Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Cómo no enamorarme de mi vecino el Sexy. Capítulo uno y dos


Capítulo uno




¡Diez! 

¡Nueve! 

¡Ocho! 

La gente gritaba siguiendo la cuenta atrás. 2022 estaba a punto de terminar y todo el mundo quería celebrarlo. A mis pies, Times Square estaba a rebosar de gente, bien abrigados para soportar el frío y tan apretujados que daba hasta agobio verlo. 

Había sido un año extraño para todos, intentando recuperar la normalidad después de la pandemia. Las pasadas fiestas habían estado a punto de suspenderse y, aunque al final no pasó, Rachel y yo decidimos celebrarlo en la intimidad de nuestro apartamento, en pijama y viéndolo todo en la televisión. Somos jóvenes alocadas pero no estúpidas y, aunque nos habíamos vacunado, decidimos ser prudentes. 

A mí me dolía la cabeza, más a causa de la borrachera que llevaba a cuestas y del frío que hacía en la terraza, que por los berridos de las personas que me rodeaban. Rachel, mi mejor amiga, tenía los ojos brillantes por la emoción. Estaba esperando la caída del Ball Drop, en el edificio del New York Times, mientras daba pequeños sorbitos a su cóctel. Es un poco emotiva, esta chica, pero la quiero un montón. 

Yo estaba con un bajón de campeonato. Aquel mismo día recibí el enésimo rechazo editorial y habría preferido quedarme en casa, compadeciéndome de mí misma, llorando a moco tendido y agarrada a un enorme bote de helado de chocolate. Pero Rachel se puso su sombrero de Pepito Grillo y me hizo saber lo mal amiga que sería si la dejaba plantada en el último momento después de lo que nos costó conseguir entradas para la fiesta en el AMC. 

—¡Atenea Westwood! —me dijo en un tono que me recordó a mi madre (algo que me produjo tremenda angustia y temblores por todo el cuerpo), parada frente a mí con los brazos en jarras—. Levanta tu culito del sofá y ve a arreglarte ahora mismo.Vas a pasarlo bien, —añadió en un tono más suave. Me obligó a levantarme tirándome de la mano y me arrastró por el pasillo hacia mi dormitorio—. ¡Piénsalo! Una cena de lujo, barra libre durante toda la noche, música, ¡y acceso VIP a la terraza de la sexta planta! ¿Tú sabes la de años que llevo soñando con ver la caída del Ball Drop desde allí? 

Accedí, por supuesto. Metí mi autocompasión en la mochila de las cosas malas y me arreglé como si aquella noche fuese a encontrarme con mi príncipe azul: vestido de Versace cubierto de cristales Swarovski para confundirme con las bolas del árbol de navidad; unos Manolo Blahnik plateados como el vestido, con una preciosa hebilla y unos tacones perfectos para suicidarme con ellos; y un bolso de mano hecho de plumas de color lavanda, de Bgo & Me, que me sería muy útil para guardar… casi nada. 

Me dejé arrastrar hasta la fiesta sin oponer resistencia, procurando poner la mejor cara posible dadas las circunstancias. Rachel, además de ser mi compañera de piso, es mi mejor amiga y, por ella, soy capaz de hacer cualquier sacrificio. Incluso el de asistir a una fiesta de fin de año a la que no me apetece nada ir. Por ella, al fin del mundo o al mismísimo infierno, si hace falta. 

Pero que accediese a ir e intentara pasármelo bien, no quería decir que lo lograra. En mi cabeza no paraba de resonar esa vocecilla tan apestosamente insistente que me repetía que nunca conseguiría mi sueño (publicar con una editorial) y convertirme en best seller del New York Times. Pocas mujeres han logrado destacar en un género literario como es la ciencia ficción, y las que lo han conseguido son auténticos genios de la pluma. 

«Y tú eres mediocre, siendo generosos. Dedícate a otra cosa». 

Supongo que por eso me agarré al alcohol como un náufrago a una tabla flotante, para que la puñetera voz en mi cabeza se callase y me dejara en paz, al menos durante unas horas. Bebí tanto que perdí el sentido común, el decoro y la sensatez. Las ahogué en alcohol, a las tres, sin sentir remordimiento alguno. 

El alcohol es la causa de muchos males en este mundo. Y fue la causa de que, cuando el Ball Drop cayó y todo el mundo empezó a felicitarse por el nuevo año y a besarse, yo me agarrara al cuello del tío que tenía más cerca y le plantase un beso con lengua de los que quitan el sentido. 

Al principio, el pobre hombre, pillado por sorpresa, se quedó rígido como una estatua. Pero cuando reaccionó… ¡Madre mía, cuando reaccionó! Me devolvió el beso con una intensidad y una maestría de las que deberían crear escuela. Se apoderó de mi boca con lentitud, moviendo la lengua lo justo para provocarme pero sin que me hiciese sentir invadida. Sus manos, posadas ligeramente en mi cintura, me acercaron más a él y me acarició con suavidad, siguiendo el ritmo del beso. Giró levemente el rostro para poder profundizar más y, cuando empezaron los fuegos artificiales, os juro que pensé que solo estaban en mi cabeza y que eran una consecuencia de la excitación que me había invadido. 

Cuando separó su boca de la mía, solté un lánguido suspiro y abrí los ojos, parpadeando levemente. Lo miré y me di cuenta de que era el hombre más guapo que jamás había visto. 

—Hola —susurré con mi media lengua producto de la borrachera. 

Él sonrió con unos labios carnosos que me hipnotizaron y sentí sobre mi piel el efecto de su caricia aunque no me tocaban. 

—Hola —me contestó. Su voz era profunda y muy masculina. Alcé mis ojos hacia los suyos y creí caer en un mar embravecido. Eran de un azul oscuro y tormentoso en el que casi pude ver la espuma del oleaje furioso estampándose contra un acantilado. 

—¿Quieres follar? —le pregunté. Jamás en mi vida hubiese hecho esa pregunta si no fuese porque estaba como una cuba. Hundí mis manos en su media melena ondulada e intenté besarlo de nuevo. 

Me hizo la cobra. 

¡Me hizo la cobra! ¿Os lo podéis creer? 

—Nunca me he aprovechado de una mujer borracha, y no voy a empezar ahora, cielo —se disculpó con delicadeza. Su voz profunda reverberó como una caricia en mi piel haciendo que se erizase. Ni siquiera tuve tiempo de enfadarme por el rechazo, porque añadió—: pero te aseguro que, si no fuese por eso, te llevaría a mi hotel para lamerte y saborearte de arriba abajo. 

—Te doy permiso para aprovecharte de mí —contraataqué, poniendo mi mejor pose sexy que, seguro, estando en aquel patético estado de embriaguez, debió resultar muy graciosa porque soltó una carcajada contenida. 

—Gracias, pero no. No voy a saltarme mis principios, ni siquiera por un caramelo como tú. Mi conciencia no me lo perdonaría. 

Me dejó con la boca abierta. Jamás me había encontrado con un hombre así, capaz de rechazar un avance sexual directo e inequívoco solo porque estaba borracha. Cualquier otro no se hubiese resistido, me habría llevado al primer baño libre, bajado las bragas y follado contra la puerta sin temor a sentirse culpable al terminar. 

Pero este desconocido tenía conciencia y me respetó, a pesar de que yo estaba lo bastante borracha como para no respetarme a mí misma. 

Se apartó de mí sin dejar de sonreír, me dio un beso en la mano como si fuese un caballero inglés y yo una dama, y se alejó sin mirar atrás, dejándome completamente confundida. 

Me giré hacia Rachel, que había sido testigo de todo, y la pillé disimulando con el teléfono. 

—¿Qué haces? —le pregunté, aunque lo sospechaba. 

—Grabarlo todo, por supuesto, para dejar constancia para la prosperidad de la existencia de un espécimen súper sexy como nunca se ha visto antes. 

—¿Y lo has grabado todo? 

—De principio a fin. 

—Bien. Después me lo pasas porque esta noche pienso tocarme viéndolo, que el cabrón me ha puesto como una moto y se ha largado sin hacer nada al respecto. ¡Y ni siquiera puedo cabrearme con él porque se ha comportado como un auténtico caballero! 

—¡No seas cerda! —se rió, empujándome. 

—Ni tú tan mojigata, que no te pega. 

Ambas nos reímos a carcajadas. Otro efecto del alcohol, supongo: hace que nos riamos hasta de los chistes que no tienen gracia. 




*** 




Cameron Montgomery estaba en el aeropuerto, en la cola de la puerta de embarque para subir al avión que lo llevaría de vuelta a Chicago. Miró el reloj. Pensó en llamar a Sarah, su socia, para contarle cómo había ido la reunión, pero allí serían las cuatro de la madrugada y, a pesar de ser fin de año, seguramente estaría durmiendo. Lo estuvo intentando desde que salió del edificio del New York Times para contarle las buenas noticias, pero su teléfono siempre le daba la señal de que estaba desconectado o fuera de cobertura. Quizá lo había apagado para poder disfrutar de su propia fiesta, o quizá las líneas estaban saturadas. 

Su mente volvió al beso con la desconocida. Lo pilló por sorpresa y su cuerpo reaccionó con una excitación salvaje que casi no pudo controlar. Su aroma a Chanel le inundó las fosas nasales y sus labios exigentes despertaron en él una necesidad que hacía años que no sentía. No creyó que fuese capaz de declinar su invitación, sobre todo cuando aquellos ojos de color miel se quedaron fijos mirando sus labios con ávida glotonería. Y cuando los alzó y lo miró directamente a los ojos… lo sacudió una descarga eléctrica que se dirigió con rapidez al centro de su deseo, para quedarse allí, haciendo que su polla pulsara con una necesidad voraz y egoísta. 

«Debería haberle preguntado su nombre y número de teléfono», se recriminó. Al fin y al cabo, si todo iba bien, se mudaría a Nueva York a vivir y podrían haberlo retomado donde lo dejaron, siempre y cuando ella estuviese sobria. 

La cola empezó a moverse y su teléfono sonó. Era Sarah. Contestó con rapidez. 

—¿Qué haces despierta a estas horas? 

—El pequeño demonio que tengo en mi vientre ha decidido patear mi vejiga —gruñó la voz de Sarah al otro lado—, y ya que estaba despierta, he pensado en llamarte. ¿Cómo ha ido la reunión? 

—Nos ofrecen comprar el Chicago News Web por cuatro millones de dólares. —Al otro lado, Sarah bufó de sorpresa. Eso era mucho dinero—. Pero eso no es todo. Quieren hacer algo parecido para Nueva York. El formato les ha gustado mucho y nos ofrecen todos sus recursos para crearlo de cero. 

—Yo no voy a trasladarme a Nueva York —exclamó Sarah sin dudarlo. Cuatro millones de dólares era mucho dinero, pero si las condiciones no le convenían, no aceptarían el trato—. Estoy embarazada, y tengo una vida y un marido aquí, en Chicago. 

—Eso es exactamente lo que les he dicho, por eso te ofrecen seguir en Chicago como la directora editorial con un buen sueldo, siempre y cuando yo acepte venir y hacerme cargo del futuro New York News Web. Te he enviado por mail la oferta detallada, para que puedas echarle un vistazo. —Dirigió la vista hacia el principio de la cola y vio que ya casi le tocaba—. Estoy a punto de embarcar, he de dejarte. 

—Ok. Mañana nos vemos y lo estudiamos todo con los abogados. Que tengas un buen viaje. 

—Hasta mañana. Y dile a ese pequeño demonio tuyo que te deje descansar. 

Antes de colgar, pudo oír la risa apagada de Sarah al otro lado. 




*** 




Me desperté cerca del mediodía, con una resaca de mil demonios. Parpadeé, aturdida, mirando al techo. ¿Cómo demonios había llegado hasta mi dormitorio? Recordaba la fiesta, los cócteles que me bebí como si fuesen agua, el beso con el desconocido, las risas que le siguieron… Después, todo se fundía en negro. 

Me tiré de la cama como una kamikaze y me arrastré hasta la cocina en busca de café, pasando de largo del espejo porque no quería ni ver las consecuencias de mi apoteósica borrachera de la noche anterior. 

Rachel ya estaba levantada y preparando el desayuno, fresca como una rosa, como si no hubiese bebido tanto o más que yo. 

—Te odio —le gruñí en cuanto crucé la puerta. Me dejé caer en la silla y apoyé la frente en la mesa. Me sentía como si me hubiese pasado por encima una manada de caballos salvajes, pisoteándome hasta el alma—. Me dan ganas de tirar de ese moño que me llevas. 

Rachel se llevó la mano al pelo para atusárselo. Era largo y rizado, de un color castaño rojizo que le envidiaba profundamente. Si lo tuviese como ella en lugar de lacio, sin vida y de un rubio indefinido, jamás me lo habría cortado a lo garçon. Sonreí al recordar la cara de pasmo que se le quedó a mi madre cuando me vio así por primera vez. Solo por eso, el sacrificio de mi melena había valido la pena. 

—Siempre me dices lo mismo después de una borrachera. Menos mal que no lo haces con frecuencia. —Sirvió el café y me puso delante un plato con tortitas empapadas en sirope de chocolate. Me dieron arcadas solo de pensar en comer, y eso que me chiflan—. ¿Qué te ocurre? —me preguntó, sentándose ante mí para cogerme las manos con cariño. En su mirada había auténtica preocupación—. ¿Es por el rechazo de tu manuscrito o hay algo más? 

—Estoy pensando en tirar la toalla —admití. Al decirlo en voz alta, el corazón me dio un vuelco lleno de angustia. ¿De verdad iba a rendirme?—. Está claro que no sirvo para esto. He escrito tres novelas que se han paseado por todas las editoriales que conozco, grandes, medianas y pequeñas, y su respuesta ha sido siempre un rotundo «no». 

Rachel suspiró y torció la boca en una mueca que era señal inequívoca de que estaba a punto de decir algo que sabía que no iba a gustarme. 

—¿No has pensado en autopublicar? —soltó al final—. Mucha gente ha empezado así y ha terminado con buenos contratos editoriales. 

—No me siento preparada, no después de tantos rechazos. 

—Los rechazos no significan nada —le quitó importancia haciendo aletear una mano ante mi cara. 

—¿Cómo que no? —me indigné. ¿Cómo era posible que mi mejor amiga fuese incapaz de comprenderlo?—. Significan que no lo hago bien. Que soy un desastre. Que no sirvo. 

—Todo eso son pamplinas, y de las gordas. A mí me gusta como escribes. 

—Tú solo lees las etiquetas de los champús, y solo para saber si te vienen bien para tu pelo rizado —rezongué entre dientes. 

—Eso es muy injusto —protestó, haciéndose la indignada—. Tus novelas me las he leído todas. 

—Lo sé, y te lo agradezco —contesté, intentando calmarla—, pero no tienes con qué comparar. He de buscarme a alguien que haya leído mucha ciencia ficción —pensé en voz alta—, para que pueda decirme qué hay de malo en mis novelas. 

—¿Por qué no se lo pides al señor Fanning? Ese hombre ha leído de todo. 

Owen Fanning era nuestro jefe directo, el encargado de planta en la librería Burnes & Noble de la Quinta Avenida, donde ambas trabajábamos. Se pasaba el día planeando sobre nosotras como un halcón, vigilándonos con sus ojillos brillantes escondidos detrás de unas gafas pasadas de moda, esperando que metiéramos la pata en cualquier nimiedad para venir a corregirnos. No era mal tipo, en realidad, solo un poco pesado, aunque siempre me dio un poco de grima. Además, era un cotilla que no podía tener la boca cerrada. Cuando se enteró de que yo era una auténtica Westwood, y que pertenecía a una de las familias más ricas, influyentes y poderosas de la ciudad, le faltó tiempo para contárselo a todo el mundo. Me cabreó, y a día de hoy todavía no he podido perdonárselo. 

—¿Y que todos en la tienda se enteren? No, gracias, bastante inquina me tienen ya por mi apellido. Esto les daría un estupendo motivo para reírse a mis espaldas. Puedo imaginármelos a todos riéndose de mí a mis espaldas. —Me llevé las manos a la cabeza para ver si así podía detener al tamborilero cabrón que estaba dando un concierto en ella—. Me voy a tomar una aspirina y a acostarme. No puedo con mi vida. 

—Eres una cobarde, huyes de la conversación. 

—Esa soy yo, la cobarde mayor del reino. 

Me levanté para rebuscar el frasco de aspirinas en el armario sin decir nada más. 

—Por cierto, ¿ya se ha recuperado tu madre del disgusto de la fiesta de Navidad? 

Gemí, de dolor y por mi madre, que no acababa de comprender cómo su hija le había salido una rebelde a la que no era capaz de manipular ni controlar para que hiciese lo que ella quería. 

—Todavía no me ha perdonado, y no ceja en su empeño de hacérmelo saber. Seguro que tengo el buzón de voz repleto con mensajes suyos recriminándome mi comportamiento. «No paras de darme disgustos» —la imité, poniendo voz dramática y llevándome una mano al pecho—. «Todo lo hago por tu bien y tú me pagas así, no comprendo qué he hecho mal en esta vida para merecer este castigo divino». 

Rachel se rio. ¡Qué gran actriz se perdió Broadway cuando mi madre decidió casarse con mi padre! Habría hecho carrera y llegado al estrellato. Pero Natalia Westwood era una Arlington de nacimiento, miembro de una ilustre familia dedicada a la política desde la época de la guerra civil, y una hija obediente incapaz de cometer la locura de querer ser actriz. Entre los difuntos Arlington había un puñado de senadores, congresistas y algún que otro Secretario de Estado y, aunque en la época en que mis padres se casaron la familia había perdido un poco de lustre (consecuencia de unos herederos masculinos disolutos que tenían más afición por las fiestas, la bebida y las drogas que por la política, benditos años ochenta), seguían siendo unos estirados que mantenían una rígida vigilancia sobre sus hijas. 

Estoy convencida de que mi madre habría sido mucho más feliz si hubiera seguido su vocación de actriz en lugar de plegarse a los deseos de su padre, mi augusto abuelo Arlington, un hombre con el que no me llevé bien ni siquiera de pequeña, y al que no le dirijo la palabra desde hace años. Que le den al viejo carca. 

—Bueno, lo que le hiciste al pobre Angus fue un poco… bestia. 

—Angus Fairbanks es un pedante y un estúpido que se empeñó en sacarme a bailar a pesar de que le repetí mil veces, por activa y por pasiva, que no quería hacerlo. Que le clavase el tacón en el pie es lo mínimo que se merecía. 

—Le tuvieron que poner puntos. —Por fin encontré las dichosas aspirinas y me tomé dos de golpe, que hice bajar con el café—. Creo que te pasaste un poquito. Podrías haber buscado otra manera menos… sangrienta. 

—Sí, podría haberlo estrangulado con mis propias manos, delante de todo el mundo —refunfuñé. Recordar el desastre de la fiesta de Navidad me puso de más mal humor. Yo no quería ir, solo accedí porque mi padre me lo pidió, aun sabiendo lo que me esperaba. Mi madre aprovechaba todas las oportunidades que tenía para plantarme delante a «hombres adecuados» con los que casarme, sin importarle mi opinión ni mis deseos. Todos de buena cuna, guapos y ricos, sí, pero pedantes con avaricia, egoístas a rabiar y con un grado de gilipollas imposible de soportar. Un tío que no es capaz de aceptar un no por respuesta, no merece ser tratado con delicadeza—. Debería haberme dejado en paz al primer «no», y se habría ahorrado el dolor y la vergüenza de ser pisoteado por mis Louis Vuitton. Me voy a la cama, no te soporto cuando te pones en plan Pepito Grillo. 

—No digas tonterías, te encanta que me ponga en ese plan, te da la opción a desahogarte. 

—A ti te ahogaré un día, ya verás. Con la almohada, mientras duermes. 

—Anda, vete a dormir, gruñona. 

—Te odio. 

—Me quieres, que no es lo mismo. 



Capítulo dos




Febrero empezó con un fío de narices. Siempre hace mucho en esta época del año, pero aquel día lo sentía más que de costumbre. Lo tenía calado hasta los huesos y me congelaba el alma, y no tenía nada que ver con la nevada del fin de semana. Me pasé enero huyendo de mi portátil, sin ser capaz de abrirlo para empezar una nueva novela. Incluso cuando se me ocurría alguna idea, en lugar de correr a apuntarla en el bloc de notas de mi móvil, dejaba que pasara sin pena ni gloria hasta que algo me distraía y se esfumaba de mi cabeza. ¡Era tan frustrante! Intentaba consolarme pensando en la cantidad de veces que a J.K Rowling le rechazaron el primer manuscrito de Harry Potter, o en los relatos que sí había conseguido vender a alguna revista del género, pero no era suficiente. Rachel me decía que tenía que buscarme un agente, alguien que supiera vender mis historias a las editoriales, pero a mí me daba miedo que quisiesen usar mi apellido para lograrlo. Si alguna editorial quería publicarme, tenía que ser porque mi historia lo valía, no porque estuviese firmada por un miembro de la familia Westwood. En las redes sociales, mis poco más de cuatrocientos seguidores no sabían que Alyssa Johnson en realidad era una Westwood y, afortunadamente, la prensa amarilla no tenía interés en mí porque no hacía cosas escandalosas ni vivía el glamour.

Resumiendo: me sentía acabada como escritora, sin haber tenido la oportunidad de empezar, y lastrada por un apellido que me dificultaba en lugar de facilitarme la vida que quería conseguir.

Después de los días de frío y nieve, aquel miércoles el sol decidió asomar la cabeza y Rachel y yo, al salir del trabajo, pensamos que era una buena idea aprovecharlo para caminar en lugar de ir en bus, a pesar de los cuarenta y cinco minutos que tardaríamos en llegar a casa. Iríamos por la Quinta Avenida hasta la calle 85 Este, y allí giraríamos para pasar por el supermercado porque teníamos la nevera vacía.

—Hoy me ha pasado una cosa rarísima —le dije. Caminábamos cogidas del brazo por la acera pegada a Central Park—. Resulta que un tío con unas pintas rarísimas se ha dejado un maletín debajo de la mesa de las ofertas.

—¿Pintas rarísimas? ¿En qué plan? —Se puso bien la bufanda y se caló el gorro de lana hasta las cejas.

—¿Qué quieres decir?

—Pues raro en qué plan. ¿Iba tatuado hasta las cejas? ¿Llevaba el pelo de colores?

—¡No! No me refiero a nada de eso. Era raro, pero no en su aspecto. Parecía un hombrecillo inofensivo e insignificante, no sé como explicarlo, porque no era su aspecto lo raro, sino su actitud. Me llamó la atención porque sudaba mucho, y no paraba de mirar de un lado a otro con cara de susto. Y llevaba un maletín abrazado, como si tuviera miedo de que se lo quitasen.

—Igual llevaba un montón de pasta metida dentro —bromeó Rachel poniendo voz de misterio—, e iba a hacer el pago de un rescate. ¿Te imaginas?

—Pues espero que no fuera eso —contesté, sobresaltándome por la idea—, porque cuando vi que se olvidaba el maletín, lo cogí y lo perseguí hasta la calle para devolvérselo. ¡Mierda! ¿Y si era eso? ¿Y si el hombre iba a pagar el rescate en un secuestro y yo lo he jodido todo?

—Atenea, no digas más tonterías. —Me dio unas palmaditas en mi mano—. Tu mente calenturienta ya está inventando historias.

—¡Has sido tú la que me ha metido esa idea en la cabeza! —protesté, enojada—. Además, eso explicaría por qué el pobre hombre se ha puesto histérico cuando se la he devuelto. ¿Y si matan a alguien por mi culpa?

—Ya basta, por favor. —Rachel detuvo el paso y se puso frente a mí para poner las manos en mis mejillas. Sus manoplas eran muy suaves y calentitas y me relajaron al instante—. Esta ciudad está llena de bichos raros con la cabeza muy poco centrada.

—Quieres decir que está llena de locos.

—Exacto. Seguramente el tío ese tiene manía persecutoria, o delirios, o vete a saber qué. No hagas una montaña de un grano de arena.

—Seguramente tienes razón —asumí, intentando controlar mi imaginación desbordante—. Aunque cuando le devolví el maletín empezó a tartamudear y lo miró como si tuviese la peste. No sé, ha sido todo muy raro.

—No le des más vueltas, ¿quieres? Te has encontrado con el rarito del mes. Tendré que esforzarme si quiero superarte.

Cruzamos la Quinta Avenida y nos adentramos en la 85 Este. En el súper nos encontramos con la señora Adair, una agradable anciana vecina nuestra. Vive sola, en el 4A, y tiene dos pomenaria que son un amor. Sonrió al vernos, y se acercó con su espalda bien recta y la barbilla alzada. Con setenta años, vestía y se movía con una clase y una elegancia que ya les gustaría a la mayoría de las que salen en las revistas de moda, siempre perfectamente peinada y con un maquillaje apenas perceptible, que le disimulaba las arrugas y realzaba sus todavía preciosos ojos verde esmeralda.

Adoré a la señora Adair desde el primer día en que la conocí, el mismo de mi llegada al edificio Beldford huyendo del control de mi madre, con la connivencia de mi abuela Margaret. Me recuerda mucho a ella, la señora Adair. En sus tiempos, también debió ser una rompecorazones y una mujer de carácter, de las que no se dejaban doblegar por los convencionalismos. Habían sido amigas además de vecinas durante muchos años, pero en la época en la que yo solía visitar a mi abuela nunca llegué a conocerla. Su marido todavía vivía aunque ya se había retirado de los negocios, sus hijos ya tenían sus propias vidas y habían abandonado el nido, y ellos siempre estaban viajando, intentando disfrutar de los años que les quedaran.

—¿Sabéis la noticia? —nos dijo con un brillo pícaro en los ojos—. Después de tanto tiempo, por fin vamos a tener vecinos en el 4D.

El 4D es el apartamento que está justamente al lado del nuestro, y que llevaba años vacío.

—¿Los ha visto? —pregunté, llena de curiosidad.

—No, solo he visto a los de la mudanza meter cajas en el apartamento.

—¿Te imaginas que sea un vecino sexy a rabiar? —se emocionó Rachel, sacudiéndome el brazo.

—Con la suerte que tenemos, seguro que nos toca un cascarrabias —contesté para quitarle la ilusión. A Rachel le gustan mucho las pelis románticas, además de las de terror. Es una mezcla extraña que todavía no he acabado de comprender del todo.

—Bueno, hombre es, eso seguro —intervino con seguridad la señora Adair—, y con altas probabilidades de que esté soltero.

—¿Cómo puede saber eso? —preguntó Rachel.

—Porque los de la mudanza estaban entrando un sillón tan apolillado que ninguna mujer con dos dedos de frente, aceptaría en su casa.

—Pues habrá que ir a presentarse. —Rachel me miró directamente a los ojos, dirigiéndome esa mirada decidida que me advertía de que no la contradijera—. Hemos de comportarnos como buenas vecinas.

—Si os dais prisa, todavía os encontraréis con los chicos de la mudanza. —La señora Adair nos guiñó un ojo, muy coqueta—. Seguro que si os esforzáis un poco, podréis sacarles información.

—Ay, sí, vamos. Ya volveremos al súper después, más tarde.

Rachel me tiró del brazo, pero me resistí. No me apetecía nada el plan.

—Ve tú, si quieres, y ya me encargo yo de la compra.

—Te estás convirtiendo en una amargada, ¿sabes? Parece que aún no has superado la resaca de fin de año.

—No seas tan dura con ella, Rachel —intervino la señora Adair, siempre amable. Me miró y me dirigió una de sus sonrisas extrañas que siempre me ponían nerviosa, como si ella supiera algo de mí que ni yo misma sabía—. La pobrecita está pasando una mala época, y una buena amiga ha de ser más comprensiva y tener más empatía.

—Eso, a ver si te esfuerzas en lugar de darme la lata continuamente.

Rachel me sacó la lengua. Después, me abrazó como si fuese un peluche y me besuqueó la mejilla.

—Está bien, gruñona, tú quédate comprando que yo voy a echar un vistazo a ver si averiguo algo. Pero, sea como sea, después haré un bizcocho y se lo llevaremos al nuevo vecino para darle la bienvenida.

—Está bien, —acepté a regañadientes—, pero que conste que solo lo haré por ti, para que puedas satisfacer tu curiosidad.

—Y, después, —terció la señora Adair—, vendréis a contármelo todo. Últimamente la cosa está muy floja y, desde que Anaïs Lang abandonó a su marido por el golfista, el Belford anda muy vacío de cotilleos.

—Le contaremos todo lo que averigüemos, se lo prometo.

Rachel se fue decidida a llevar a término su misión de averiguar quién se acababa de mudar al lado de nuestro apartamento. La señora Adair y yo nos quedamos solas en la tienda.

—¿Necesitará que esta noche saque a pasear a Fluffy y a Mimí? —Son sus dos pomerania, unos perritos a los que adoro.

—Ay, sí, te lo agradecería mucho. Con este frío que hace, lo paso muy mal con mi artrosis.

—Iré a buscarlos a las seis, como siempre, entonces.

—No puedes imaginarte lo agradecida que estoy con vosotras. Sois unas chicas maravillosas. —Me cogió del brazo y me llevó casi a rastras hasta el pasillo de las neveras—. ¿Podrías coger una botella de leche y una tarrina de mantequilla, por favor?

—Por supuesto.

Abrí la nevera y puse en su cesto lo que me había pedido.

—Ahora, dime por qué estás tan enfurruñada, niña. No puede ser que todavía te dure el disgusto por el rechazo del último manuscrito.

Suspiré. A la señora Adair nunca se le escapaba nada.

—Es mi madre, como siempre. No para de presionarme para que me disculpe con Angus Fairbanks.

—Tu madre es un poco idiota —murmuró.

—¡Caitlyn! —exclamé, riéndome—. ¿Desde cuándo usa ese vocabulario?

—Lo siento, hija —se disculpó, aunque supe que no lo sentía en absoluto por la sonrisa traviesa que me enseñó—. Las cosas que me cuentas de tu madre, sacan lo peor de mí. Ese Angus fue muy desagradable y nada caballeroso, se merecía el pisotón y mucho más. Así que, ni se te ocurra ceder a las exigencias de tu madre. Es él quien tiene que disculparse contigo por ser… —hizo una pausa, como si buscara la palabra correcta—, tan persistente y molesto.

—Ha estado a punto de decir «gilipollas» —reí, divertida.

—Ay, niña, no me lo tengas en cuenta. Esto me pasa por ser adicta a las series policíacas. Usan un lenguaje del todo inapropiado pero, ¡son tan emocionantes!

—Conmigo puede usar el lenguaje que más le apetezca, Caitlyn. Le prometo que no se lo contaré a nadie. ¿Necesita que la ayude con la compra?

—Eres una buena chica, Atenea Westwood. Lo mejor de tu familia. Jamás permitas que tu madre, ni nadie, te haga creer lo contrario. —Me dio unas palmaditas cariñosas en el brazo—. Y muchas gracias por ofrecerte, querida, pero no es necesario. Tom me lo hará llegar a casa con el repartidor.

Le di un beso en la mejilla y la abracé.

—Muchas gracias, necesitaba oírselo decir.

—Lo sé, cariño, lo sé. Anda, vete a hacer tus compras, que cuando vuelvas a casa seguro que Rachel ya tendrá un montón de cotilleos sobre el nuevo vecino.




Volví a casa cargada con dos bolsas de papel llenas de comida. Saludé al portero, que se ofreció a ayudarme, pero le dije que no hacía falta, y me encaminé hacia el ascensor.

Adoro vivir en el edificio Belford. Estando aquí me siento muy cerca de mi abuela, como si aún pudiese verla recorriendo los pasillos o sentada al sol en uno de los bancos del jardín, admirando la fuente con el grupo de querubines tocando una lira y meando agua, mientras yo correteaba por los parterres de césped perseguida por un jardinero histérico que gritaba cada vez que yo arrancaba una de las flores que cuidaba con tanto mimo. Vivió aquí durante muchos años, desde que se quedó viuda hasta que su edad le hizo difícil vivir sola, momento en que decidió trasladarse a una residencia de lujo en la que recibiría todas las atenciones que necesitaba sin tener que soportar la presencia de mi madre. Eso es lo que le dijo a mi padre cuando este le propuso que viniera a vivir a la casa familiar. Mi abuela y mi madre nunca se llevaron bien, y comprendo perfectamente por qué: mi madre es insoportable.

El Belford debe su nombre a Reginald Belford, el primer dueño del edificio. Lo mandó construir a finales del siglo XIX con la intención de alquilar los apartamentos a los jóvenes herederos de las familias más pudientes de la ciudad, pero el negocio no le salió como esperaba y acabó vendiéndolo al mejor postor. Lo compró mi bisabuelo que regaló un apartamento a cada uno de sus hijos e hijas, siete en total, y vendió el resto. En la actualidad, el único que sigue en manos de la familia es el mío, que heredé de mi abuela paterna junto con una más que generosa cantidad de dinero que me permitiría vivir sin tener que trabajar, si yo fuese la típica heredera superficial, sin ambición y con la cabeza llena de pájaros que tanto se estila últimamente. El tipo de hija que a mi madre le gustaría tener y que yo no soy.

Las puertas del ascensor se estaban cerrando cuando oí una voz masculina que me gritó que aguantase la puerta para que no se cerrara. Puse el pie ante el sensor para detener el cierre y, cuando vi quién corría hacia mí, con una pequeña caja debajo el brazo, me dio un pasmo.

Era el desconocido del beso. El de la fiesta de Nochevieja. El mismo que Rachel había grabado con su móvil y que yo había usado para…

Sentí cómo la sangre huía de mi rostro para regresar precipitadamente. No pude verme porque tenía el espejo a mi espalda, pero estoy segura de que me puse blanca primero y roja como un tomate después. Empezaron a sudarme las manos y me aferré a las bolsas de la compra, queriendo esconderme detrás de ellas. ¿Sería el nuevo vecino? ¿El mismo que iba a ocupar el apartamento justo al lado del mío? Recé para que no fuese así. ¡Qué horror!

Entró en el ascensor y me dio las gracias. Su voz fue inconfundible. Profunda y masculina, reverberó por toda mi piel igual que la noche de fin de año.

Levanté las bolsas un poco más, con la esperanza de poder ocultarme detrás.

—De nada —susurré, con voz temblorosa. Quería salir corriendo de allí, pero las puertas se cerraron y me encontré atrapada en el ascensor con el hombre con el que había estado soñado durante más de un mes.

—Vaya, qué suerte, va al cuarto piso, como yo —dijo con tono alegre al ver encendida la luz del botón—. ¿Vive aquí?

—Ajá —contesté. 

Quería morirme. Era él, el nuevo vecino. Si había tenido alguna duda, en aquel momento se disipó. ¡Iba a tenerlo de vecino! ¿Podía haber en el mundo alguien con más mala suerte que yo?

El desconocido con el que me había morreado durante la fiesta de fin de año, al que le dije que quería follármelo con todo el descaro que me brindó la borrachera, el mismo que me rechazó y me dejó con las piernas temblando, ¡se había venido a vivir al apartamento de al lado!

—¿Nos conocemos? —me preguntó, mirándome con fijeza con esos ojos azul marino que no había podido sacarme de la cabeza—. Es que su cara me resulta muy familiar.

—¡No! —casi grité—. Mi rostro es muy normal, seguro que me confunde con otra.

Si llegaba a reconocerme, iba a morirme de vergüenza. Llevaba un mes masturbándome con el jodido video que grabó Rachel, y teniendo sueños muy cerdos con él. Nos había imaginado follando en mil lugares diferentes, en las situaciones más locas que puedas concebir. Y ahora era mi nuevo vecino. Casi me eché a llorar allí mismo.

—¿Estás segura? —insistió—. Porque yo estoy casi convencido de que nos hemos visto en algún lado. No suelo olvidar una cara.

—Te confundes, seguro —repliqué. 

El ascensor jamás se había movido con tanta lentitud, como si en lugar de cuatro insignificantes pisos, tuviese que subir hasta la cima del Everest. Cuando por fin se abrieron las puertas, salí casi corriendo, con las llaves en mis temblorosas manos, deseando refugiarme en el interior de mi apartamento.

Pero se me cayeron al suelo.

Él, que iba detrás de mí siguiéndome los talones, se agachó antes de que yo pudiera hacer siquiera el gesto, cogió las llaves del suelo y las encerró en una de sus muy grandes y masculinas manos. Unas manos que había imaginado que me recorrían el cuerpo acariciándome de mil maneras. Casi gemí, o sollocé, no lo sé muy bien.

—Soy Cameron Montgomery —se presentó, con una sonrisa divertida curvando sus labios. Mi turbación era muy evidente y le estaba divirtiendo. Me dieron ganas de darle un bofetón.

—¿Me das las llaves, por favor?

No lo hizo. Las puso ante mí, colgando del dedo índice, provocando. Pensé en quitárselas de un manotazo, pero tenía las manos ocupadas con las bolsas y lo último que necesitaba era que toda la compra se desparramara por el suelo. Seguro que se agacharía para ayudarme, lo que le daría tiempo para seguir hablando e insistiendo en que nos conocíamos.

—Parece que vamos a ser vecinos. Me he mudado al apartamento de al lado —me anunció, como si yo fuese idiota y no lo hubiera deducido—. Si me dices qué llave es, te abriré la puerta.

—La redonda —gruñí. Yo no le veía la gracia a la situación por ningún lado, pero él parecía a punto de echarse a reír a carcajadas.

Me abrió la puerta y dejó caer las llaves dentro de una de las bolsas que yo sostenía.

—Ya nos iremos viendo —se despidió.

No contesté. Entré en casa como un torbellino, cerré la puerta con el pie y me apoyé en ella, dejándome caer poco a poco sin soltar las bolsas, hasta que me quedé sentada en el suelo. Tenía taquicardias y me faltaba el aire. ¿Estaba a punto de tener un ataque de pánico?

Rachel asomó la cabeza, extrañada.

—Parece que has visto a un fantasma.

—Peor que eso. ¿Te acuerdas del sexy de la fiesta de fin de año? Es el nuevo vecino.




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