporó y vio la cabeza de su primo apoyada sobre una nalga femenina. Dormido y todo, su mano aferraba el culo de la muchacha como si le fuese la vida en ello. Soltó una carcajada silenciosa y lo sacudió un paralizante dolor de cabeza. Se llevó la mano a la sien. 

La mujer que roncaba a su lado se despertó perezosa y le dirigió una sonrisa provocadora. Movió el brazo de forma indolente, pasando los dedos entre sus desnudos pechos, hasta que la mano llegó a la entrepierna cubierta de vello tan rojo como el de su cabeza. Entreabrió los labios y abrió los muslos, invitándolo con sus gestos a poseerla de nuevo.

—Ahora no —la rechazó Ryle con la lengua espesa a causa de la resaca.

La fiesta de la noche anterior había terminado como siempre acababan las reuniones en casa de Madrás: en una delirante orgía de borrachos, con los invitados desnudos persiguiéndose por todas las habitaciones del palacete, para acabar follando en cualquier sitio. En el aire todavía se podía oler el fuerte tufo de la hierba de denalia que habían estado fumando con las pipas, mezclado con el hedor del alcohol y los efluvios del sexo.

Ryle se frotó la cabeza y después, con movimientos comedidos, se levantó de la cama. Todavía tenía la mente algo espesa a consecuencia del humo de la denalia. Le dolía todo el cuerpo y las náuseas se le arremolinaron en el estómago. Acabó vomitando en el orinal, arrodillado en el suelo, con las arcadas aguijoneándole.

Una risa harto conocida precedió a la aparición del rostro de Madrás asomando por el borde de la cama.

—¿Te encuentras mal, primo? —le preguntó con sorna.

—Vete a la mierda —masculló, limpiándose la boca con el borde de la sábana. Después, escupió en el orinal y se levantó, apoyándose en la cama.

—Esta sábana es de la más pura seda —se quejó Madrás—, no deberías usarla de servilleta.

—Cómprate otras.

El exabrupto de su primo hizo que Madrás soltara una risa cascada.

Ryle empezó a buscar su ropa entre el desastre que era el dormitorio. Allí había de todo y de todos los colores: delicadas túnicas de seda con intrincados bordados; calzas de lana gruesa o de cuero, de colores oscuros; cinturones de cuero con anchas hebillas; escarpines forrados de tela con diferentes adornos; medias que habían cubierto las delicadas piernas femeninas; camisolas de lino; un par de dcorpiños con brocados dorados, y otro más de terciopelo color vino; varios jubones de algodón; incluso encontró dos sobrevestas con el escudo del Gran Duque bordadas en el pecho, signo inequívoco de que algunos guardias se habían unido espontáneamente a la fiesta sin ser invitados.

Madrás lo observó, divertido. Se deslizó por la cama hasta que su espalda quedó apoyada en el cabecero. Las dos mujeres se arrimaron a él, una a cada lado, intentando reclamar su atención.

—¿Dónde cojones está mi ropa? —masculló Ryle, rindiéndose. Nada de lo que había diseminado por allí le pertenecía—. Y, ¿qué hace todo esto aquí?

—Tú lo trajiste —contestó Madrás—. La idea de robarles la ropa a los invitados te pareció de lo más divertida. Dijiste que sería muy gracioso ver cómo se las apañaban cuando quisieran irse.

—Pues no ha sido gracioso porque no he podido verlo. Vas a tener que dejarme algo para volver a palacio.

—¿Ya quieres irte?

Ryle se dejó caer sentado en la cama, de espaldas a su primo, y miró hacia el reloj. La mujer pelirroja abandonó a Madrás para acercarse a él y aferrarse a su cintura para empezar a darle pequeños bocados en el cuello.

—Son más de las doce del mediodía. Mi padre estará furioso. Esta mañana había una reunión del Consejo a la que quería que asistiese.

La chica deslizó una mano hacia su polla para acariciarla, y esta despertó, provocando un ahogado gemido que surgió de la garganta de Ryle.

—Entonces será mejor que no regreses hasta dentro de unas horas, cuando se haya calmado —sugirió Madrás.

—Sí, alteza —le susurró la pelirroja al oído—, haced caso a vuestro primo y volved a la cama conmigo.

Ryle giró el rostro y se apoderó de la boca de la mujer para besarla con fuerza. Ella emitió un lánguido gemido que, junto a la constante caricia en su polla, lo enardeció.

—No me tientes, bruja —le susurró sobre los labios cuando dio por terminado el beso.

—Además —intervino Madrás—, deberías comer algo antes de irte. A estas horas, mis cocineras estarán preparando cosas realmente deliciosas.

Ryle rompió a reír mientras se dejaba empujar sobre la cama por la mujer.

—¿Tú quieres que le vomite encima a mi padre? —preguntó, divertido con la imagen que se apareció en su mente.

—¡Por Vixmir! —exclamó Madrás horrorizado, llevándose una mano abierta al pecho—. ¡Por supuesto que no! Tu padre me mandaría ahorcar por traición y poco importaría que fuese de su misma sangre. Lo único que quiero es que te quedes a disfrutar de los placeres que nos ofrecen estas dos señoritas.

Madrás agarró los pechos de la que estaba a su lado y empezó a amasarlos, jugando con los pezones. La mujer gimió con los labios entreabiertos y se colocó encima de él. Agarró la polla enhiesta y la guió entre sus piernas hasta que la penetró.

—¡Oh, joder! El bastardo de tu marido tiene razón —le dijo a la mujer—, eres una puta viciosa, ¿eh, lady Alina?

La mujer le puso una mano sobre la boca para silenciarlo.

—Aquí, solo soy tu puta, mi señor —contestó.

—Que le den a mi padre y al reino —exclamó Ryle entre dientes. Agarró a la muchacha que estaba sobre él, dedicada a besarle todo el cuerpo, y la volteó hasta que quedó a cuatro patas. Se puso detrás de ella y le dio una nalgada en el trasero. La mujer dio un pequeño grito al que siguió una carcajada—. ¿Eres tú mi puta? —le preguntó con los dientes apretados mientras la penetraba por detrás de un solo golpe.

—¡Sí, mi príncipe! —gritó ella.

Empezó a follarla con dureza mientras Madrás hacía lo propio con la suya. El trasero de la mujer era delicioso, blanco como la leche y de piel suave como la seda, y se estremecía con cada sacudida. La señal rosada de la nalgada brillaba sobre la pálida carne. Ryle clavó los dedos en las nalgas mientras seguía empujando, golpeando la pelvis con cada penetración.

Sexo, alcohol, y el humo de la denalia en sus pulmones y su cerebro, eran las tres únicas cosas que lograban que olvidara. Su padre lo despreciaba por lo que era, un drakkos débil y sin fuerza de voluntad, que no servía para nada. Un hedonista sin corazón que solo vivía para el placer y al que el resto del mundo le importaba una mierda. Pero él se despreciaba aún más por ser incapaz de olvidar y sobreponerse al dolor. Las pesadillas lo atormentaban, y los recuerdos del día en que su madre murió y de todo lo que vino después, jamás lo abandonaban. El eterno dolor que parecía no tener fin estaba muy presente en su vida. Cada hueso roto, cada músculo desgajado, cada tendón destrozado, recordaba el calvario por el que su cuerpo pasó como si estuviese prisionero en aquel momento, sumergido en un bucle infinito.

Oyó los gemidos de Madrás al correrse, y eso disparó su propia libido. El orgasmo lo alcanzó y, al terminar, se dejó caer en la cama, su alma tan vacía como habían quedado sus propios testículos.

La mujer que acababa de follarse, de la que ni siquiera sabía su nombre o condición, se arrastró hacia él para acurrucarse a su lado. Podía ser tanto una de las putas que había pagado Madrás, como una de las muchas damas de la corte de su padre. Quizá estaba casada, como lady Alina, o quizá no tenía marido. Por suerte para ellos, la semilla de los drakkos no arraigaba en ningún vientre femenino a no ser que hubiese un vínculo previo. Somnoliento, se preguntó cómo lo hacían los varones humanos, o de otras razas, para no ir dejando bastardos por ahí.

Un estruendo en el pasillo lo sacó bruscamente de su sopor. Se oyeron voces y gritos aterrorizados. Se incorporó, alerta, y miró hacia Madrás, que tenía en su rostro la misma expresión de sorpresa que él. La puerta del dormitorio se abrió de golpe, chocando contra la pared. Nahar irrumpió, flanqueado por dos miembros de la Guardia Real, y lo miró con ferocidad con sus ojos anaranjados como un atardecer.

—Príncipe Ryle —dijo con voz solemne—, Su Majestad requiere vuestra presencia en palacio.

Ryle dejó ir una risa desganada.

—¿No ves que estoy ocupado? Dile que iré en cuanto me sea posible.

Nahar no respondió. Hizo un gesto con la cabeza hacia los dos guardias que le acompañaban y estos se abalanzaron sobre el príncipe. Lo aferraron con fuerza y lo sacaron a rastras de la cama. Ryle no opuso resistencia. Podría haberlo intentado, pero sabía que si se producía una lucha, él tenía todas las de perder. Nahar le ganaría incluso llevando una mano atada en la espalda, sin importar si peleaban en forma humana, drakko o dragón. Acabarían destrozando el dormitorio de su primo, y sería una forma poco elegante de agradecerle a aquel lugar todas las horas de placer que había vivido entre sus cuatro paredes. 

Madrás se quedó quieto en su lugar: sabía muy bien que no le convenía oponerse a Nahar. A pesar de ser sobrino del rey e hijo del gran duque Arkax, si el comandante de la Guardia Real estaba allí con órdenes expresas del rey, cualquier intento de detenerlo podría llevarlo a dar con sus huesos en una celda sin que nadie, ni su propio padre, pudiese hacer algo por evitarlo.

—¡Vuelve esta noche! —le gritó al príncipe sin moverse de la cama—. ¡Seguiremos con la fiesta!

Nahar se volvió hacia él y lo fulminó con la mirada. El anaranjado de sus ojos fulguró como una hoguera, y Madrás supo que lo único que contenía el fuego del dragón del comandante era el hecho de que formaba parte de la familia real. Nahar lo odiaba y despreciaba, y no se escondía de demostrarlo siempre que podía.

—El príncipe no volverá a poner los pies en este antro en mucho tiempo —sentenció con voz profunda. 

Madrás sintió que se le erizaba la piel mientras veía al comandante darle la espalda y salir de su dormitorio.

Estaba claro que al rey Bakris III, apodado el Justo por sus súbditos, se le había acabado la paciencia.

«Pobre Ryle» pensó. Y casi le dio lástima de verdad.
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Mitos de Aina



«MITOS DE AINA es una serie de novelas de fantasía romántica para adultos, totalmente independientes entre sí, cuyo único nexo es el mundo en que transcurren: Aina. En ellas podemos encontrar cualquier tipo de seres mágicos y/o mitológicos, lugares y artefactos extraños, y cada novela cuenta la historia de una pareja concreta, con su romance, conflictos y aventuras en un mundo en el que cualquier cosa es posible».








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Incluida en Kindle Unlimited.

Ryle Alasangre y Sascha Saltadunas no podrían ser más diferentes.

Él es un príncipe hedonista que odia a su padre, y que pasa los días y las noches de fiesta en fiesta. Ella es tripulante del Insolente, un barco de arena que cruza el desierto con la bodega llena para comerciar. Él ha tenido una vida fácil y cómoda. Ella es una mujer independiente, luchadora y una valiente guerrera. Él es un drakko. Ella, una usaha. 

¿Qué tienen en común? Nada. Excepto que, cuando el destino los une, surge entre ellos una poderosa atracción muy difícil de evitar. 

¿Es solo pasión? ¿O hay algo más? ¿Será Sascha la mujer destinada a robarle el corazón? ¿Será Ryle el hombre que consiga que ella se atreva a amar?



Bienvenidas a Mitos de Aina.
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Cómo no enamorarme de mi vecino el Sexy

 

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Atenea no confía en los hombres. Sabe por propia experiencia que son unos mentirosos y, aunque no renuncia a ellos, siempre protege su corazón. 

Cameron llega a Nueva York para hacerse cargo de un proyecto importante. No busca pareja, ni tiene en mente enamorarse. 

Pero el destino ha querido que sean vecinos y que salten las chispas entre ellos.

Sus corazones les dicen que lo que sienten es amor. Sus cabezas lo niegan rotundamente. 

Y, mientras intentan decidir si vale la pena arriesgarse, el asesinato de un desconocido pone en jaque sus vidas.


«Una novela romántica, con algo de suspense y un ligero toque de comedia. Y pasión, mucha pasión».
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Cómo no enamorarme de mi vecino el Sexy. Capítulo uno y dos


Capítulo uno




¡Diez! 

¡Nueve! 

¡Ocho! 

La gente gritaba siguiendo la cuenta atrás. 2022 estaba a punto de terminar y todo el mundo quería celebrarlo. A mis pies, Times Square estaba a rebosar de gente, bien abrigados para soportar el frío y tan apretujados que daba hasta agobio verlo. 

Había sido un año extraño para todos, intentando recuperar la normalidad después de la pandemia. Las pasadas fiestas habían estado a punto de suspenderse y, aunque al final no pasó, Rachel y yo decidimos celebrarlo en la intimidad de nuestro apartamento, en pijama y viéndolo todo en la televisión. Somos jóvenes alocadas pero no estúpidas y, aunque nos habíamos vacunado, decidimos ser prudentes. 

A mí me dolía la cabeza, más a causa de la borrachera que llevaba a cuestas y del frío que hacía en la terraza, que por los berridos de las personas que me rodeaban. Rachel, mi mejor amiga, tenía los ojos brillantes por la emoción. Estaba esperando la caída del Ball Drop, en el edificio del New York Times, mientras daba pequeños sorbitos a su cóctel. Es un poco emotiva, esta chica, pero la quiero un montón. 

Yo estaba con un bajón de campeonato. Aquel mismo día recibí el enésimo rechazo editorial y habría preferido quedarme en casa, compadeciéndome de mí misma, llorando a moco tendido y agarrada a un enorme bote de helado de chocolate. Pero Rachel se puso su sombrero de Pepito Grillo y me hizo saber lo mal amiga que sería si la dejaba plantada en el último momento después de lo que nos costó conseguir entradas para la fiesta en el AMC. 

—¡Atenea Westwood! —me dijo en un tono que me recordó a mi madre (algo que me produjo tremenda angustia y temblores por todo el cuerpo), parada frente a mí con los brazos en jarras—. Levanta tu culito del sofá y ve a arreglarte ahora mismo.Vas a pasarlo bien, —añadió en un tono más suave. Me obligó a levantarme tirándome de la mano y me arrastró por el pasillo hacia mi dormitorio—. ¡Piénsalo! Una cena de lujo, barra libre durante toda la noche, música, ¡y acceso VIP a la terraza de la sexta planta! ¿Tú sabes la de años que llevo soñando con ver la caída del Ball Drop desde allí? 

Accedí, por supuesto. Metí mi autocompasión en la mochila de las cosas malas y me arreglé como si aquella noche fuese a encontrarme con mi príncipe azul: vestido de Versace cubierto de cristales Swarovski para confundirme con las bolas del árbol de navidad; unos Manolo Blahnik plateados como el vestido, con una preciosa hebilla y unos tacones perfectos para suicidarme con ellos; y un bolso de mano hecho de plumas de color lavanda, de Bgo & Me, que me sería muy útil para guardar… casi nada. 

Me dejé arrastrar hasta la fiesta sin oponer resistencia, procurando poner la mejor cara posible dadas las circunstancias. Rachel, además de ser mi compañera de piso, es mi mejor amiga y, por ella, soy capaz de hacer cualquier sacrificio. Incluso el de asistir a una fiesta de fin de año a la que no me apetece nada ir. Por ella, al fin del mundo o al mismísimo infierno, si hace falta. 

Pero que accediese a ir e intentara pasármelo bien, no quería decir que lo lograra. En mi cabeza no paraba de resonar esa vocecilla tan apestosamente insistente que me repetía que nunca conseguiría mi sueño (publicar con una editorial) y convertirme en best seller del New York Times. Pocas mujeres han logrado destacar en un género literario como es la ciencia ficción, y las que lo han conseguido son auténticos genios de la pluma. 

«Y tú eres mediocre, siendo generosos. Dedícate a otra cosa». 

Supongo que por eso me agarré al alcohol como un náufrago a una tabla flotante, para que la puñetera voz en mi cabeza se callase y me dejara en paz, al menos durante unas horas. Bebí tanto que perdí el sentido común, el decoro y la sensatez. Las ahogué en alcohol, a las tres, sin sentir remordimiento alguno. 

El alcohol es la causa de muchos males en este mundo. Y fue la causa de que, cuando el Ball Drop cayó y todo el mundo empezó a felicitarse por el nuevo año y a besarse, yo me agarrara al cuello del tío que tenía más cerca y le plantase un beso con lengua de los que quitan el sentido. 

Al principio, el pobre hombre, pillado por sorpresa, se quedó rígido como una estatua. Pero cuando reaccionó… ¡Madre mía, cuando reaccionó! Me devolvió el beso con una intensidad y una maestría de las que deberían crear escuela. Se apoderó de mi boca con lentitud, moviendo la lengua lo justo para provocarme pero sin que me hiciese sentir invadida. Sus manos, posadas ligeramente en mi cintura, me acercaron más a él y me acarició con suavidad, siguiendo el ritmo del beso. Giró levemente el rostro para poder profundizar más y, cuando empezaron los fuegos artificiales, os juro que pensé que solo estaban en mi cabeza y que eran una consecuencia de la excitación que me había invadido. 

Cuando separó su boca de la mía, solté un lánguido suspiro y abrí los ojos, parpadeando levemente. Lo miré y me di cuenta de que era el hombre más guapo que jamás había visto. 

—Hola —susurré con mi media lengua producto de la borrachera. 

Él sonrió con unos labios carnosos que me hipnotizaron y sentí sobre mi piel el efecto de su caricia aunque no me tocaban. 

—Hola —me contestó. Su voz era profunda y muy masculina. Alcé mis ojos hacia los suyos y creí caer en un mar embravecido. Eran de un azul oscuro y tormentoso en el que casi pude ver la espuma del oleaje furioso estampándose contra un acantilado. 

—¿Quieres follar? —le pregunté. Jamás en mi vida hubiese hecho esa pregunta si no fuese porque estaba como una cuba. Hundí mis manos en su media melena ondulada e intenté besarlo de nuevo. 

Me hizo la cobra. 

¡Me hizo la cobra! ¿Os lo podéis creer? 

—Nunca me he aprovechado de una mujer borracha, y no voy a empezar ahora, cielo —se disculpó con delicadeza. Su voz profunda reverberó como una caricia en mi piel haciendo que se erizase. Ni siquiera tuve tiempo de enfadarme por el rechazo, porque añadió—: pero te aseguro que, si no fuese por eso, te llevaría a mi hotel para lamerte y saborearte de arriba abajo. 

—Te doy permiso para aprovecharte de mí —contraataqué, poniendo mi mejor pose sexy que, seguro, estando en aquel patético estado de embriaguez, debió resultar muy graciosa porque soltó una carcajada contenida. 

—Gracias, pero no. No voy a saltarme mis principios, ni siquiera por un caramelo como tú. Mi conciencia no me lo perdonaría. 

Me dejó con la boca abierta. Jamás me había encontrado con un hombre así, capaz de rechazar un avance sexual directo e inequívoco solo porque estaba borracha. Cualquier otro no se hubiese resistido, me habría llevado al primer baño libre, bajado las bragas y follado contra la puerta sin temor a sentirse culpable al terminar. 

Pero este desconocido tenía conciencia y me respetó, a pesar de que yo estaba lo bastante borracha como para no respetarme a mí misma. 

Se apartó de mí sin dejar de sonreír, me dio un beso en la mano como si fuese un caballero inglés y yo una dama, y se alejó sin mirar atrás, dejándome completamente confundida. 

Me giré hacia Rachel, que había sido testigo de todo, y la pillé disimulando con el teléfono. 

—¿Qué haces? —le pregunté, aunque lo sospechaba. 

—Grabarlo todo, por supuesto, para dejar constancia para la prosperidad de la existencia de un espécimen súper sexy como nunca se ha visto antes. 

—¿Y lo has grabado todo? 

—De principio a fin. 

—Bien. Después me lo pasas porque esta noche pienso tocarme viéndolo, que el cabrón me ha puesto como una moto y se ha largado sin hacer nada al respecto. ¡Y ni siquiera puedo cabrearme con él porque se ha comportado como un auténtico caballero! 

—¡No seas cerda! —se rió, empujándome. 

—Ni tú tan mojigata, que no te pega. 

Ambas nos reímos a carcajadas. Otro efecto del alcohol, supongo: hace que nos riamos hasta de los chistes que no tienen gracia. 




*** 




Cameron Montgomery estaba en el aeropuerto, en la cola de la puerta de embarque para subir al avión que lo llevaría de vuelta a Chicago. Miró el reloj. Pensó en llamar a Sarah, su socia, para contarle cómo había ido la reunión, pero allí serían las cuatro de la madrugada y, a pesar de ser fin de año, seguramente estaría durmiendo. Lo estuvo intentando desde que salió del edificio del New York Times para contarle las buenas noticias, pero su teléfono siempre le daba la señal de que estaba desconectado o fuera de cobertura. Quizá lo había apagado para poder disfrutar de su propia fiesta, o quizá las líneas estaban saturadas. 

Su mente volvió al beso con la desconocida. Lo pilló por sorpresa y su cuerpo reaccionó con una excitación salvaje que casi no pudo controlar. Su aroma a Chanel le inundó las fosas nasales y sus labios exigentes despertaron en él una necesidad que hacía años que no sentía. No creyó que fuese capaz de declinar su invitación, sobre todo cuando aquellos ojos de color miel se quedaron fijos mirando sus labios con ávida glotonería. Y cuando los alzó y lo miró directamente a los ojos… lo sacudió una descarga eléctrica que se dirigió con rapidez al centro de su deseo, para quedarse allí, haciendo que su polla pulsara con una necesidad voraz y egoísta. 

«Debería haberle preguntado su nombre y número de teléfono», se recriminó. Al fin y al cabo, si todo iba bien, se mudaría a Nueva York a vivir y podrían haberlo retomado donde lo dejaron, siempre y cuando ella estuviese sobria. 

La cola empezó a moverse y su teléfono sonó. Era Sarah. Contestó con rapidez. 

—¿Qué haces despierta a estas horas? 

—El pequeño demonio que tengo en mi vientre ha decidido patear mi vejiga —gruñó la voz de Sarah al otro lado—, y ya que estaba despierta, he pensado en llamarte. ¿Cómo ha ido la reunión? 

—Nos ofrecen comprar el Chicago News Web por cuatro millones de dólares. —Al otro lado, Sarah bufó de sorpresa. Eso era mucho dinero—. Pero eso no es todo. Quieren hacer algo parecido para Nueva York. El formato les ha gustado mucho y nos ofrecen todos sus recursos para crearlo de cero. 

—Yo no voy a trasladarme a Nueva York —exclamó Sarah sin dudarlo. Cuatro millones de dólares era mucho dinero, pero si las condiciones no le convenían, no aceptarían el trato—. Estoy embarazada, y tengo una vida y un marido aquí, en Chicago. 

—Eso es exactamente lo que les he dicho, por eso te ofrecen seguir en Chicago como la directora editorial con un buen sueldo, siempre y cuando yo acepte venir y hacerme cargo del futuro New York News Web. Te he enviado por mail la oferta detallada, para que puedas echarle un vistazo. —Dirigió la vista hacia el principio de la cola y vio que ya casi le tocaba—. Estoy a punto de embarcar, he de dejarte. 

—Ok. Mañana nos vemos y lo estudiamos todo con los abogados. Que tengas un buen viaje. 

—Hasta mañana. Y dile a ese pequeño demonio tuyo que te deje descansar. 

Antes de colgar, pudo oír la risa apagada de Sarah al otro lado. 




*** 




Me desperté cerca del mediodía, con una resaca de mil demonios. Parpadeé, aturdida, mirando al techo. ¿Cómo demonios había llegado hasta mi dormitorio? Recordaba la fiesta, los cócteles que me bebí como si fuesen agua, el beso con el desconocido, las risas que le siguieron… Después, todo se fundía en negro. 

Me tiré de la cama como una kamikaze y me arrastré hasta la cocina en busca de café, pasando de largo del espejo porque no quería ni ver las consecuencias de mi apoteósica borrachera de la noche anterior. 

Rachel ya estaba levantada y preparando el desayuno, fresca como una rosa, como si no hubiese bebido tanto o más que yo. 

—Te odio —le gruñí en cuanto crucé la puerta. Me dejé caer en la silla y apoyé la frente en la mesa. Me sentía como si me hubiese pasado por encima una manada de caballos salvajes, pisoteándome hasta el alma—. Me dan ganas de tirar de ese moño que me llevas. 

Rachel se llevó la mano al pelo para atusárselo. Era largo y rizado, de un color castaño rojizo que le envidiaba profundamente. Si lo tuviese como ella en lugar de lacio, sin vida y de un rubio indefinido, jamás me lo habría cortado a lo garçon. Sonreí al recordar la cara de pasmo que se le quedó a mi madre cuando me vio así por primera vez. Solo por eso, el sacrificio de mi melena había valido la pena. 

—Siempre me dices lo mismo después de una borrachera. Menos mal que no lo haces con frecuencia. —Sirvió el café y me puso delante un plato con tortitas empapadas en sirope de chocolate. Me dieron arcadas solo de pensar en comer, y eso que me chiflan—. ¿Qué te ocurre? —me preguntó, sentándose ante mí para cogerme las manos con cariño. En su mirada había auténtica preocupación—. ¿Es por el rechazo de tu manuscrito o hay algo más? 

—Estoy pensando en tirar la toalla —admití. Al decirlo en voz alta, el corazón me dio un vuelco lleno de angustia. ¿De verdad iba a rendirme?—. Está claro que no sirvo para esto. He escrito tres novelas que se han paseado por todas las editoriales que conozco, grandes, medianas y pequeñas, y su respuesta ha sido siempre un rotundo «no». 

Rachel suspiró y torció la boca en una mueca que era señal inequívoca de que estaba a punto de decir algo que sabía que no iba a gustarme. 

—¿No has pensado en autopublicar? —soltó al final—. Mucha gente ha empezado así y ha terminado con buenos contratos editoriales. 

—No me siento preparada, no después de tantos rechazos. 

—Los rechazos no significan nada —le quitó importancia haciendo aletear una mano ante mi cara. 

—¿Cómo que no? —me indigné. ¿Cómo era posible que mi mejor amiga fuese incapaz de comprenderlo?—. Significan que no lo hago bien. Que soy un desastre. Que no sirvo. 

—Todo eso son pamplinas, y de las gordas. A mí me gusta como escribes. 

—Tú solo lees las etiquetas de los champús, y solo para saber si te vienen bien para tu pelo rizado —rezongué entre dientes. 

—Eso es muy injusto —protestó, haciéndose la indignada—. Tus novelas me las he leído todas. 

—Lo sé, y te lo agradezco —contesté, intentando calmarla—, pero no tienes con qué comparar. He de buscarme a alguien que haya leído mucha ciencia ficción —pensé en voz alta—, para que pueda decirme qué hay de malo en mis novelas. 

—¿Por qué no se lo pides al señor Fanning? Ese hombre ha leído de todo. 

Owen Fanning era nuestro jefe directo, el encargado de planta en la librería Burnes & Noble de la Quinta Avenida, donde ambas trabajábamos. Se pasaba el día planeando sobre nosotras como un halcón, vigilándonos con sus ojillos brillantes escondidos detrás de unas gafas pasadas de moda, esperando que metiéramos la pata en cualquier nimiedad para venir a corregirnos. No era mal tipo, en realidad, solo un poco pesado, aunque siempre me dio un poco de grima. Además, era un cotilla que no podía tener la boca cerrada. Cuando se enteró de que yo era una auténtica Westwood, y que pertenecía a una de las familias más ricas, influyentes y poderosas de la ciudad, le faltó tiempo para contárselo a todo el mundo. Me cabreó, y a día de hoy todavía no he podido perdonárselo. 

—¿Y que todos en la tienda se enteren? No, gracias, bastante inquina me tienen ya por mi apellido. Esto les daría un estupendo motivo para reírse a mis espaldas. Puedo imaginármelos a todos riéndose de mí a mis espaldas. —Me llevé las manos a la cabeza para ver si así podía detener al tamborilero cabrón que estaba dando un concierto en ella—. Me voy a tomar una aspirina y a acostarme. No puedo con mi vida. 

—Eres una cobarde, huyes de la conversación. 

—Esa soy yo, la cobarde mayor del reino. 

Me levanté para rebuscar el frasco de aspirinas en el armario sin decir nada más. 

—Por cierto, ¿ya se ha recuperado tu madre del disgusto de la fiesta de Navidad? 

Gemí, de dolor y por mi madre, que no acababa de comprender cómo su hija le había salido una rebelde a la que no era capaz de manipular ni controlar para que hiciese lo que ella quería. 

—Todavía no me ha perdonado, y no ceja en su empeño de hacérmelo saber. Seguro que tengo el buzón de voz repleto con mensajes suyos recriminándome mi comportamiento. «No paras de darme disgustos» —la imité, poniendo voz dramática y llevándome una mano al pecho—. «Todo lo hago por tu bien y tú me pagas así, no comprendo qué he hecho mal en esta vida para merecer este castigo divino». 

Rachel se rio. ¡Qué gran actriz se perdió Broadway cuando mi madre decidió casarse con mi padre! Habría hecho carrera y llegado al estrellato. Pero Natalia Westwood era una Arlington de nacimiento, miembro de una ilustre familia dedicada a la política desde la época de la guerra civil, y una hija obediente incapaz de cometer la locura de querer ser actriz. Entre los difuntos Arlington había un puñado de senadores, congresistas y algún que otro Secretario de Estado y, aunque en la época en que mis padres se casaron la familia había perdido un poco de lustre (consecuencia de unos herederos masculinos disolutos que tenían más afición por las fiestas, la bebida y las drogas que por la política, benditos años ochenta), seguían siendo unos estirados que mantenían una rígida vigilancia sobre sus hijas. 

Estoy convencida de que mi madre habría sido mucho más feliz si hubiera seguido su vocación de actriz en lugar de plegarse a los deseos de su padre, mi augusto abuelo Arlington, un hombre con el que no me llevé bien ni siquiera de pequeña, y al que no le dirijo la palabra desde hace años. Que le den al viejo carca. 

—Bueno, lo que le hiciste al pobre Angus fue un poco… bestia. 

—Angus Fairbanks es un pedante y un estúpido que se empeñó en sacarme a bailar a pesar de que le repetí mil veces, por activa y por pasiva, que no quería hacerlo. Que le clavase el tacón en el pie es lo mínimo que se merecía. 

—Le tuvieron que poner puntos. —Por fin encontré las dichosas aspirinas y me tomé dos de golpe, que hice bajar con el café—. Creo que te pasaste un poquito. Podrías haber buscado otra manera menos… sangrienta. 

—Sí, podría haberlo estrangulado con mis propias manos, delante de todo el mundo —refunfuñé. Recordar el desastre de la fiesta de Navidad me puso de más mal humor. Yo no quería ir, solo accedí porque mi padre me lo pidió, aun sabiendo lo que me esperaba. Mi madre aprovechaba todas las oportunidades que tenía para plantarme delante a «hombres adecuados» con los que casarme, sin importarle mi opinión ni mis deseos. Todos de buena cuna, guapos y ricos, sí, pero pedantes con avaricia, egoístas a rabiar y con un grado de gilipollas imposible de soportar. Un tío que no es capaz de aceptar un no por respuesta, no merece ser tratado con delicadeza—. Debería haberme dejado en paz al primer «no», y se habría ahorrado el dolor y la vergüenza de ser pisoteado por mis Louis Vuitton. Me voy a la cama, no te soporto cuando te pones en plan Pepito Grillo. 

—No digas tonterías, te encanta que me ponga en ese plan, te da la opción a desahogarte. 

—A ti te ahogaré un día, ya verás. Con la almohada, mientras duermes. 

—Anda, vete a dormir, gruñona. 

—Te odio. 

—Me quieres, que no es lo mismo. 



Capítulo dos




Febrero empezó con un fío de narices. Siempre hace mucho en esta época del año, pero aquel día lo sentía más que de costumbre. Lo tenía calado hasta los huesos y me congelaba el alma, y no tenía nada que ver con la nevada del fin de semana. Me pasé enero huyendo de mi portátil, sin ser capaz de abrirlo para empezar una nueva novela. Incluso cuando se me ocurría alguna idea, en lugar de correr a apuntarla en el bloc de notas de mi móvil, dejaba que pasara sin pena ni gloria hasta que algo me distraía y se esfumaba de mi cabeza. ¡Era tan frustrante! Intentaba consolarme pensando en la cantidad de veces que a J.K Rowling le rechazaron el primer manuscrito de Harry Potter, o en los relatos que sí había conseguido vender a alguna revista del género, pero no era suficiente. Rachel me decía que tenía que buscarme un agente, alguien que supiera vender mis historias a las editoriales, pero a mí me daba miedo que quisiesen usar mi apellido para lograrlo. Si alguna editorial quería publicarme, tenía que ser porque mi historia lo valía, no porque estuviese firmada por un miembro de la familia Westwood. En las redes sociales, mis poco más de cuatrocientos seguidores no sabían que Alyssa Johnson en realidad era una Westwood y, afortunadamente, la prensa amarilla no tenía interés en mí porque no hacía cosas escandalosas ni vivía el glamour.

Resumiendo: me sentía acabada como escritora, sin haber tenido la oportunidad de empezar, y lastrada por un apellido que me dificultaba en lugar de facilitarme la vida que quería conseguir.

Después de los días de frío y nieve, aquel miércoles el sol decidió asomar la cabeza y Rachel y yo, al salir del trabajo, pensamos que era una buena idea aprovecharlo para caminar en lugar de ir en bus, a pesar de los cuarenta y cinco minutos que tardaríamos en llegar a casa. Iríamos por la Quinta Avenida hasta la calle 85 Este, y allí giraríamos para pasar por el supermercado porque teníamos la nevera vacía.

—Hoy me ha pasado una cosa rarísima —le dije. Caminábamos cogidas del brazo por la acera pegada a Central Park—. Resulta que un tío con unas pintas rarísimas se ha dejado un maletín debajo de la mesa de las ofertas.

—¿Pintas rarísimas? ¿En qué plan? —Se puso bien la bufanda y se caló el gorro de lana hasta las cejas.

—¿Qué quieres decir?

—Pues raro en qué plan. ¿Iba tatuado hasta las cejas? ¿Llevaba el pelo de colores?

—¡No! No me refiero a nada de eso. Era raro, pero no en su aspecto. Parecía un hombrecillo inofensivo e insignificante, no sé como explicarlo, porque no era su aspecto lo raro, sino su actitud. Me llamó la atención porque sudaba mucho, y no paraba de mirar de un lado a otro con cara de susto. Y llevaba un maletín abrazado, como si tuviera miedo de que se lo quitasen.

—Igual llevaba un montón de pasta metida dentro —bromeó Rachel poniendo voz de misterio—, e iba a hacer el pago de un rescate. ¿Te imaginas?

—Pues espero que no fuera eso —contesté, sobresaltándome por la idea—, porque cuando vi que se olvidaba el maletín, lo cogí y lo perseguí hasta la calle para devolvérselo. ¡Mierda! ¿Y si era eso? ¿Y si el hombre iba a pagar el rescate en un secuestro y yo lo he jodido todo?

—Atenea, no digas más tonterías. —Me dio unas palmaditas en mi mano—. Tu mente calenturienta ya está inventando historias.

—¡Has sido tú la que me ha metido esa idea en la cabeza! —protesté, enojada—. Además, eso explicaría por qué el pobre hombre se ha puesto histérico cuando se la he devuelto. ¿Y si matan a alguien por mi culpa?

—Ya basta, por favor. —Rachel detuvo el paso y se puso frente a mí para poner las manos en mis mejillas. Sus manoplas eran muy suaves y calentitas y me relajaron al instante—. Esta ciudad está llena de bichos raros con la cabeza muy poco centrada.

—Quieres decir que está llena de locos.

—Exacto. Seguramente el tío ese tiene manía persecutoria, o delirios, o vete a saber qué. No hagas una montaña de un grano de arena.

—Seguramente tienes razón —asumí, intentando controlar mi imaginación desbordante—. Aunque cuando le devolví el maletín empezó a tartamudear y lo miró como si tuviese la peste. No sé, ha sido todo muy raro.

—No le des más vueltas, ¿quieres? Te has encontrado con el rarito del mes. Tendré que esforzarme si quiero superarte.

Cruzamos la Quinta Avenida y nos adentramos en la 85 Este. En el súper nos encontramos con la señora Adair, una agradable anciana vecina nuestra. Vive sola, en el 4A, y tiene dos pomenaria que son un amor. Sonrió al vernos, y se acercó con su espalda bien recta y la barbilla alzada. Con setenta años, vestía y se movía con una clase y una elegancia que ya les gustaría a la mayoría de las que salen en las revistas de moda, siempre perfectamente peinada y con un maquillaje apenas perceptible, que le disimulaba las arrugas y realzaba sus todavía preciosos ojos verde esmeralda.

Adoré a la señora Adair desde el primer día en que la conocí, el mismo de mi llegada al edificio Beldford huyendo del control de mi madre, con la connivencia de mi abuela Margaret. Me recuerda mucho a ella, la señora Adair. En sus tiempos, también debió ser una rompecorazones y una mujer de carácter, de las que no se dejaban doblegar por los convencionalismos. Habían sido amigas además de vecinas durante muchos años, pero en la época en la que yo solía visitar a mi abuela nunca llegué a conocerla. Su marido todavía vivía aunque ya se había retirado de los negocios, sus hijos ya tenían sus propias vidas y habían abandonado el nido, y ellos siempre estaban viajando, intentando disfrutar de los años que les quedaran.

—¿Sabéis la noticia? —nos dijo con un brillo pícaro en los ojos—. Después de tanto tiempo, por fin vamos a tener vecinos en el 4D.

El 4D es el apartamento que está justamente al lado del nuestro, y que llevaba años vacío.

—¿Los ha visto? —pregunté, llena de curiosidad.

—No, solo he visto a los de la mudanza meter cajas en el apartamento.

—¿Te imaginas que sea un vecino sexy a rabiar? —se emocionó Rachel, sacudiéndome el brazo.

—Con la suerte que tenemos, seguro que nos toca un cascarrabias —contesté para quitarle la ilusión. A Rachel le gustan mucho las pelis románticas, además de las de terror. Es una mezcla extraña que todavía no he acabado de comprender del todo.

—Bueno, hombre es, eso seguro —intervino con seguridad la señora Adair—, y con altas probabilidades de que esté soltero.

—¿Cómo puede saber eso? —preguntó Rachel.

—Porque los de la mudanza estaban entrando un sillón tan apolillado que ninguna mujer con dos dedos de frente, aceptaría en su casa.

—Pues habrá que ir a presentarse. —Rachel me miró directamente a los ojos, dirigiéndome esa mirada decidida que me advertía de que no la contradijera—. Hemos de comportarnos como buenas vecinas.

—Si os dais prisa, todavía os encontraréis con los chicos de la mudanza. —La señora Adair nos guiñó un ojo, muy coqueta—. Seguro que si os esforzáis un poco, podréis sacarles información.

—Ay, sí, vamos. Ya volveremos al súper después, más tarde.

Rachel me tiró del brazo, pero me resistí. No me apetecía nada el plan.

—Ve tú, si quieres, y ya me encargo yo de la compra.

—Te estás convirtiendo en una amargada, ¿sabes? Parece que aún no has superado la resaca de fin de año.

—No seas tan dura con ella, Rachel —intervino la señora Adair, siempre amable. Me miró y me dirigió una de sus sonrisas extrañas que siempre me ponían nerviosa, como si ella supiera algo de mí que ni yo misma sabía—. La pobrecita está pasando una mala época, y una buena amiga ha de ser más comprensiva y tener más empatía.

—Eso, a ver si te esfuerzas en lugar de darme la lata continuamente.

Rachel me sacó la lengua. Después, me abrazó como si fuese un peluche y me besuqueó la mejilla.

—Está bien, gruñona, tú quédate comprando que yo voy a echar un vistazo a ver si averiguo algo. Pero, sea como sea, después haré un bizcocho y se lo llevaremos al nuevo vecino para darle la bienvenida.

—Está bien, —acepté a regañadientes—, pero que conste que solo lo haré por ti, para que puedas satisfacer tu curiosidad.

—Y, después, —terció la señora Adair—, vendréis a contármelo todo. Últimamente la cosa está muy floja y, desde que Anaïs Lang abandonó a su marido por el golfista, el Belford anda muy vacío de cotilleos.

—Le contaremos todo lo que averigüemos, se lo prometo.

Rachel se fue decidida a llevar a término su misión de averiguar quién se acababa de mudar al lado de nuestro apartamento. La señora Adair y yo nos quedamos solas en la tienda.

—¿Necesitará que esta noche saque a pasear a Fluffy y a Mimí? —Son sus dos pomerania, unos perritos a los que adoro.

—Ay, sí, te lo agradecería mucho. Con este frío que hace, lo paso muy mal con mi artrosis.

—Iré a buscarlos a las seis, como siempre, entonces.

—No puedes imaginarte lo agradecida que estoy con vosotras. Sois unas chicas maravillosas. —Me cogió del brazo y me llevó casi a rastras hasta el pasillo de las neveras—. ¿Podrías coger una botella de leche y una tarrina de mantequilla, por favor?

—Por supuesto.

Abrí la nevera y puse en su cesto lo que me había pedido.

—Ahora, dime por qué estás tan enfurruñada, niña. No puede ser que todavía te dure el disgusto por el rechazo del último manuscrito.

Suspiré. A la señora Adair nunca se le escapaba nada.

—Es mi madre, como siempre. No para de presionarme para que me disculpe con Angus Fairbanks.

—Tu madre es un poco idiota —murmuró.

—¡Caitlyn! —exclamé, riéndome—. ¿Desde cuándo usa ese vocabulario?

—Lo siento, hija —se disculpó, aunque supe que no lo sentía en absoluto por la sonrisa traviesa que me enseñó—. Las cosas que me cuentas de tu madre, sacan lo peor de mí. Ese Angus fue muy desagradable y nada caballeroso, se merecía el pisotón y mucho más. Así que, ni se te ocurra ceder a las exigencias de tu madre. Es él quien tiene que disculparse contigo por ser… —hizo una pausa, como si buscara la palabra correcta—, tan persistente y molesto.

—Ha estado a punto de decir «gilipollas» —reí, divertida.

—Ay, niña, no me lo tengas en cuenta. Esto me pasa por ser adicta a las series policíacas. Usan un lenguaje del todo inapropiado pero, ¡son tan emocionantes!

—Conmigo puede usar el lenguaje que más le apetezca, Caitlyn. Le prometo que no se lo contaré a nadie. ¿Necesita que la ayude con la compra?

—Eres una buena chica, Atenea Westwood. Lo mejor de tu familia. Jamás permitas que tu madre, ni nadie, te haga creer lo contrario. —Me dio unas palmaditas cariñosas en el brazo—. Y muchas gracias por ofrecerte, querida, pero no es necesario. Tom me lo hará llegar a casa con el repartidor.

Le di un beso en la mejilla y la abracé.

—Muchas gracias, necesitaba oírselo decir.

—Lo sé, cariño, lo sé. Anda, vete a hacer tus compras, que cuando vuelvas a casa seguro que Rachel ya tendrá un montón de cotilleos sobre el nuevo vecino.




Volví a casa cargada con dos bolsas de papel llenas de comida. Saludé al portero, que se ofreció a ayudarme, pero le dije que no hacía falta, y me encaminé hacia el ascensor.

Adoro vivir en el edificio Belford. Estando aquí me siento muy cerca de mi abuela, como si aún pudiese verla recorriendo los pasillos o sentada al sol en uno de los bancos del jardín, admirando la fuente con el grupo de querubines tocando una lira y meando agua, mientras yo correteaba por los parterres de césped perseguida por un jardinero histérico que gritaba cada vez que yo arrancaba una de las flores que cuidaba con tanto mimo. Vivió aquí durante muchos años, desde que se quedó viuda hasta que su edad le hizo difícil vivir sola, momento en que decidió trasladarse a una residencia de lujo en la que recibiría todas las atenciones que necesitaba sin tener que soportar la presencia de mi madre. Eso es lo que le dijo a mi padre cuando este le propuso que viniera a vivir a la casa familiar. Mi abuela y mi madre nunca se llevaron bien, y comprendo perfectamente por qué: mi madre es insoportable.

El Belford debe su nombre a Reginald Belford, el primer dueño del edificio. Lo mandó construir a finales del siglo XIX con la intención de alquilar los apartamentos a los jóvenes herederos de las familias más pudientes de la ciudad, pero el negocio no le salió como esperaba y acabó vendiéndolo al mejor postor. Lo compró mi bisabuelo que regaló un apartamento a cada uno de sus hijos e hijas, siete en total, y vendió el resto. En la actualidad, el único que sigue en manos de la familia es el mío, que heredé de mi abuela paterna junto con una más que generosa cantidad de dinero que me permitiría vivir sin tener que trabajar, si yo fuese la típica heredera superficial, sin ambición y con la cabeza llena de pájaros que tanto se estila últimamente. El tipo de hija que a mi madre le gustaría tener y que yo no soy.

Las puertas del ascensor se estaban cerrando cuando oí una voz masculina que me gritó que aguantase la puerta para que no se cerrara. Puse el pie ante el sensor para detener el cierre y, cuando vi quién corría hacia mí, con una pequeña caja debajo el brazo, me dio un pasmo.

Era el desconocido del beso. El de la fiesta de Nochevieja. El mismo que Rachel había grabado con su móvil y que yo había usado para…

Sentí cómo la sangre huía de mi rostro para regresar precipitadamente. No pude verme porque tenía el espejo a mi espalda, pero estoy segura de que me puse blanca primero y roja como un tomate después. Empezaron a sudarme las manos y me aferré a las bolsas de la compra, queriendo esconderme detrás de ellas. ¿Sería el nuevo vecino? ¿El mismo que iba a ocupar el apartamento justo al lado del mío? Recé para que no fuese así. ¡Qué horror!

Entró en el ascensor y me dio las gracias. Su voz fue inconfundible. Profunda y masculina, reverberó por toda mi piel igual que la noche de fin de año.

Levanté las bolsas un poco más, con la esperanza de poder ocultarme detrás.

—De nada —susurré, con voz temblorosa. Quería salir corriendo de allí, pero las puertas se cerraron y me encontré atrapada en el ascensor con el hombre con el que había estado soñado durante más de un mes.

—Vaya, qué suerte, va al cuarto piso, como yo —dijo con tono alegre al ver encendida la luz del botón—. ¿Vive aquí?

—Ajá —contesté. 

Quería morirme. Era él, el nuevo vecino. Si había tenido alguna duda, en aquel momento se disipó. ¡Iba a tenerlo de vecino! ¿Podía haber en el mundo alguien con más mala suerte que yo?

El desconocido con el que me había morreado durante la fiesta de fin de año, al que le dije que quería follármelo con todo el descaro que me brindó la borrachera, el mismo que me rechazó y me dejó con las piernas temblando, ¡se había venido a vivir al apartamento de al lado!

—¿Nos conocemos? —me preguntó, mirándome con fijeza con esos ojos azul marino que no había podido sacarme de la cabeza—. Es que su cara me resulta muy familiar.

—¡No! —casi grité—. Mi rostro es muy normal, seguro que me confunde con otra.

Si llegaba a reconocerme, iba a morirme de vergüenza. Llevaba un mes masturbándome con el jodido video que grabó Rachel, y teniendo sueños muy cerdos con él. Nos había imaginado follando en mil lugares diferentes, en las situaciones más locas que puedas concebir. Y ahora era mi nuevo vecino. Casi me eché a llorar allí mismo.

—¿Estás segura? —insistió—. Porque yo estoy casi convencido de que nos hemos visto en algún lado. No suelo olvidar una cara.

—Te confundes, seguro —repliqué. 

El ascensor jamás se había movido con tanta lentitud, como si en lugar de cuatro insignificantes pisos, tuviese que subir hasta la cima del Everest. Cuando por fin se abrieron las puertas, salí casi corriendo, con las llaves en mis temblorosas manos, deseando refugiarme en el interior de mi apartamento.

Pero se me cayeron al suelo.

Él, que iba detrás de mí siguiéndome los talones, se agachó antes de que yo pudiera hacer siquiera el gesto, cogió las llaves del suelo y las encerró en una de sus muy grandes y masculinas manos. Unas manos que había imaginado que me recorrían el cuerpo acariciándome de mil maneras. Casi gemí, o sollocé, no lo sé muy bien.

—Soy Cameron Montgomery —se presentó, con una sonrisa divertida curvando sus labios. Mi turbación era muy evidente y le estaba divirtiendo. Me dieron ganas de darle un bofetón.

—¿Me das las llaves, por favor?

No lo hizo. Las puso ante mí, colgando del dedo índice, provocando. Pensé en quitárselas de un manotazo, pero tenía las manos ocupadas con las bolsas y lo último que necesitaba era que toda la compra se desparramara por el suelo. Seguro que se agacharía para ayudarme, lo que le daría tiempo para seguir hablando e insistiendo en que nos conocíamos.

—Parece que vamos a ser vecinos. Me he mudado al apartamento de al lado —me anunció, como si yo fuese idiota y no lo hubiera deducido—. Si me dices qué llave es, te abriré la puerta.

—La redonda —gruñí. Yo no le veía la gracia a la situación por ningún lado, pero él parecía a punto de echarse a reír a carcajadas.

Me abrió la puerta y dejó caer las llaves dentro de una de las bolsas que yo sostenía.

—Ya nos iremos viendo —se despidió.

No contesté. Entré en casa como un torbellino, cerré la puerta con el pie y me apoyé en ella, dejándome caer poco a poco sin soltar las bolsas, hasta que me quedé sentada en el suelo. Tenía taquicardias y me faltaba el aire. ¿Estaba a punto de tener un ataque de pánico?

Rachel asomó la cabeza, extrañada.

—Parece que has visto a un fantasma.

—Peor que eso. ¿Te acuerdas del sexy de la fiesta de fin de año? Es el nuevo vecino.




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Qualba. Corazón. Prefacio y capítulo uno


 Prefacio



Nada presagiaba que aquel día no fuese a ser como cualquier otro. Ashton se levantó al amanecer, se vistió con sus adoradas bermudas de colores y, descalzo, subió a la cubierta del Dreams, el pequeño yate que era toda su vida y su medio de subsistencia, para admirar la tranquilidad de las aguas del puerto de Marina del Rey. A aquella hora, cuando el sol apenas asomaba, el puerto carecía de actividad y era un remanso de paz en medio de la locura que suponía la ciudad de Los Ángeles. 

 Las gaviotas, recién despertadas, graznaban y se zambullían bajo el agua en busca de su alimento. La brisa que llegaba del mar era fresca y virgen, todavía sin contaminar por el ruido. Los mástiles de los veleros se balanceaban lentamente al ritmo que les infundía el ligero movimiento del Pacífico.

Como un presagio, Ashton pensó en lo irónico de poner ese nombre a un océano en el que eran tan comunes los tifones, huracanes, terremotos y erupciones volcánicas, y se preguntó en qué estaría pensando Magallanes al bautizarlo así.

Aspiró profundamente hasta llenarse los pulmones. Las fosas nasales se le saturaron con el olor a sal y a mar, y cerró los ojos para disfrutar de ese pequeño placer. No había nada, en todo el mundo, que pudiese compararse con ese aroma. Olía a libertad y a paz; a pesadillas desvanecidas al despertar, y a esperanza.

Se frotó el rostro y entró en la cabina para prepararse el primer café del día en la pequeña cocina del interior. Canturreó al ritmo del goteo de la cafetera mientras se untaba un par de tostadas con mantequilla y se sentó para tomarse el desayuno con calma.

—Soy afortunado —murmuró, mirando el pedazo de cielo azul que podía verse a través de la escotilla.

Ciertamente, lo era. Cuando abandonó el ejército dos años atrás, golpeado por la culpa del superviviente después de que casi toda su unidad fuese masacrada en la última misión, no creyó que cumplir el sueño por el que había luchado fuese a ser suficiente para recuperar la paz consigo mismo. Lo hizo por inercia más que por esperanza. Durante todos aquellos años había ahorrado hasta el último centavo posible para poder comprarse un yate del que vivir y, a pesar de todo, no podía abandonar sin intentarlo.

Lo consiguió.

Se había ganado una buena reputación y muchos hoteles de la zona lo recomendaban cuando sus clientes preguntaban por tours marinos, tanto de buceo como de pesca.

Miró el reloj de su muñeca y chasqueó la lengua. Dentro de un par de horas llegarían los clientes de aquel día, un grupo de turistas con los que se haría a la mar. Los llevaría a bucear al bosque de algas gigantes que se encontraba a un par de horas de navegación y, con un poco de suerte, se cruzarían con algún grupo de ballenas o delfines, algo que siempre les emocionaba.

Preveía que iba a ser un día tranquilo. Los clientes eran una familia que incluía a dos críos, por lo que no creyó que se empeñasen en emborracharse y hacer el idiota. Si algo odiaba, era que sus clientes bebieran alcohol porque aumentaba exponencialmente el riesgo de que alguno sufriera un accidente. Por eso, ni lo tenía ni lo permitía a bordo del Dreams. Era una de las reglas inamovibles que les comunicaba cuando solicitaban sus servicios; pero siempre había alguno que se creía muy listo y embarcaba con alguna botella escondida.

Se levantó de la mesa, recogió y lavó los platos, y salió a cubierta a revisar los equipos de buceo. Lo había hecho la noche anterior, pero no estaba de más darles un repaso. Cualquier pequeño fallo en los equipos suponía un riesgo que no estaba dispuesto a asumir, y era concienzudo hasta rayar la obsesión.

Estaba terminando cuando, de repente, todo empezó a temblar.

Lo hizo sin previo aviso. El día era claro y soleado, las aguas del puerto estaban en calma y, de repente, tuvo la sensación de que el mundo a su alrededor se sacudía como si lo hubiesen metido en una batidora gigantesca.

—¿Qué cojo…?

El yate se bamboleó como sacudido por una tormenta. Soltó los equipos y se agarró a la borda para mirar hacia el puerto. El muelle de atraque al que estaba aferrado su embarcación se partió en dos con un crujido ensordecedor. El grupo de edificios más cercanos, en los que había un bar y un par de tiendas de ropa náutica, se derrumbaron como un castillo de naipes, levantando una polvareda que se extendió ocultando todo a la vista. Oyó los gritos angustiados que le encogieron el corazón.

El Dreams golpeó contra los restos del muelle. Las embarcaciones a su alrededor se sacudían como presas de un ataque de epilepsia. Los dos cabos, todavía amarrados a los atraques, se tensaron cuando el muelle empezó a hundirse. La embarcación de al lado empezó a escorar y Ashton reaccionó con rapidez. No podía permitir que el Dreams siguiera la misma suerte y acabara hundiéndose. Sacó el cuchillo militar que siempre llevaba en el cinto y cortó ambos cabos con rapidez, arriesgándose a caer al agua por las fuertes sacudidas.

En cuanto terminó con los cabos, se precipitó por la escalerilla hacia el castillo, agarrándose con fuerza para no salir despedido. Las olas producidas por el temblor eran cada vez más grandes y barrían la cubierta con fuerza. Ashton soltó una maldición cuando vio los equipos de buceo que acababa de revisar, hundirse en el mar.

Trastabilló hasta el timón y puso en marcha el motor del yate con la única idea de llegar a mar abierto. Tenía que alejarse del puerto esquivando las embarcaciones que iban a la deriva, chocando unas contra otras. No podía arriesgarse a perder su medio de subsistencia. Su única posesión era el Dreams y, si terminaba en el fondo, estaría totalmente arruinado, todos sus sueños hechos pedazos.

Consiguió alcanzar el canal principal. A sus espaldas, uno de los puntos de recarga de combustible estalló, provocando un surtidor de fuego que se propagó con rapidez devorando todo lo que se encontraba a su paso. Le llegaron los gritos de terror desde ambos lados del canal, golpeando sus oídos y su conciencia. ¿Quizá debería volver y ayudar, en lugar de preocuparse por su barco? se preguntó. 

El temblor no había terminado. Ashton no sabía demasiado sobre terremotos, no más que cualquier otra persona que viviese en aquella zona tan dada a los sismos; y una de las cosas que todo el mundo sabía era que no solían durar más de un minuto. ¿Cuánto tiempo había pasado? Le parecía una eternidad, y la tierra y el mar seguían sacudiéndose. Miró el reloj de su muñeca. Casi cinco minutos. Su cerebro a duras penas pudo procesarlo. Estaba viviendo el terremoto más largo de la historia de la humanidad.

Igual que empezó, el seísmo terminó de repente. Ashton respiró. La tierra dejó de sacudirse y las aguas parecieron volver a la tranquilidad en los segundos siguientes. Probablemente habría réplicas a lo largo de los siguientes días, pero ninguna sería de igual magnitud. ¿Hasta cuánto habría llegado en la escala Richter?

Ashton soltó una risa nerviosa. Lo peor había pasado y él y su barco habían sobrevivido. Se permitió el lujo de relajarse durante unos segundos. Después, buscaría un atraque que no hubiese sido destruido para amarrarlo y poder desembarcar. La destrucción había sido brutal y mucha gente necesitaría ayuda.

De repente, el yate fue sacudido por un insólito estremecimiento. Ashton se asomó por la borda desde el castillo, sin soltar el timón, y parpadeó sorprendido por lo que sus ojos veían: el agua del mar se estaba retirando del puerto hacia mar abierto y estaba arrastrando la embarcación consigo.

—Oh, Dios —musitó sin apenas voz porque el aire había huido de sus pulmones como si lo hubiesen golpeado.

Su cerebro gritó alarmado. Que el agua se retirase de esa manera solo podía significar una cosa: se acercaba un tsunami. Miró hacia mar abierto. Más allá del rompeolas todo parecía en calma. El cielo seguía azul y despejado; el sol parecía brillar con más fuerza todavía; pero las aguas…

Aceleró. Si lograba franquear el rompeolas y salir a mar abierto, quizá tuviese una oportunidad de salvar el Dreams. Era una quimera, una idea nefasta que probablemente le costaría la vida, pero tenía que intentarlo. El agua se estaba retirando muy deprisa y si no se apresuraba, no tardaría mucho en dejarlo varado sobre el lecho.

Superar los tres nudos en aquella zona era demasiado peligroso. La salida del puerto tenía forma de T, siendo la parte superior de la letra el rompeolas, y tendría que virar a derecha o izquierda para poder sortearlo. A diez nudos, era peligroso. A quince, un suicidio. Pero, ¿qué más daba? Si el yate encallaba ya podía considerarse muerto.

Su habilidad y la práctica le salvó la vida. Hizo un viraje perfecto a una velocidad imposible, evitando estrellarse contra el espigón, una masa de rocas grisáceas que se le antojaron como un monstruo marino. En un instante, la mole quedó a popa, alejándose poco a poco. La fortuna lo acompañó, y el calado todavía era suficiente para mantenerse a flote.

Aceleró hasta veinticinco nudos y, durante un instante, tuvo esperanzas.

Entonces, la vio. Una informe masa de agua gigantesca que se aproximaba a la costa, imparable, haciéndose más y más grande conforme se acercaba.

El tiempo de llegada de un tsunami a la costa solía ser de una media hora, pero aquel terremoto había sido extraordinario por su magnitud y su duración, así que, ¿por qué tuvo la esperanza de que el tsunami iba a comportarse de una manera lógica y normal?

Debía intentar ponerse a salvo, pero nadie lo estaría en kilómetros a la redonda.

Pensó fugazmente en la gente de tierra firme, aún sacudidos por el shock del terremoto. ¿Cuántos de los supervivientes morirían en las horas siguientes? Centenares. Miles.

Se los quitó de la cabeza. No podía hacer nada por ellos. Ni siquiera podía mantenerse a salvo a sí mismo, pero iba a intentarlo.

Apagó el motor y soltó el timón, resignándose a perder el Dreams durante los próximos minutos. Antes que el barco, estaba su propia vida. Descendió del puente y se refugió bajo cubierta, cerrando apresuradamente la puerta y las dos escotillas abiertas. No iban a ser suficientes para detener la fuerza de la gigantesca ola que lo sacudiría todo, pero tendría más posibilidades de sobrevivir allí dentro. Esperaba que el yate amortiguase algo el impacto que se avecinaba.

Abrió el armario y sacó el último equipo de buceo que le quedaba, el que tenía de reserva por si alguno de los otros fallaba. No lo había revisado, pero tendría que confiar en que su meticulosidad hiciese bien el trabajo la última vez que lo usó. Se colocó la botella a la espalda, asegurándola con las correas. Abrió el cajón de las herramientas y sacó un rollo de cinta americana. Se colocó el regulador en la boca y se lo aseguró alrededor de la cabeza con la cinta adhesiva. Así se cercioró de no perderlo si tuviese la mala suerte de acabar inconsciente. Sería una tremenda ironía que, después de haber sobrevivido contra todo pronóstico a tantas misiones con los Boinas Verdes, acabase muriendo ahogado.

Hacía años que no rezaba. De hecho, no recordaba haberlo hecho nunca.

Pero, aquella mañana, mientras oía el rugir del tsunami acercándose, rezó.



La destrucción era total. Asomado por la puerta abierta del helicóptero, Xemx Freesword observaba desesperado el paisaje post apocalíptico que se presentaba ante sus ojos. El tsunami lo había arrasado todo. Quebró los grandes rascacielos como si fuesen ramitas secas, inundó hasta el más pequeño recodo, arrasó cualquier signo de vida y civilización. Los cadáveres flotaban enredados en cascotes, restos de muebles o ramas partidas, ofreciendo un espectáculo dantesco de destrucción.

Estuvo tentado de usar su poder sobre el agua para obligar al mar a retirarse de la tierra que había invadido. Sería fácil para él. Pero, ¿serviría para salvar vidas? Seguramente, no. La destrucción era de tal magnitud que la mayoría de víctimas habrían muerto arrastradas y golpeadas por la furia del agua antes de que él llegara allí. Lo único que conseguiría sería exponerse y que su secreto, el secreto de la familia Freesword, fuese de dominio público.

—No creo que encontremos a nadie con vida en esta zona, señor.

La voz del piloto le llegó a través de los auriculares. El estruendo del motor se escuchaba a pesar de llevar los oídos protegidos.

—Hagamos otra pasada, por si acaso —replicó, reacio a aceptar que no hubiese ningún superviviente.

Toda la costa había sido salvajemente sacudida. Por las escasas noticias que llegaban, la mayoría del todo confusas, la península de California, en México, se había hundido bajo el mar. Pero allí, en la parte estadounidense, las cosas no eran mucho mejores. Xemx dudó que alguna vez que pudiese llegar a recuperarse. Aunque debía reconocer que, si no hubiese sido por las múltiples cordilleras que rodeaban el valle de Los Ángeles, y que detuvieron la embestida del agua, habría sido mucho peor. ¿Cuántos quilómetros más hubiese devorado el Pacífico de no ser por las barreras naturales? 

—Usted manda.

La respuesta del piloto lo sacó de su ensimismamiento. Se frotó la cabeza con la mano y volvió a centrar su atención hacia lo que había bajo el helicóptero. Una pasada más y abandonarían aquella zona.

—¡Allí! —gritó de pronto el ojeador que iba asomado por el otro lado—. ¡Parece alguien vivo!

Xemx abandonó su puesto y se precipitó por la otra puerta para dirigir sus ojos hacia donde el dedo del ojeador estaba apuntando. La parte superior de la estructura de un rascacielos asomaba medio torcida por encima del agua. Una figura vestida con unas bermudas de colores chillones parecía moverse, aferrado a una de las gigantescas vigas que quedaron al descubierto por efecto del impacto. El agua se había llevado todo lo demás, dejando solo aquella parte del esqueleto de un edificio que, seguramente, había albergado a cientos de personas en su interior, y que fueron sorprendidas por la fuerza del mar mientras estaban ocupadas en sus quehaceres cotidianos.

—¿Estás seguro? —preguntó Xemx, escéptico. A sus ojos, la figura parecía inmóvil.

—Sí, lo he visto moverse, señor.

—Bien —asintió Xemx. Encontrar a alguien vivo en aquella zona devastada en la que solo había cadáveres, le quitaría de encima la sensación de inutilidad que lo embargaba—. Bajemos a comprobarlo.

El piloto inició la maniobra de acercamiento. Debía ir con cuidado porque el efecto del viento que provocaban las palas al girar, podía empujar al posible superviviente hacia el vacío.

—¿Cómo habrá conservado puestas las bermudas? —se preguntó en voz alta el ojeador mientras Xemx enganchaba el mosquetón al arnés que llevaba puesto, preparándose para bajar.

Era una pregunta absurda y ridícula que no venía a cuento, pero en situaciones de mucho estrés y peligro, la mente daba giros inesperados para no dejarse llevar por el miedo y la desesperación.

Xemx dejó ir una risa forzada, aunque el ojeador tenía razón en su observación. La fuerza del agua debería haber arrancado aquellas bermudas de las piernas del sujeto y, sin embargo, parecían estar perfectamente puestas, como si el hombre simplemente se hubiese tumbado al sol para relajarse en lugar de acabar de vivir una experiencia que, seguramente, cambiaría su vida para siempre.

—Se lo preguntaremos cuando esté a bordo —murmuró antes de salir por la puerta y empezar a descender.



Ashton parpadeó antes de abrir los ojos. La luz del techo incidía sobre ellos, molestándolo. Alzó una mano para poder frotárselos y el dolor lo golpeó inesperadamente. ¿Qué demonios había pasado? ¿Dónde estaba? Los ruidos a su alrededor se hicieron presentes con lentitud. Al principio, lo único que resonaba en sus oídos era su propia respiración, rápida y agitada, rasposa como un fuelle. Al cabo de unos segundos, un ruido extraño, como el aullar de un animal herido, tomó protagonismo. Una cacofonía de voces incomprensibles fueron abriéndose camino. Ruidos metálicos. Susurros. Llantos.

Se le aclaró la vista y, con ella, llegó un alud de imágenes que se entremezclaron. Un techo de lona que ondulaba sobre su cabeza. Una ola gigantesca que le heló la sangre. Batas blancas manchadas de sangre que se movían entre las camas como fantasmas. Una mano crispada elevándose desde la cama de al lado, suplicando silenciosamente por algo. Rostros borrosos que mostraban una angustia que encogía los corazones. La monstruosa ola golpeando el barco y él sintiéndose como una pelota, rebotando contra las paredes de la cabina mientras el yate era zarandeado. Un latigazo de dolor en el hombro y, después, la oscuridad.

Ashton se llevó la mano a la cabeza y la palpó hasta encontrar los puntos de sutura que le habían puesto. Allí se había golpeado antes de perder el conocimiento. Durante la décima de segundo que precedió a su inconsciencia, estuvo seguro de que iba a morir. La idea cayó sobre él como una inevitabilidad del destino, como si las parcas le hubieran susurrado al oído  uno de esos secretos que todo el mundo conoce y nadie quiere saber.

¿Cómo había llegado hasta el improvisado hospital de campaña? ¿Quién lo había rescatado?

Movió los brazos y las piernas y respiró aliviado. Excepto por el leve dolor en el hombro y en la cabeza, parecía estar bien. No había vías en sus brazos, ni tenía huesos rotos. Un auténtico milagro.

Apartó la sábana y se incorporó con dificultad hasta plantar los pies en el suelo. Llevaba puesto un ridículo camisón de hospital atado en la espalda que le dejaba las piernas descubiertas. Sentado en el borde de la cama, apoyó las manos en el colchón cuando un ligero mareo hizo girar todo a su alrededor. Soltó un leve gruñido de frustración con los labios fruncidos.

—Señor, señor, no puede levantarse todavía.

Una mujer se acercó a él precipitadamente y le puso las manos en los hombros para imperdírselo. Sobre el bolsillo de su bata blanca, una tarjeta con su nombre. Ashton no pudo leerla. Veía borroso aunque tuvo la sensación de que se le iba aclarando poco a poco.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó mientras se frotaba los ojos.

—Lo trajeron en helicóptero, señor —contestó la mujer, apartándose unos pasos al ver que ya no hacía intentos para ponerse en pie—. Lo encontraron inconsciente y aferrado al esqueleto de un rascacielos. Uno de los muchos que han resultado destruidos —añadió en un susurro, con la voz tomada por la tristeza—. Vuelva a acostarse, por favor. Tiene una conmoción y está previsto que lo evacúen pronto al hospital más cercano para que se quede en observación.

—No pienso acostarme —rezongó—. Me encuentro bien y seguro que hay alguien necesita mucho más que yo esa cama de hospital.

—Eso no es usted quien lo decide, señor.

—Le aseguro que sí soy yo quien lo decide. Tengo la intención de quedarme para ayudar en los trabajos de rescate, así que necesito el alta.

—Está bien. —La enfermera se encogió de hombros. Estaba acostumbrada a lidiar con personas como él, cabezotas e insensatos y, en otras circunstancias, perdería el tiempo intentando convencerlo de por qué era una mala idea que hiciese algo así. Pero los heridos llegaban por decenas y no tenía tiempo para perderlo—. Está cometiendo un error, pero allá usted. Espérese aquí y le enviaré un voluntario que le tomará los datos y le traerá algo de ropa.

—Gracias.

La mujer asintió con la cabeza y se marchó, dejándolo solo con sus pensamientos.


Media hora después, salió de la carpa vestido con unos pantalones vaqueros que le quedaban un poco grandes, una camiseta verde que había vivido tiempos mejores y unas botas de trekking desgastadas. Era ropa donada y traída en helicóptero desde las poblaciones más cercanas, más allá de las montañas que rodeaban el valle, y que no habían resultado dañadas por el tsunami.

Si el interior del hospital de campaña era caótico y ruidoso, el exterior era aún peor. Los helicópteros aterrizaban y despegaban continuamente con su ruido ensordecedor, trayendo más heridos o evacuando a los ya atendidos a algún lugar más seguro. Hombres y mujeres vestidos con un uniforme negro con una N en filigrana plateada en el lado izquierdo, iban de un lado a otro llevando a los recién llegados al hospital para una primera revisión, y ofreciendo agua y comida envasada a los que esperaban ser trasladados. Otros atendían sus preguntas, intentaban ofrecer consuelo y anotaban sus nombres en listas para el registro. 

La mayoría de refugiados todavía estaban en shock, con las miradas ausentes dirigidas a ninguna parte en concreto, vacías y mirando sin ver. Los había que lloraban en silencio, otros se abrazaban. Un hombre deambulaba de un lado a otro gritando un nombre, preguntando a todo aquel con el que se cruzaba si había visto a su mujer.

Parecía un caos, pero Ashton adivinó un orden en todo lo que ocurría a su alrededor. Aquellos hombres y mujeres de uniforme estaban bien organizados, aunque no había ni rastro del ejército. ¿Quiénes eran?

Caminó sin rumbo durante unos minutos, mirando a su alrededor. Apartada del hospital de campaña había otra tienda, mucho más pequeña, en la que entraban y salían hombres uniformados. Se acercó a ella y pudo reconocer lo que era el centro de mando desde el que se controlaba todo aquel supuesto caos.

Ashton paró a uno de esos hombres que salían precipitados de la tienda cogiéndolo del brazo para frenarle en su frenética caminata.

—¿Quién está al mando? —le preguntó. 

—Él —contestó, señalando a un hombre alto, de pelo rubio y con pintas de motero. Parecía totalmente fuera de lugar, pero los hombres uniformados lo miraban con respeto y obedecían ciegamente cada una de sus órdenes.

—Gracias.

Se acercó al motero decidido a ofrecer su ayuda, aunque no parecían necesitarla estaba seguro de que un par de manos expertas como las suyas no serían rechazadas.

—Me han dicho que usted es el que está al mando.

—Así es. —Xemx se giró para encontrarse cara a cara con el hombre que había rescatado de lo alto del esqueleto de un rascacielos, hacía menos de una hora—. Vaya, veo que está recuperado. —Ashton lo miró sin comprender—. Formo parte del equipo que lo rescató.

—Ah, vaya. Gracias. Supongo que le debo la vida.

—Se la debe más a la suerte y a las bombonas de aire que llevaba en la espalda. Por cierto, si lo que quiere es recuperarlas, no va a poder. Se quedaron allí.

—No, no vengo por eso. Quiero ofrecer mi ayuda. Soy el sargento primero Ashton Drew, de los boinas verdes y he pensado que  mi ayuda podría ser de utilidad.

—Xemx Freesword. —Le ofreció una mano que Ashton aceptó—. ¿Tiene experiencia en salvamento y rescate?

—Tengo experiencia en muchas cosas. —No fue un intento de alardear, sino la simple y llana verdad.

—Y le han dado el alta en el hospital, supongo.

—Así es —mintió. Si decía la verdad, lo mandaría de vuelta a la cama y no pensaba permitirlo.

—Bien. Mi equipo ha quedado huérfano por culpa de una luxación de hombro y necesitamos un sustituto para poder volver a volar. ¿Quiere ocupar su lugar?

—Será un placer. 

—De acuerdo. Bienvenido a bordo, sargento primero Ashton Drew. Por cierto, algún día tendremos que sentarnos a tomar una cerveza para que me cuentes cómo demonios acabaste en lo alto del esqueleto de un rascacielos, agarrado a un trozo de yate y con las bombonas de inmersión en la espalda.

—No hay mucho que contar, pero esa cerveza será bienvenida —contestó con una sonrisa. Xemx le palmeó la espalda con camaradería.

—Sígueme. Te proporcionaré equipo adecuado y volveremos al trabajo.

Ashton asintió y caminó detrás de Xemx, agradecido por tener algo que hacer en lugar de verse obligado a permanecer quieto, esperando ser evacuado, inmerso en funestos pensamientos. Lo había perdido todo. Todo. El tsunami se había llevado todas sus posesiones materiales, y también sus sueños. Lo único que le quedaba era una deuda que, posiblemente, el seguro de su yate no cubriría del todo. Pero seguía vivo.

«No voy a dejar que esto me hunda en la miseria, —pensó con decisión—. Lo más importante ahora es concentrarme en salvar todas las vidas posibles. Después, ya tendré tiempo para caer en la autocompasión».



Capítulo uno




El pequeño Alexander correteaba por el jardín bajo la atenta mirada de su padre. Sus chillidos de alegría mientras Rael lo perseguía para atraparlo y hacerle cosquillas, reconfortaron el torturado corazón de Qualba. A su hermano no iba a hacerle gracia el asunto que la había llevado hasta allí.

—Jamás me imaginé verte como un padrazo —le dijo, sonriendo de oreja a oreja—. Eres tan tierno.

—No te burles —refunfuñó Rael. Tenía a Alexander en brazos y el chiquillo intentaba meterle los dedos en la nariz sin dejar de reír a carcajadas.

—¡No me burlo! —se defendió ella—. Solo… me cuesta acostumbrarme a la nueva realidad. Nada más. Han cambiado muchas cosas mientras yo he estado… ausente.

Ausente. Esa era la palabra que usaban para referirse al tiempo en que estuvo en coma, como si el miedo les impidiese utilizar el término adecuado. Lo que no se nombra, no existe, ¿no? Era como si desearan borrar esa época de su propia memoria, o convertirla en otra cosa.

—La verdad es que sí… Alexander, ¿por qué no vas a jugar en la arena un ratito? Y deja mi nariz en paz, me vas a hacer más grandes los agujeros. —El pequeño de dos años se rió y, cuando su padre lo dejó en el suelo, corrió a zambullirse en la arena—. ¡Cuidado! —Rael se llevó el puño a la boca para ahogar un grito—. Un día de estos se abrirá la cabeza y su madre me matará.

El pequeño, ajeno al susto que le había dado a su padre, procedió a hacer la croqueta sobre la arena, rebozándose completamente.

—Tiene la cabeza dura, como su padre. Ni siquiera ha llorado.

—Sí —afirmó Rael con resignación—. El que acabará llorando soy yo, a base de sustos. —Miró a su hermana, con el rostro contraído por la preocupación—. ¿Qué ocurre, Qualba?

—¿Por qué ha de ocurrir algo? —Se sintió culpable por interrumpir aquel momento entre padre e hijo. Quizá no había sido una buena idea ir hasta allí para pedirle lo que tenía en mente. A Rael no iba a gustarle, le pondría muchas pegas, acabarían discutiendo y no quería hacerlo delante del pequeño Alexander.

—Lo veo en las arruguitas de tu frente. —Rael se acercó a su hermana para abrazarla. Qualba dejó ir un ligero suspiro de placidez mientras apoyaba el rostro contra el pecho masculino—. Dime, ¿qué ocurre?

—Tengo algo que pedirte, pero antes de decirme que no, quiero que escuches mis argumentos, ¿de acuerdo?

Esta vez le tocó el turno a Rael de suspirar. Hacía semanas que notaba a su hermana algo inquieta, y muy infeliz. Le había preguntado varias veces si le pasaba algo, pero ella siempre lo había negado con contundencia, intentando quitarle la preocupación de encima. Pero él sabía que sí había algo que la inquietaba.

—Está bien. Dime.

—Quiero unirme a la expedición Mar de plástico.

Lo soltó a bocajarro, sin darse tiempo a pensar en cómo decirlo porque, si se paraba un solo segundo, se acobardaría.

Rael se quedó unos segundos en silencio, perplejo. Desde luego, no era esta la petición que esperaba.

—¿Por qué? Quiero decir, ¿no eres feliz aquí, en casa, con nosotros?

—¡Soy feliz! Claro que sí —exclamó, apartándose de él. Se retorció las manos en un gesto nervioso—. Pero… es el momento de asumir que no recuperaré los años perdidos, que no volveré a recordar. No puedo dejar que esto me obsesione. Debo mirar hacia el futuro, mi futuro, y eso no puedo hacerlo aquí, donde todos me tratáis como si fuese de porcelana. Entiendo que lo hacéis para cuidarme y protegerme. Que os esforzáis para que me recupere. Pero no lo lograré si permanezco encerrada dentro de estas murallas. Me asfixio, Rael. Estar en Belt me está consumiendo. Necesito salir de esta ciudad, vivir, experimentar cosas nuevas, hacer algo por los demás… He de encontrar mi propio camino, mi propia historia, como vosotros habéis encontrado las vuestras.

—La expedición puede ser peligrosa, Qualba. Estuvimos a punto de perderte, y pensar en que vuelvas a estar en riesgo… 

—Acabaréis perdiéndome igual si no me dejáis respirar, Rael. Siento… que me estoy desvaneciendo, como si mi vida no tuviese sentido ni razón. Necesito volver a sentirme yo misma.

—Los puestos ya están cubiertos —rezongó Rael, muy reticente a darle lo que le pedía. Solo pensar en no tenerla cerca para poder vigilarla y evitar, si se daba el caso, que volviese a las andadas, lo ponía muy nervioso—. No puedo pedirle a la doctora Hewitt que despida a alguien para ponerte a ti en su lugar. No sería lícito. Además, no estás académicamente preparada para ocupar el lugar de uno de sus científicos.

—Pero puedo ir en el equipo médico. Tengo experiencia más que sobrada y un título en enfermería que me capacita para ello. Rael, por favor, no te lo pediría si no fuese importante para mí.

—Y, ¿no preferirías volver a estudiar? —Era un intento desesperado para hacerla cambiar de opinión—. Serías una doctora estupenda, yo podría volver a tocar las teclas pertinentes para que lo hicieses desde aquí. O…

—¡No me escuchas! Necesito salir de Belt…

Rael suspiró. Ya se había equivocado, y mucho, en el pasado. No la había protegido cuando debía. No podía volver a cometer los mismos errores. Debía guardar todos sus miedos en un cajón, escucharla y darle lo que necesitaba para que fuese feliz. Ya había habido demasiada miseria en su vida, aunque ella no lo recordase. Su relación con el olvidado Lesta, los abusos y la violencia que vivió en sus manos, la llevó a la locura. Y él no hizo nada por salvarla. Ni siquiera quiso ver lo que ocurría entre ellos porque Lesta era demasiado importante para Ninsatec.

—Está bien —suspiró, dándose por vencido—. Hablaré con el doctor Dunn y si él accede…

—Ya lo ha hecho. —Qualba mostró una sonrisa pícara—. He hablado con él en la clínica antes de venir aquí, y me ha dicho que no habrá problema si tú das el visto bueno.

—Está bien, entonces. Formarás parte de la expedición Mar de plástico —se rindió. No tenía otra opción—. Pero… con algunas condiciones.

—¿Cuáles?

—La primera y principal, que me prometas que no te podrás en peligro en ningún momento y bajo ninguna circunstancia.

—Hecho.

—La segunda, que no usarás tus poderes. Sé que, cuando conoces a alguien nuevo, es muy tentador meterte en su mente para saber qué siente, que eso te facilita conectar con la gente y que te da seguridad. Pero, si lo que quieres es experimentar cosas nuevas, deberías empezar por ahí.

—Está bien. No es algo que suela hacer desde que desperté. En realidad… aún me cuesta separar lo que sienten los demás de lo que siento yo misma. ¿Alguna condición más?

—Sí. Solo el doctor Dunn y la doctora Hewitt sabrán quién eres en realidad.

—Eso es una buena idea. Así me relacionaré con todos al mismo nivel. Si saben que pertenezco a la familia Freesword, que son los mecenas que financian todo el experimento y la expedición, no me tratarán como a una igual.

—De acuerdo, entonces. Llamaré a la doctora Hewitt para ponerla al tanto. Vete a hacer el equipaje.

—¡El equipaje! Debo hablar con el doctor Dunn. No tengo ni idea de qué prendas se deben llevar para pasar semanas a bordo de un barco científico.

Qualba se echó al cuello de Rael para abrazarlo y posar un beso en su mejilla. Él cerró los ojos y la apretujó con fuerza entre los brazos. Esperaba no estar equivocándose al tomar aquella decisión tan precipitada y sin consultar con sus hermanos.


—Tenemos un problema. —Rael miró a sus hermanos, sentados delante de él. Estaban en su despacho en la torre de cristal, a salvo de ser escuchados por accidente. El sol entraba a raudales por las gigantescas ventanas que tenía detrás—. Qualba se ha empeñado en unirse a la expedición Mar de plástico y no he podido decirle que no. —Miró hacia Uragan, que se revolvió incómodo en su asiento. De todos ellos, él era el que más unido estaba a su hermana, aunque últimamente parecían haberse distanciado—. Pero tampoco podemos permitir que vaya sola.

Todos asintieron. Nirien se pasó la mano por su pelo plateado. Cada vez que hacía ese gesto, seguía esperando encontrar su melena: no acababa de acostumbrarse al pelo corto, a pesar del tiempo que hacía que se había deshecho de ella. Xemx se removió inquieto en su asiento y Ashanti, sentada a su lado, le cogió la mano para tranquilizarlo. Como actual Jefa de seguridad de la ciudad, siempre estaba presente en este tipo reuniones. Uragan desvió la vista y la fijó en sus pies. De todos ellos, era el que peor llevaba lo ocurrido con su hermana.

La historia de Qualba era larga y estaba llena de dolor… y mentiras. Todos eran muy conscientes de que los hechos que le ocultaban era por su bien, pero no podían evitar sentirse culpables por ello. Parecía que, cuando se trataba de su hermana, siempre había algún motivo para sentirse culpables. Culpables por no haber sido conscientes de la relación de abuso y maltrato al que estaba sometida. Culpables por no haber visto las señales que tenían a la vista. Culpables por no haberla ayudado. Culpables por no haberse dado cuenta del estado de locura en el que se hundió. Culpables por las muertes que provocó mientras estuvo sumida en su locura. Culpables por haberla forzado a estar un año entero en un coma inducido hasta que Lesta fue capaz de cercenar sus poderes destructivos. Culpables, siempre culpables.

—Necesitaríamos a alguien capaz de protegerla si llegase el caso —intervino Nirien.

—Y que la vigile para que no vuelva a «descarriarse», y nos avise al primer indicio —añadió Rael—. No podemos ser ninguno de nosotros, sería demasiado evidente. Y dudo que Qualba lo aceptase. Ha sido muy clara al respecto. La ahogamos. Eso es lo que ha dicho. Andamos con tanto cuidado a su alrededor, que la ahogamos.

—Deberíamos enviar a alguien que ella no conozca, y sin que sepa que está ahí para protegerla y vigilarla —intervino Ashanti—. Alguien de fuera de Belt.

—Creo que tengo al candidato ideal. —Todos miraron hacia Xemx, esperando que continuara—. Es un ex boina verde y estoy convencido de que es de fiar. Hará un buen trabajo.

—¿Qué sabes de él? —preguntó Rael.

—Nos conocimos después del tsunami de California. —Uragan se estremeció pero no dijo nada. Él había vivido el horror en sus propias carnes, pues estaba allí junto a Jen, intentando rescatar a su padre y a Lesta de las manos de Qualba, cuando el agua lo destruyó todo. Casi no sobreviven al desastre—. Se llama Ashton Drew y mi equipo lo rescató. Creímos que estaba muerto pero, al cabo de una hora, estaba ante mí ofreciéndome su ayuda. Resultó ser excepcional. Cuando los trabajos de rescate terminaron, le ofrecí un empleo aquí, en Belt. Creí que sería una buena incorporación a nuestro equipo de seguridad, pero acabó rechazando la oferta, así que me moví un poco y le conseguí un empleo en seguridad en un casino.

—¿Qué motivos te dio? —Rael estaba sorprendido. Nunca, nadie, había rechazado incorporarse a Ninsatec como empleado. Solo por el sueldo, mucho mayor que la media, valía la pena.

—Que ya había tenido bastante confidencialidad en el ejército, y que valoraba demasiado su libertad. Las condiciones para trabajar aquí son muy estrictas para su gusto.

—Y, ¿qué te hace pensar que ahora sí aceptará?

—Bueno, el mar es su elemento, le encanta navegar. Y, si además, le ofrecemos como pago algo que desea mucho… Creo que puedo convencerlo.

—¿Qué es eso que tanto desea?

—Un nuevo yate para poder volver a su vida. El barco era su hogar y se ganaba la vida con él haciendo tours marinos para turistas. Lo perdió durante el tsunami.

Rael se echó hacia atrás en su sillón y se frotó el puente de la nariz con dos dedos. Era un riesgo meter a alguien ajeno en una misión así, pero no tenían más remedio. Ashanti tenía razón al decir que debía ser alguien externo que Qualba no pudiese reconocer como guardaespaldas.

—Lo tendré en cuenta, pero hay que investigarlo a fondo —accedió al fin.

—Ya lo hice, cuando Xemx me habló de su intención de ofrecerle un trabajo aquí. —Nirien sacó su teléfono móvil y lo manipuló hasta acceder al archivo—. Huérfano, criado en varias casas de acogida, sin antecedentes… Se alistó a los dieciocho años, con veinticuatro ya era sargento. Se unió a los boinas verdes e intervino en multitud de misiones con su unidad, hasta que en la última todos, menos él, resultaron muertos. Fue entonces cuando se retiró. Le han concedido varias condecoraciones, entre ellas, el Corazón Púrpura y la Medalla de Honor. Su expediente militar es impecable, sin manchas. Experto en supervivencia, armas, explosivos, salvamento, submarinismo… En cuanto a su vida personal, no tiene familia, ni mujer ni hijos; jamás se ha metido en líos, ni siquiera una triste pelea de borrachos, y las personas que le conocen dicen  que es leal y honesto, alguien en quien se puede confiar. Es votante demócrata, está a favor del control de armas, y contrario a la pena de muerte. Y sigue colaborando activamente en la reconstrucción de las zonas devastadas por el tsunami.

Todos se quedaron en silencio. Los Ángeles tardaría muchos años en volver a ser lo que era, si es que lo conseguía. El terremoto devastó la costa, hundiendo en el mar gran parte de lo que era tierra firme. La orografía cambió tanto hasta el punto de llegar a ser irreconocible. Baja California, y Baja California Sur, en México, desaparecieron por completo engullidas por el océano. Más de tres millones de vidas perdidas. Por si eso no hubiese sido suficiente, el tsunami que le siguió arrasó gran parte de la costa que quedaba en pie, llevándose todo a su paso. El valle de Los Ángeles se convirtió en una trampa mortal.

—Todavía estaba conmocionado después de que lo rescatáramos cuando se empeñó en unirse a un equipo para ayudar —murmuró Xemx, recordando aquel momento—. Te aseguro que fue de los mejores. Qualba estará a salvo con él.

—Está bien —aceptó Rael—. Habla con él. Tendrá que firmar un acuerdo de confidencialidad, por supuesto, y debemos pensar en una historia verosímil para ponerlo en antecedentes sin destapar nuestros secretos. Recordad que Mikkelstone sigue vivo y libre, y no podemos descuidarnos a pesar del tiempo que ha pasado. Es muy probable que esté esperando su oportunidad.

—¿Tú crees? —Nirien parecía algo escéptico—. Mikkelstone actuaba bajo las órdenes de Qualba, y ella financiaba su pequeño ejército. Ahora estará solo, sin recursos…

—No creo que esté sin recursos —lo interrumpió Ashanti—. No he averiguado mucho, a pesar de haber llamado a todas las puertas posibles en busca de información, pero todo apunta a que ya tenía su propio grupo de mercenarios antes de que Qualba contactara con él. Sé de buena tinta que trabajó para la CIA en el pasado, y que hizo… «pequeños trabajillos» para algún que otro gobierno extranjero. Y seguro que sabe mucho sobre vosotros. A saber qué le contó vuestra hermana los meses que pasó con él. Yo no bajaría la guardia en absoluto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Nirien, girándose hacia ella.

—Que no podemos descartar la posibilidad de que haya buscado ayuda en la misma CIA, o en Seguridad Nacional, o cualquier otra agencia secreta gubernamental —contestó Xemx—. No sabemos qué reputación tiene, y cuánto en serio podrían tomarlo si les cuenta lo que ha visto… pero hemos de asumir que es muy posible que algún sector del gobierno ya esté al tanto de la verdad sobre nosotros, y que puede que intenten algo. Aunque todo son especulaciones —terminó, encogiéndose de hombros.

—Lo sé. Lo sé. —Rael se frotó el rostro—. Con un panorama así, es arriesgado permitirle a Qualba salir de Belt. Pero tampoco podemos obligarla a quedarse, no si queremos evitar que se repita la historia. Qualba no es una niña, es adulta y, aunque no sabe toda la verdad, ni debe saberla nunca, no podemos estar tomando decisiones por ella. No está bien y puede llegar a ser contraproducente. Ashanti, establecerás un protocolo de actuación rápida para intervenir por si Mikkelstone aparece. 

—De acuerdo.

—Xemx, tú hablarás con tu amigo. Convéncelo para aceptar la oferta. Ofrécele la luna si es necesario.

—Muy bien. Con Ashton estará más que segura, ya lo verás. Y no es que ella sea inofensiva —les recordó—. Con poderes o sin ellos, Qualba es perfectamente capaz de protegerse a sí misma, no lo olvidéis. Es una soldado entrenada, exactamente igual a todos nosotros. Y lo sabéis.


Jen estaba en la sala de música, tumbada en la chaiselongue, escuchando una sonata para piano de Mozart. Había leído que la música clásica estimulaba ciertas áreas cerebrales además de producir endorfinas, lo que relajaba tanto a la futura mamá como al bebé que gestaba en su vientre. Se pasó la mano sobre la abultada barriga y suspiró.

—Los sacrificios que estoy haciendo por ti, pequeño —le murmuró a su futuro hijo.

En cuanto supo que estaba embarazada, guardó su paracaídas y Uragan se empeñó en contratar a alguien para que se ocupara de dirigir Wild Park. No quería que ella se preocupara de nada, algo que consideraría muy tierno si no fuese porque, sin algo que hacer, se aburría demasiado. 

Aunque eso pronto cambiaría. Cuando su hijo naciera, ambos estarían ocupados día y noche.

—Estás aquí. —Uragan entró y se sentó a su lado. Jen lo recibió con una sonrisa y se acurrucó entre sus brazos abiertos—. ¿Te apetece hacer algo? Podemos ir a comer por ahí y pasear un rato.

—Me apetece mexicano —murmuró con los ojos cerrados, aspirando con placer el aroma de su pareja. Tenerlo a su lado era mucho más relajante y placentero que escuchar a Mozart.

—No hay mexicano en Belt.

—Pues vámonos a Las Vegas. Necesito rodearme de ruido, y gente.

Uragan suspiró, resignado. No le hacía gracia dejar la seguridad de Belt, sobre todo estando Jen embarazada, pero había aprendido que no era recomendable ni siquiera insinuárselo, a no ser que quisiera tener una discusión en la que lo acusaría de ser extremadamente protector con ella, hasta el punto de ser un agobio.

—Está bien. —No pudo evitar removerse incómodo al gruñir la respuesta.

—¿No vas a intentar hacerme cambiar de opinión alegando lo peligroso que es salir de Belt, sabiendo que el innombrable Mikkelston está por ahí fuera, libre, posiblemente tramando algún plan maquiavélico para hacernos daño?

—¿Para que puedas recordarme lo exasperante que puedo llegar a ser? No, gracias.

—Uy, —Jen le dio un pellizco en un moflete, como si fuese un niño—, ¿mi cariñito está de morros?

Uragan no contestó. Se limitó a soltar un prolongado suspiro de resignación que hizo reír a Jen. Pero, al ver su ceño más fruncido de lo habitual, se dio cuenta de que había algo más.

—¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó, preocupada.

Uragan abrió la boca para decir «nada», pero recordó lo que ella le había dicho tantas veces, que guardarse las cosas para sí mismo no era bueno, ni para él ni para su relación.

—Se trata de Qualba. Va a marcharse de Belt una temporada larga, sola, y yo sigo sin poder perdonarle lo que nos hizo. Lo intento, de veras, pero… No confío en ella, y eso hace que me sienta mal.

—Debes intentar comprenderla, y ponerte en su lugar.

—No entiendo cómo tú has podido perdonarla después de que casi muriésemos por su culpa. Y que incluso hayas podido hacerte amiga suya.

No era un reproche, sino incredulidad por la tremenda generosidad que Jen demostraba con su perdón.

—Porque la persona que era Boss ya no existe. Esa Qualba era alguien torturado y en estado de shock por todo lo que Lesta le había hecho. No puedo ni imaginarme el infierno en el que vivió durante tantos años. ¿Cómo no volverse loca? No era responsable de sus actos, ¿cómo puedo culparla? —Ambos se quedaron en silencio durante unos minutos. Al fin, Jen siguió hablando—: Cariño, ¿no será que te sientes tan culpable por lo ocurrido, que eres tú el que no puede perdonarse a sí mismo? Y cada vez que la ves…

—Cada vez que la veo me pregunto si no vi las señales de lo que estaba ocurriendo, o si es que no quise verlas. Por supuesto que me siento responsable, y culpable, y me está destrozando porque ni siquiera puedo ir y pedirle perdón porque ella no recuerda nada.

—Debes resolverlo, Uragan. Por nuestro bien y por el de nuestro hijo. —Se llevó las manos a la barriga en un gesto protector que no pasó desapercibido. Uragan puso su mano encima de la de ella y cerró los ojos—. Debes perdonarla, y perdonarte, cariño. Quizá sería buena idea que fueses a hablar con ella y despedirte antes de que se marche.

—Y, ¿qué le digo? —Le dirigió una mirada de desesperación que rompió el corazón de Jen. No le gustaba verlo sufrir, y mucho menos por un pasado que no podía cambiarse—. No puedo contarle cómo me siento y porqué. Que la vergüenza y la culpa me corroe porque no fui capaz de protegerla, que le fallé cuando más me necesitaba.

—No sé cómo ayudarte en eso, —suspiró, abatida—. Solo sé que si no logras perdonarla y perdonarte a ti mismo, eso te amargará el resto de tu vida. El pasado no puede cambiarse, solo podemos aceptarlo y seguir adelante con nuestras vidas sin dejar que nuestros arrepentimientos nos lastren. Le fallaste y ella te falló a ti, acéptalo, perdónate y perdónala.

—Haces que suene muy fácil, pero no lo es.

—Cuando tomas la decisión, es mucho más sencillo de lo que piensas. Logré perdonar a mi padre, ¿recuerdas? Fue su adicción al juego lo que lo llevó a participar en el secuestro de Lesta, y el único culpable de que Mikkelstone ordenara mi muerte pensando que yo sabía algo y era un cabo suelto que debía ser eliminado. Y, a pesar de todo, le perdoné.

—Porque tú eres mucho mejor persona que yo. Tienes un corazón bondadoso en el que no cabe el rencor.

—Tú también puedes ser generoso. Solo has de encontrar el camino para perdonarte y, el resto, llegará solo.

—Ojalá tengas razón.

—La tengo. En el fondo de tu corazón, sabes que la tengo.

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