Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Qualba. Corazón. Prefacio y capítulo uno


 Prefacio



Nada presagiaba que aquel día no fuese a ser como cualquier otro. Ashton se levantó al amanecer, se vistió con sus adoradas bermudas de colores y, descalzo, subió a la cubierta del Dreams, el pequeño yate que era toda su vida y su medio de subsistencia, para admirar la tranquilidad de las aguas del puerto de Marina del Rey. A aquella hora, cuando el sol apenas asomaba, el puerto carecía de actividad y era un remanso de paz en medio de la locura que suponía la ciudad de Los Ángeles. 

 Las gaviotas, recién despertadas, graznaban y se zambullían bajo el agua en busca de su alimento. La brisa que llegaba del mar era fresca y virgen, todavía sin contaminar por el ruido. Los mástiles de los veleros se balanceaban lentamente al ritmo que les infundía el ligero movimiento del Pacífico.

Como un presagio, Ashton pensó en lo irónico de poner ese nombre a un océano en el que eran tan comunes los tifones, huracanes, terremotos y erupciones volcánicas, y se preguntó en qué estaría pensando Magallanes al bautizarlo así.

Aspiró profundamente hasta llenarse los pulmones. Las fosas nasales se le saturaron con el olor a sal y a mar, y cerró los ojos para disfrutar de ese pequeño placer. No había nada, en todo el mundo, que pudiese compararse con ese aroma. Olía a libertad y a paz; a pesadillas desvanecidas al despertar, y a esperanza.

Se frotó el rostro y entró en la cabina para prepararse el primer café del día en la pequeña cocina del interior. Canturreó al ritmo del goteo de la cafetera mientras se untaba un par de tostadas con mantequilla y se sentó para tomarse el desayuno con calma.

—Soy afortunado —murmuró, mirando el pedazo de cielo azul que podía verse a través de la escotilla.

Ciertamente, lo era. Cuando abandonó el ejército dos años atrás, golpeado por la culpa del superviviente después de que casi toda su unidad fuese masacrada en la última misión, no creyó que cumplir el sueño por el que había luchado fuese a ser suficiente para recuperar la paz consigo mismo. Lo hizo por inercia más que por esperanza. Durante todos aquellos años había ahorrado hasta el último centavo posible para poder comprarse un yate del que vivir y, a pesar de todo, no podía abandonar sin intentarlo.

Lo consiguió.

Se había ganado una buena reputación y muchos hoteles de la zona lo recomendaban cuando sus clientes preguntaban por tours marinos, tanto de buceo como de pesca.

Miró el reloj de su muñeca y chasqueó la lengua. Dentro de un par de horas llegarían los clientes de aquel día, un grupo de turistas con los que se haría a la mar. Los llevaría a bucear al bosque de algas gigantes que se encontraba a un par de horas de navegación y, con un poco de suerte, se cruzarían con algún grupo de ballenas o delfines, algo que siempre les emocionaba.

Preveía que iba a ser un día tranquilo. Los clientes eran una familia que incluía a dos críos, por lo que no creyó que se empeñasen en emborracharse y hacer el idiota. Si algo odiaba, era que sus clientes bebieran alcohol porque aumentaba exponencialmente el riesgo de que alguno sufriera un accidente. Por eso, ni lo tenía ni lo permitía a bordo del Dreams. Era una de las reglas inamovibles que les comunicaba cuando solicitaban sus servicios; pero siempre había alguno que se creía muy listo y embarcaba con alguna botella escondida.

Se levantó de la mesa, recogió y lavó los platos, y salió a cubierta a revisar los equipos de buceo. Lo había hecho la noche anterior, pero no estaba de más darles un repaso. Cualquier pequeño fallo en los equipos suponía un riesgo que no estaba dispuesto a asumir, y era concienzudo hasta rayar la obsesión.

Estaba terminando cuando, de repente, todo empezó a temblar.

Lo hizo sin previo aviso. El día era claro y soleado, las aguas del puerto estaban en calma y, de repente, tuvo la sensación de que el mundo a su alrededor se sacudía como si lo hubiesen metido en una batidora gigantesca.

—¿Qué cojo…?

El yate se bamboleó como sacudido por una tormenta. Soltó los equipos y se agarró a la borda para mirar hacia el puerto. El muelle de atraque al que estaba aferrado su embarcación se partió en dos con un crujido ensordecedor. El grupo de edificios más cercanos, en los que había un bar y un par de tiendas de ropa náutica, se derrumbaron como un castillo de naipes, levantando una polvareda que se extendió ocultando todo a la vista. Oyó los gritos angustiados que le encogieron el corazón.

El Dreams golpeó contra los restos del muelle. Las embarcaciones a su alrededor se sacudían como presas de un ataque de epilepsia. Los dos cabos, todavía amarrados a los atraques, se tensaron cuando el muelle empezó a hundirse. La embarcación de al lado empezó a escorar y Ashton reaccionó con rapidez. No podía permitir que el Dreams siguiera la misma suerte y acabara hundiéndose. Sacó el cuchillo militar que siempre llevaba en el cinto y cortó ambos cabos con rapidez, arriesgándose a caer al agua por las fuertes sacudidas.

En cuanto terminó con los cabos, se precipitó por la escalerilla hacia el castillo, agarrándose con fuerza para no salir despedido. Las olas producidas por el temblor eran cada vez más grandes y barrían la cubierta con fuerza. Ashton soltó una maldición cuando vio los equipos de buceo que acababa de revisar, hundirse en el mar.

Trastabilló hasta el timón y puso en marcha el motor del yate con la única idea de llegar a mar abierto. Tenía que alejarse del puerto esquivando las embarcaciones que iban a la deriva, chocando unas contra otras. No podía arriesgarse a perder su medio de subsistencia. Su única posesión era el Dreams y, si terminaba en el fondo, estaría totalmente arruinado, todos sus sueños hechos pedazos.

Consiguió alcanzar el canal principal. A sus espaldas, uno de los puntos de recarga de combustible estalló, provocando un surtidor de fuego que se propagó con rapidez devorando todo lo que se encontraba a su paso. Le llegaron los gritos de terror desde ambos lados del canal, golpeando sus oídos y su conciencia. ¿Quizá debería volver y ayudar, en lugar de preocuparse por su barco? se preguntó. 

El temblor no había terminado. Ashton no sabía demasiado sobre terremotos, no más que cualquier otra persona que viviese en aquella zona tan dada a los sismos; y una de las cosas que todo el mundo sabía era que no solían durar más de un minuto. ¿Cuánto tiempo había pasado? Le parecía una eternidad, y la tierra y el mar seguían sacudiéndose. Miró el reloj de su muñeca. Casi cinco minutos. Su cerebro a duras penas pudo procesarlo. Estaba viviendo el terremoto más largo de la historia de la humanidad.

Igual que empezó, el seísmo terminó de repente. Ashton respiró. La tierra dejó de sacudirse y las aguas parecieron volver a la tranquilidad en los segundos siguientes. Probablemente habría réplicas a lo largo de los siguientes días, pero ninguna sería de igual magnitud. ¿Hasta cuánto habría llegado en la escala Richter?

Ashton soltó una risa nerviosa. Lo peor había pasado y él y su barco habían sobrevivido. Se permitió el lujo de relajarse durante unos segundos. Después, buscaría un atraque que no hubiese sido destruido para amarrarlo y poder desembarcar. La destrucción había sido brutal y mucha gente necesitaría ayuda.

De repente, el yate fue sacudido por un insólito estremecimiento. Ashton se asomó por la borda desde el castillo, sin soltar el timón, y parpadeó sorprendido por lo que sus ojos veían: el agua del mar se estaba retirando del puerto hacia mar abierto y estaba arrastrando la embarcación consigo.

—Oh, Dios —musitó sin apenas voz porque el aire había huido de sus pulmones como si lo hubiesen golpeado.

Su cerebro gritó alarmado. Que el agua se retirase de esa manera solo podía significar una cosa: se acercaba un tsunami. Miró hacia mar abierto. Más allá del rompeolas todo parecía en calma. El cielo seguía azul y despejado; el sol parecía brillar con más fuerza todavía; pero las aguas…

Aceleró. Si lograba franquear el rompeolas y salir a mar abierto, quizá tuviese una oportunidad de salvar el Dreams. Era una quimera, una idea nefasta que probablemente le costaría la vida, pero tenía que intentarlo. El agua se estaba retirando muy deprisa y si no se apresuraba, no tardaría mucho en dejarlo varado sobre el lecho.

Superar los tres nudos en aquella zona era demasiado peligroso. La salida del puerto tenía forma de T, siendo la parte superior de la letra el rompeolas, y tendría que virar a derecha o izquierda para poder sortearlo. A diez nudos, era peligroso. A quince, un suicidio. Pero, ¿qué más daba? Si el yate encallaba ya podía considerarse muerto.

Su habilidad y la práctica le salvó la vida. Hizo un viraje perfecto a una velocidad imposible, evitando estrellarse contra el espigón, una masa de rocas grisáceas que se le antojaron como un monstruo marino. En un instante, la mole quedó a popa, alejándose poco a poco. La fortuna lo acompañó, y el calado todavía era suficiente para mantenerse a flote.

Aceleró hasta veinticinco nudos y, durante un instante, tuvo esperanzas.

Entonces, la vio. Una informe masa de agua gigantesca que se aproximaba a la costa, imparable, haciéndose más y más grande conforme se acercaba.

El tiempo de llegada de un tsunami a la costa solía ser de una media hora, pero aquel terremoto había sido extraordinario por su magnitud y su duración, así que, ¿por qué tuvo la esperanza de que el tsunami iba a comportarse de una manera lógica y normal?

Debía intentar ponerse a salvo, pero nadie lo estaría en kilómetros a la redonda.

Pensó fugazmente en la gente de tierra firme, aún sacudidos por el shock del terremoto. ¿Cuántos de los supervivientes morirían en las horas siguientes? Centenares. Miles.

Se los quitó de la cabeza. No podía hacer nada por ellos. Ni siquiera podía mantenerse a salvo a sí mismo, pero iba a intentarlo.

Apagó el motor y soltó el timón, resignándose a perder el Dreams durante los próximos minutos. Antes que el barco, estaba su propia vida. Descendió del puente y se refugió bajo cubierta, cerrando apresuradamente la puerta y las dos escotillas abiertas. No iban a ser suficientes para detener la fuerza de la gigantesca ola que lo sacudiría todo, pero tendría más posibilidades de sobrevivir allí dentro. Esperaba que el yate amortiguase algo el impacto que se avecinaba.

Abrió el armario y sacó el último equipo de buceo que le quedaba, el que tenía de reserva por si alguno de los otros fallaba. No lo había revisado, pero tendría que confiar en que su meticulosidad hiciese bien el trabajo la última vez que lo usó. Se colocó la botella a la espalda, asegurándola con las correas. Abrió el cajón de las herramientas y sacó un rollo de cinta americana. Se colocó el regulador en la boca y se lo aseguró alrededor de la cabeza con la cinta adhesiva. Así se cercioró de no perderlo si tuviese la mala suerte de acabar inconsciente. Sería una tremenda ironía que, después de haber sobrevivido contra todo pronóstico a tantas misiones con los Boinas Verdes, acabase muriendo ahogado.

Hacía años que no rezaba. De hecho, no recordaba haberlo hecho nunca.

Pero, aquella mañana, mientras oía el rugir del tsunami acercándose, rezó.



La destrucción era total. Asomado por la puerta abierta del helicóptero, Xemx Freesword observaba desesperado el paisaje post apocalíptico que se presentaba ante sus ojos. El tsunami lo había arrasado todo. Quebró los grandes rascacielos como si fuesen ramitas secas, inundó hasta el más pequeño recodo, arrasó cualquier signo de vida y civilización. Los cadáveres flotaban enredados en cascotes, restos de muebles o ramas partidas, ofreciendo un espectáculo dantesco de destrucción.

Estuvo tentado de usar su poder sobre el agua para obligar al mar a retirarse de la tierra que había invadido. Sería fácil para él. Pero, ¿serviría para salvar vidas? Seguramente, no. La destrucción era de tal magnitud que la mayoría de víctimas habrían muerto arrastradas y golpeadas por la furia del agua antes de que él llegara allí. Lo único que conseguiría sería exponerse y que su secreto, el secreto de la familia Freesword, fuese de dominio público.

—No creo que encontremos a nadie con vida en esta zona, señor.

La voz del piloto le llegó a través de los auriculares. El estruendo del motor se escuchaba a pesar de llevar los oídos protegidos.

—Hagamos otra pasada, por si acaso —replicó, reacio a aceptar que no hubiese ningún superviviente.

Toda la costa había sido salvajemente sacudida. Por las escasas noticias que llegaban, la mayoría del todo confusas, la península de California, en México, se había hundido bajo el mar. Pero allí, en la parte estadounidense, las cosas no eran mucho mejores. Xemx dudó que alguna vez que pudiese llegar a recuperarse. Aunque debía reconocer que, si no hubiese sido por las múltiples cordilleras que rodeaban el valle de Los Ángeles, y que detuvieron la embestida del agua, habría sido mucho peor. ¿Cuántos quilómetros más hubiese devorado el Pacífico de no ser por las barreras naturales? 

—Usted manda.

La respuesta del piloto lo sacó de su ensimismamiento. Se frotó la cabeza con la mano y volvió a centrar su atención hacia lo que había bajo el helicóptero. Una pasada más y abandonarían aquella zona.

—¡Allí! —gritó de pronto el ojeador que iba asomado por el otro lado—. ¡Parece alguien vivo!

Xemx abandonó su puesto y se precipitó por la otra puerta para dirigir sus ojos hacia donde el dedo del ojeador estaba apuntando. La parte superior de la estructura de un rascacielos asomaba medio torcida por encima del agua. Una figura vestida con unas bermudas de colores chillones parecía moverse, aferrado a una de las gigantescas vigas que quedaron al descubierto por efecto del impacto. El agua se había llevado todo lo demás, dejando solo aquella parte del esqueleto de un edificio que, seguramente, había albergado a cientos de personas en su interior, y que fueron sorprendidas por la fuerza del mar mientras estaban ocupadas en sus quehaceres cotidianos.

—¿Estás seguro? —preguntó Xemx, escéptico. A sus ojos, la figura parecía inmóvil.

—Sí, lo he visto moverse, señor.

—Bien —asintió Xemx. Encontrar a alguien vivo en aquella zona devastada en la que solo había cadáveres, le quitaría de encima la sensación de inutilidad que lo embargaba—. Bajemos a comprobarlo.

El piloto inició la maniobra de acercamiento. Debía ir con cuidado porque el efecto del viento que provocaban las palas al girar, podía empujar al posible superviviente hacia el vacío.

—¿Cómo habrá conservado puestas las bermudas? —se preguntó en voz alta el ojeador mientras Xemx enganchaba el mosquetón al arnés que llevaba puesto, preparándose para bajar.

Era una pregunta absurda y ridícula que no venía a cuento, pero en situaciones de mucho estrés y peligro, la mente daba giros inesperados para no dejarse llevar por el miedo y la desesperación.

Xemx dejó ir una risa forzada, aunque el ojeador tenía razón en su observación. La fuerza del agua debería haber arrancado aquellas bermudas de las piernas del sujeto y, sin embargo, parecían estar perfectamente puestas, como si el hombre simplemente se hubiese tumbado al sol para relajarse en lugar de acabar de vivir una experiencia que, seguramente, cambiaría su vida para siempre.

—Se lo preguntaremos cuando esté a bordo —murmuró antes de salir por la puerta y empezar a descender.



Ashton parpadeó antes de abrir los ojos. La luz del techo incidía sobre ellos, molestándolo. Alzó una mano para poder frotárselos y el dolor lo golpeó inesperadamente. ¿Qué demonios había pasado? ¿Dónde estaba? Los ruidos a su alrededor se hicieron presentes con lentitud. Al principio, lo único que resonaba en sus oídos era su propia respiración, rápida y agitada, rasposa como un fuelle. Al cabo de unos segundos, un ruido extraño, como el aullar de un animal herido, tomó protagonismo. Una cacofonía de voces incomprensibles fueron abriéndose camino. Ruidos metálicos. Susurros. Llantos.

Se le aclaró la vista y, con ella, llegó un alud de imágenes que se entremezclaron. Un techo de lona que ondulaba sobre su cabeza. Una ola gigantesca que le heló la sangre. Batas blancas manchadas de sangre que se movían entre las camas como fantasmas. Una mano crispada elevándose desde la cama de al lado, suplicando silenciosamente por algo. Rostros borrosos que mostraban una angustia que encogía los corazones. La monstruosa ola golpeando el barco y él sintiéndose como una pelota, rebotando contra las paredes de la cabina mientras el yate era zarandeado. Un latigazo de dolor en el hombro y, después, la oscuridad.

Ashton se llevó la mano a la cabeza y la palpó hasta encontrar los puntos de sutura que le habían puesto. Allí se había golpeado antes de perder el conocimiento. Durante la décima de segundo que precedió a su inconsciencia, estuvo seguro de que iba a morir. La idea cayó sobre él como una inevitabilidad del destino, como si las parcas le hubieran susurrado al oído  uno de esos secretos que todo el mundo conoce y nadie quiere saber.

¿Cómo había llegado hasta el improvisado hospital de campaña? ¿Quién lo había rescatado?

Movió los brazos y las piernas y respiró aliviado. Excepto por el leve dolor en el hombro y en la cabeza, parecía estar bien. No había vías en sus brazos, ni tenía huesos rotos. Un auténtico milagro.

Apartó la sábana y se incorporó con dificultad hasta plantar los pies en el suelo. Llevaba puesto un ridículo camisón de hospital atado en la espalda que le dejaba las piernas descubiertas. Sentado en el borde de la cama, apoyó las manos en el colchón cuando un ligero mareo hizo girar todo a su alrededor. Soltó un leve gruñido de frustración con los labios fruncidos.

—Señor, señor, no puede levantarse todavía.

Una mujer se acercó a él precipitadamente y le puso las manos en los hombros para imperdírselo. Sobre el bolsillo de su bata blanca, una tarjeta con su nombre. Ashton no pudo leerla. Veía borroso aunque tuvo la sensación de que se le iba aclarando poco a poco.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó mientras se frotaba los ojos.

—Lo trajeron en helicóptero, señor —contestó la mujer, apartándose unos pasos al ver que ya no hacía intentos para ponerse en pie—. Lo encontraron inconsciente y aferrado al esqueleto de un rascacielos. Uno de los muchos que han resultado destruidos —añadió en un susurro, con la voz tomada por la tristeza—. Vuelva a acostarse, por favor. Tiene una conmoción y está previsto que lo evacúen pronto al hospital más cercano para que se quede en observación.

—No pienso acostarme —rezongó—. Me encuentro bien y seguro que hay alguien necesita mucho más que yo esa cama de hospital.

—Eso no es usted quien lo decide, señor.

—Le aseguro que sí soy yo quien lo decide. Tengo la intención de quedarme para ayudar en los trabajos de rescate, así que necesito el alta.

—Está bien. —La enfermera se encogió de hombros. Estaba acostumbrada a lidiar con personas como él, cabezotas e insensatos y, en otras circunstancias, perdería el tiempo intentando convencerlo de por qué era una mala idea que hiciese algo así. Pero los heridos llegaban por decenas y no tenía tiempo para perderlo—. Está cometiendo un error, pero allá usted. Espérese aquí y le enviaré un voluntario que le tomará los datos y le traerá algo de ropa.

—Gracias.

La mujer asintió con la cabeza y se marchó, dejándolo solo con sus pensamientos.


Media hora después, salió de la carpa vestido con unos pantalones vaqueros que le quedaban un poco grandes, una camiseta verde que había vivido tiempos mejores y unas botas de trekking desgastadas. Era ropa donada y traída en helicóptero desde las poblaciones más cercanas, más allá de las montañas que rodeaban el valle, y que no habían resultado dañadas por el tsunami.

Si el interior del hospital de campaña era caótico y ruidoso, el exterior era aún peor. Los helicópteros aterrizaban y despegaban continuamente con su ruido ensordecedor, trayendo más heridos o evacuando a los ya atendidos a algún lugar más seguro. Hombres y mujeres vestidos con un uniforme negro con una N en filigrana plateada en el lado izquierdo, iban de un lado a otro llevando a los recién llegados al hospital para una primera revisión, y ofreciendo agua y comida envasada a los que esperaban ser trasladados. Otros atendían sus preguntas, intentaban ofrecer consuelo y anotaban sus nombres en listas para el registro. 

La mayoría de refugiados todavía estaban en shock, con las miradas ausentes dirigidas a ninguna parte en concreto, vacías y mirando sin ver. Los había que lloraban en silencio, otros se abrazaban. Un hombre deambulaba de un lado a otro gritando un nombre, preguntando a todo aquel con el que se cruzaba si había visto a su mujer.

Parecía un caos, pero Ashton adivinó un orden en todo lo que ocurría a su alrededor. Aquellos hombres y mujeres de uniforme estaban bien organizados, aunque no había ni rastro del ejército. ¿Quiénes eran?

Caminó sin rumbo durante unos minutos, mirando a su alrededor. Apartada del hospital de campaña había otra tienda, mucho más pequeña, en la que entraban y salían hombres uniformados. Se acercó a ella y pudo reconocer lo que era el centro de mando desde el que se controlaba todo aquel supuesto caos.

Ashton paró a uno de esos hombres que salían precipitados de la tienda cogiéndolo del brazo para frenarle en su frenética caminata.

—¿Quién está al mando? —le preguntó. 

—Él —contestó, señalando a un hombre alto, de pelo rubio y con pintas de motero. Parecía totalmente fuera de lugar, pero los hombres uniformados lo miraban con respeto y obedecían ciegamente cada una de sus órdenes.

—Gracias.

Se acercó al motero decidido a ofrecer su ayuda, aunque no parecían necesitarla estaba seguro de que un par de manos expertas como las suyas no serían rechazadas.

—Me han dicho que usted es el que está al mando.

—Así es. —Xemx se giró para encontrarse cara a cara con el hombre que había rescatado de lo alto del esqueleto de un rascacielos, hacía menos de una hora—. Vaya, veo que está recuperado. —Ashton lo miró sin comprender—. Formo parte del equipo que lo rescató.

—Ah, vaya. Gracias. Supongo que le debo la vida.

—Se la debe más a la suerte y a las bombonas de aire que llevaba en la espalda. Por cierto, si lo que quiere es recuperarlas, no va a poder. Se quedaron allí.

—No, no vengo por eso. Quiero ofrecer mi ayuda. Soy el sargento primero Ashton Drew, de los boinas verdes y he pensado que  mi ayuda podría ser de utilidad.

—Xemx Freesword. —Le ofreció una mano que Ashton aceptó—. ¿Tiene experiencia en salvamento y rescate?

—Tengo experiencia en muchas cosas. —No fue un intento de alardear, sino la simple y llana verdad.

—Y le han dado el alta en el hospital, supongo.

—Así es —mintió. Si decía la verdad, lo mandaría de vuelta a la cama y no pensaba permitirlo.

—Bien. Mi equipo ha quedado huérfano por culpa de una luxación de hombro y necesitamos un sustituto para poder volver a volar. ¿Quiere ocupar su lugar?

—Será un placer. 

—De acuerdo. Bienvenido a bordo, sargento primero Ashton Drew. Por cierto, algún día tendremos que sentarnos a tomar una cerveza para que me cuentes cómo demonios acabaste en lo alto del esqueleto de un rascacielos, agarrado a un trozo de yate y con las bombonas de inmersión en la espalda.

—No hay mucho que contar, pero esa cerveza será bienvenida —contestó con una sonrisa. Xemx le palmeó la espalda con camaradería.

—Sígueme. Te proporcionaré equipo adecuado y volveremos al trabajo.

Ashton asintió y caminó detrás de Xemx, agradecido por tener algo que hacer en lugar de verse obligado a permanecer quieto, esperando ser evacuado, inmerso en funestos pensamientos. Lo había perdido todo. Todo. El tsunami se había llevado todas sus posesiones materiales, y también sus sueños. Lo único que le quedaba era una deuda que, posiblemente, el seguro de su yate no cubriría del todo. Pero seguía vivo.

«No voy a dejar que esto me hunda en la miseria, —pensó con decisión—. Lo más importante ahora es concentrarme en salvar todas las vidas posibles. Después, ya tendré tiempo para caer en la autocompasión».



Capítulo uno




El pequeño Alexander correteaba por el jardín bajo la atenta mirada de su padre. Sus chillidos de alegría mientras Rael lo perseguía para atraparlo y hacerle cosquillas, reconfortaron el torturado corazón de Qualba. A su hermano no iba a hacerle gracia el asunto que la había llevado hasta allí.

—Jamás me imaginé verte como un padrazo —le dijo, sonriendo de oreja a oreja—. Eres tan tierno.

—No te burles —refunfuñó Rael. Tenía a Alexander en brazos y el chiquillo intentaba meterle los dedos en la nariz sin dejar de reír a carcajadas.

—¡No me burlo! —se defendió ella—. Solo… me cuesta acostumbrarme a la nueva realidad. Nada más. Han cambiado muchas cosas mientras yo he estado… ausente.

Ausente. Esa era la palabra que usaban para referirse al tiempo en que estuvo en coma, como si el miedo les impidiese utilizar el término adecuado. Lo que no se nombra, no existe, ¿no? Era como si desearan borrar esa época de su propia memoria, o convertirla en otra cosa.

—La verdad es que sí… Alexander, ¿por qué no vas a jugar en la arena un ratito? Y deja mi nariz en paz, me vas a hacer más grandes los agujeros. —El pequeño de dos años se rió y, cuando su padre lo dejó en el suelo, corrió a zambullirse en la arena—. ¡Cuidado! —Rael se llevó el puño a la boca para ahogar un grito—. Un día de estos se abrirá la cabeza y su madre me matará.

El pequeño, ajeno al susto que le había dado a su padre, procedió a hacer la croqueta sobre la arena, rebozándose completamente.

—Tiene la cabeza dura, como su padre. Ni siquiera ha llorado.

—Sí —afirmó Rael con resignación—. El que acabará llorando soy yo, a base de sustos. —Miró a su hermana, con el rostro contraído por la preocupación—. ¿Qué ocurre, Qualba?

—¿Por qué ha de ocurrir algo? —Se sintió culpable por interrumpir aquel momento entre padre e hijo. Quizá no había sido una buena idea ir hasta allí para pedirle lo que tenía en mente. A Rael no iba a gustarle, le pondría muchas pegas, acabarían discutiendo y no quería hacerlo delante del pequeño Alexander.

—Lo veo en las arruguitas de tu frente. —Rael se acercó a su hermana para abrazarla. Qualba dejó ir un ligero suspiro de placidez mientras apoyaba el rostro contra el pecho masculino—. Dime, ¿qué ocurre?

—Tengo algo que pedirte, pero antes de decirme que no, quiero que escuches mis argumentos, ¿de acuerdo?

Esta vez le tocó el turno a Rael de suspirar. Hacía semanas que notaba a su hermana algo inquieta, y muy infeliz. Le había preguntado varias veces si le pasaba algo, pero ella siempre lo había negado con contundencia, intentando quitarle la preocupación de encima. Pero él sabía que sí había algo que la inquietaba.

—Está bien. Dime.

—Quiero unirme a la expedición Mar de plástico.

Lo soltó a bocajarro, sin darse tiempo a pensar en cómo decirlo porque, si se paraba un solo segundo, se acobardaría.

Rael se quedó unos segundos en silencio, perplejo. Desde luego, no era esta la petición que esperaba.

—¿Por qué? Quiero decir, ¿no eres feliz aquí, en casa, con nosotros?

—¡Soy feliz! Claro que sí —exclamó, apartándose de él. Se retorció las manos en un gesto nervioso—. Pero… es el momento de asumir que no recuperaré los años perdidos, que no volveré a recordar. No puedo dejar que esto me obsesione. Debo mirar hacia el futuro, mi futuro, y eso no puedo hacerlo aquí, donde todos me tratáis como si fuese de porcelana. Entiendo que lo hacéis para cuidarme y protegerme. Que os esforzáis para que me recupere. Pero no lo lograré si permanezco encerrada dentro de estas murallas. Me asfixio, Rael. Estar en Belt me está consumiendo. Necesito salir de esta ciudad, vivir, experimentar cosas nuevas, hacer algo por los demás… He de encontrar mi propio camino, mi propia historia, como vosotros habéis encontrado las vuestras.

—La expedición puede ser peligrosa, Qualba. Estuvimos a punto de perderte, y pensar en que vuelvas a estar en riesgo… 

—Acabaréis perdiéndome igual si no me dejáis respirar, Rael. Siento… que me estoy desvaneciendo, como si mi vida no tuviese sentido ni razón. Necesito volver a sentirme yo misma.

—Los puestos ya están cubiertos —rezongó Rael, muy reticente a darle lo que le pedía. Solo pensar en no tenerla cerca para poder vigilarla y evitar, si se daba el caso, que volviese a las andadas, lo ponía muy nervioso—. No puedo pedirle a la doctora Hewitt que despida a alguien para ponerte a ti en su lugar. No sería lícito. Además, no estás académicamente preparada para ocupar el lugar de uno de sus científicos.

—Pero puedo ir en el equipo médico. Tengo experiencia más que sobrada y un título en enfermería que me capacita para ello. Rael, por favor, no te lo pediría si no fuese importante para mí.

—Y, ¿no preferirías volver a estudiar? —Era un intento desesperado para hacerla cambiar de opinión—. Serías una doctora estupenda, yo podría volver a tocar las teclas pertinentes para que lo hicieses desde aquí. O…

—¡No me escuchas! Necesito salir de Belt…

Rael suspiró. Ya se había equivocado, y mucho, en el pasado. No la había protegido cuando debía. No podía volver a cometer los mismos errores. Debía guardar todos sus miedos en un cajón, escucharla y darle lo que necesitaba para que fuese feliz. Ya había habido demasiada miseria en su vida, aunque ella no lo recordase. Su relación con el olvidado Lesta, los abusos y la violencia que vivió en sus manos, la llevó a la locura. Y él no hizo nada por salvarla. Ni siquiera quiso ver lo que ocurría entre ellos porque Lesta era demasiado importante para Ninsatec.

—Está bien —suspiró, dándose por vencido—. Hablaré con el doctor Dunn y si él accede…

—Ya lo ha hecho. —Qualba mostró una sonrisa pícara—. He hablado con él en la clínica antes de venir aquí, y me ha dicho que no habrá problema si tú das el visto bueno.

—Está bien, entonces. Formarás parte de la expedición Mar de plástico —se rindió. No tenía otra opción—. Pero… con algunas condiciones.

—¿Cuáles?

—La primera y principal, que me prometas que no te podrás en peligro en ningún momento y bajo ninguna circunstancia.

—Hecho.

—La segunda, que no usarás tus poderes. Sé que, cuando conoces a alguien nuevo, es muy tentador meterte en su mente para saber qué siente, que eso te facilita conectar con la gente y que te da seguridad. Pero, si lo que quieres es experimentar cosas nuevas, deberías empezar por ahí.

—Está bien. No es algo que suela hacer desde que desperté. En realidad… aún me cuesta separar lo que sienten los demás de lo que siento yo misma. ¿Alguna condición más?

—Sí. Solo el doctor Dunn y la doctora Hewitt sabrán quién eres en realidad.

—Eso es una buena idea. Así me relacionaré con todos al mismo nivel. Si saben que pertenezco a la familia Freesword, que son los mecenas que financian todo el experimento y la expedición, no me tratarán como a una igual.

—De acuerdo, entonces. Llamaré a la doctora Hewitt para ponerla al tanto. Vete a hacer el equipaje.

—¡El equipaje! Debo hablar con el doctor Dunn. No tengo ni idea de qué prendas se deben llevar para pasar semanas a bordo de un barco científico.

Qualba se echó al cuello de Rael para abrazarlo y posar un beso en su mejilla. Él cerró los ojos y la apretujó con fuerza entre los brazos. Esperaba no estar equivocándose al tomar aquella decisión tan precipitada y sin consultar con sus hermanos.


—Tenemos un problema. —Rael miró a sus hermanos, sentados delante de él. Estaban en su despacho en la torre de cristal, a salvo de ser escuchados por accidente. El sol entraba a raudales por las gigantescas ventanas que tenía detrás—. Qualba se ha empeñado en unirse a la expedición Mar de plástico y no he podido decirle que no. —Miró hacia Uragan, que se revolvió incómodo en su asiento. De todos ellos, él era el que más unido estaba a su hermana, aunque últimamente parecían haberse distanciado—. Pero tampoco podemos permitir que vaya sola.

Todos asintieron. Nirien se pasó la mano por su pelo plateado. Cada vez que hacía ese gesto, seguía esperando encontrar su melena: no acababa de acostumbrarse al pelo corto, a pesar del tiempo que hacía que se había deshecho de ella. Xemx se removió inquieto en su asiento y Ashanti, sentada a su lado, le cogió la mano para tranquilizarlo. Como actual Jefa de seguridad de la ciudad, siempre estaba presente en este tipo reuniones. Uragan desvió la vista y la fijó en sus pies. De todos ellos, era el que peor llevaba lo ocurrido con su hermana.

La historia de Qualba era larga y estaba llena de dolor… y mentiras. Todos eran muy conscientes de que los hechos que le ocultaban era por su bien, pero no podían evitar sentirse culpables por ello. Parecía que, cuando se trataba de su hermana, siempre había algún motivo para sentirse culpables. Culpables por no haber sido conscientes de la relación de abuso y maltrato al que estaba sometida. Culpables por no haber visto las señales que tenían a la vista. Culpables por no haberla ayudado. Culpables por no haberse dado cuenta del estado de locura en el que se hundió. Culpables por las muertes que provocó mientras estuvo sumida en su locura. Culpables por haberla forzado a estar un año entero en un coma inducido hasta que Lesta fue capaz de cercenar sus poderes destructivos. Culpables, siempre culpables.

—Necesitaríamos a alguien capaz de protegerla si llegase el caso —intervino Nirien.

—Y que la vigile para que no vuelva a «descarriarse», y nos avise al primer indicio —añadió Rael—. No podemos ser ninguno de nosotros, sería demasiado evidente. Y dudo que Qualba lo aceptase. Ha sido muy clara al respecto. La ahogamos. Eso es lo que ha dicho. Andamos con tanto cuidado a su alrededor, que la ahogamos.

—Deberíamos enviar a alguien que ella no conozca, y sin que sepa que está ahí para protegerla y vigilarla —intervino Ashanti—. Alguien de fuera de Belt.

—Creo que tengo al candidato ideal. —Todos miraron hacia Xemx, esperando que continuara—. Es un ex boina verde y estoy convencido de que es de fiar. Hará un buen trabajo.

—¿Qué sabes de él? —preguntó Rael.

—Nos conocimos después del tsunami de California. —Uragan se estremeció pero no dijo nada. Él había vivido el horror en sus propias carnes, pues estaba allí junto a Jen, intentando rescatar a su padre y a Lesta de las manos de Qualba, cuando el agua lo destruyó todo. Casi no sobreviven al desastre—. Se llama Ashton Drew y mi equipo lo rescató. Creímos que estaba muerto pero, al cabo de una hora, estaba ante mí ofreciéndome su ayuda. Resultó ser excepcional. Cuando los trabajos de rescate terminaron, le ofrecí un empleo aquí, en Belt. Creí que sería una buena incorporación a nuestro equipo de seguridad, pero acabó rechazando la oferta, así que me moví un poco y le conseguí un empleo en seguridad en un casino.

—¿Qué motivos te dio? —Rael estaba sorprendido. Nunca, nadie, había rechazado incorporarse a Ninsatec como empleado. Solo por el sueldo, mucho mayor que la media, valía la pena.

—Que ya había tenido bastante confidencialidad en el ejército, y que valoraba demasiado su libertad. Las condiciones para trabajar aquí son muy estrictas para su gusto.

—Y, ¿qué te hace pensar que ahora sí aceptará?

—Bueno, el mar es su elemento, le encanta navegar. Y, si además, le ofrecemos como pago algo que desea mucho… Creo que puedo convencerlo.

—¿Qué es eso que tanto desea?

—Un nuevo yate para poder volver a su vida. El barco era su hogar y se ganaba la vida con él haciendo tours marinos para turistas. Lo perdió durante el tsunami.

Rael se echó hacia atrás en su sillón y se frotó el puente de la nariz con dos dedos. Era un riesgo meter a alguien ajeno en una misión así, pero no tenían más remedio. Ashanti tenía razón al decir que debía ser alguien externo que Qualba no pudiese reconocer como guardaespaldas.

—Lo tendré en cuenta, pero hay que investigarlo a fondo —accedió al fin.

—Ya lo hice, cuando Xemx me habló de su intención de ofrecerle un trabajo aquí. —Nirien sacó su teléfono móvil y lo manipuló hasta acceder al archivo—. Huérfano, criado en varias casas de acogida, sin antecedentes… Se alistó a los dieciocho años, con veinticuatro ya era sargento. Se unió a los boinas verdes e intervino en multitud de misiones con su unidad, hasta que en la última todos, menos él, resultaron muertos. Fue entonces cuando se retiró. Le han concedido varias condecoraciones, entre ellas, el Corazón Púrpura y la Medalla de Honor. Su expediente militar es impecable, sin manchas. Experto en supervivencia, armas, explosivos, salvamento, submarinismo… En cuanto a su vida personal, no tiene familia, ni mujer ni hijos; jamás se ha metido en líos, ni siquiera una triste pelea de borrachos, y las personas que le conocen dicen  que es leal y honesto, alguien en quien se puede confiar. Es votante demócrata, está a favor del control de armas, y contrario a la pena de muerte. Y sigue colaborando activamente en la reconstrucción de las zonas devastadas por el tsunami.

Todos se quedaron en silencio. Los Ángeles tardaría muchos años en volver a ser lo que era, si es que lo conseguía. El terremoto devastó la costa, hundiendo en el mar gran parte de lo que era tierra firme. La orografía cambió tanto hasta el punto de llegar a ser irreconocible. Baja California, y Baja California Sur, en México, desaparecieron por completo engullidas por el océano. Más de tres millones de vidas perdidas. Por si eso no hubiese sido suficiente, el tsunami que le siguió arrasó gran parte de la costa que quedaba en pie, llevándose todo a su paso. El valle de Los Ángeles se convirtió en una trampa mortal.

—Todavía estaba conmocionado después de que lo rescatáramos cuando se empeñó en unirse a un equipo para ayudar —murmuró Xemx, recordando aquel momento—. Te aseguro que fue de los mejores. Qualba estará a salvo con él.

—Está bien —aceptó Rael—. Habla con él. Tendrá que firmar un acuerdo de confidencialidad, por supuesto, y debemos pensar en una historia verosímil para ponerlo en antecedentes sin destapar nuestros secretos. Recordad que Mikkelstone sigue vivo y libre, y no podemos descuidarnos a pesar del tiempo que ha pasado. Es muy probable que esté esperando su oportunidad.

—¿Tú crees? —Nirien parecía algo escéptico—. Mikkelstone actuaba bajo las órdenes de Qualba, y ella financiaba su pequeño ejército. Ahora estará solo, sin recursos…

—No creo que esté sin recursos —lo interrumpió Ashanti—. No he averiguado mucho, a pesar de haber llamado a todas las puertas posibles en busca de información, pero todo apunta a que ya tenía su propio grupo de mercenarios antes de que Qualba contactara con él. Sé de buena tinta que trabajó para la CIA en el pasado, y que hizo… «pequeños trabajillos» para algún que otro gobierno extranjero. Y seguro que sabe mucho sobre vosotros. A saber qué le contó vuestra hermana los meses que pasó con él. Yo no bajaría la guardia en absoluto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Nirien, girándose hacia ella.

—Que no podemos descartar la posibilidad de que haya buscado ayuda en la misma CIA, o en Seguridad Nacional, o cualquier otra agencia secreta gubernamental —contestó Xemx—. No sabemos qué reputación tiene, y cuánto en serio podrían tomarlo si les cuenta lo que ha visto… pero hemos de asumir que es muy posible que algún sector del gobierno ya esté al tanto de la verdad sobre nosotros, y que puede que intenten algo. Aunque todo son especulaciones —terminó, encogiéndose de hombros.

—Lo sé. Lo sé. —Rael se frotó el rostro—. Con un panorama así, es arriesgado permitirle a Qualba salir de Belt. Pero tampoco podemos obligarla a quedarse, no si queremos evitar que se repita la historia. Qualba no es una niña, es adulta y, aunque no sabe toda la verdad, ni debe saberla nunca, no podemos estar tomando decisiones por ella. No está bien y puede llegar a ser contraproducente. Ashanti, establecerás un protocolo de actuación rápida para intervenir por si Mikkelstone aparece. 

—De acuerdo.

—Xemx, tú hablarás con tu amigo. Convéncelo para aceptar la oferta. Ofrécele la luna si es necesario.

—Muy bien. Con Ashton estará más que segura, ya lo verás. Y no es que ella sea inofensiva —les recordó—. Con poderes o sin ellos, Qualba es perfectamente capaz de protegerse a sí misma, no lo olvidéis. Es una soldado entrenada, exactamente igual a todos nosotros. Y lo sabéis.


Jen estaba en la sala de música, tumbada en la chaiselongue, escuchando una sonata para piano de Mozart. Había leído que la música clásica estimulaba ciertas áreas cerebrales además de producir endorfinas, lo que relajaba tanto a la futura mamá como al bebé que gestaba en su vientre. Se pasó la mano sobre la abultada barriga y suspiró.

—Los sacrificios que estoy haciendo por ti, pequeño —le murmuró a su futuro hijo.

En cuanto supo que estaba embarazada, guardó su paracaídas y Uragan se empeñó en contratar a alguien para que se ocupara de dirigir Wild Park. No quería que ella se preocupara de nada, algo que consideraría muy tierno si no fuese porque, sin algo que hacer, se aburría demasiado. 

Aunque eso pronto cambiaría. Cuando su hijo naciera, ambos estarían ocupados día y noche.

—Estás aquí. —Uragan entró y se sentó a su lado. Jen lo recibió con una sonrisa y se acurrucó entre sus brazos abiertos—. ¿Te apetece hacer algo? Podemos ir a comer por ahí y pasear un rato.

—Me apetece mexicano —murmuró con los ojos cerrados, aspirando con placer el aroma de su pareja. Tenerlo a su lado era mucho más relajante y placentero que escuchar a Mozart.

—No hay mexicano en Belt.

—Pues vámonos a Las Vegas. Necesito rodearme de ruido, y gente.

Uragan suspiró, resignado. No le hacía gracia dejar la seguridad de Belt, sobre todo estando Jen embarazada, pero había aprendido que no era recomendable ni siquiera insinuárselo, a no ser que quisiera tener una discusión en la que lo acusaría de ser extremadamente protector con ella, hasta el punto de ser un agobio.

—Está bien. —No pudo evitar removerse incómodo al gruñir la respuesta.

—¿No vas a intentar hacerme cambiar de opinión alegando lo peligroso que es salir de Belt, sabiendo que el innombrable Mikkelston está por ahí fuera, libre, posiblemente tramando algún plan maquiavélico para hacernos daño?

—¿Para que puedas recordarme lo exasperante que puedo llegar a ser? No, gracias.

—Uy, —Jen le dio un pellizco en un moflete, como si fuese un niño—, ¿mi cariñito está de morros?

Uragan no contestó. Se limitó a soltar un prolongado suspiro de resignación que hizo reír a Jen. Pero, al ver su ceño más fruncido de lo habitual, se dio cuenta de que había algo más.

—¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó, preocupada.

Uragan abrió la boca para decir «nada», pero recordó lo que ella le había dicho tantas veces, que guardarse las cosas para sí mismo no era bueno, ni para él ni para su relación.

—Se trata de Qualba. Va a marcharse de Belt una temporada larga, sola, y yo sigo sin poder perdonarle lo que nos hizo. Lo intento, de veras, pero… No confío en ella, y eso hace que me sienta mal.

—Debes intentar comprenderla, y ponerte en su lugar.

—No entiendo cómo tú has podido perdonarla después de que casi muriésemos por su culpa. Y que incluso hayas podido hacerte amiga suya.

No era un reproche, sino incredulidad por la tremenda generosidad que Jen demostraba con su perdón.

—Porque la persona que era Boss ya no existe. Esa Qualba era alguien torturado y en estado de shock por todo lo que Lesta le había hecho. No puedo ni imaginarme el infierno en el que vivió durante tantos años. ¿Cómo no volverse loca? No era responsable de sus actos, ¿cómo puedo culparla? —Ambos se quedaron en silencio durante unos minutos. Al fin, Jen siguió hablando—: Cariño, ¿no será que te sientes tan culpable por lo ocurrido, que eres tú el que no puede perdonarse a sí mismo? Y cada vez que la ves…

—Cada vez que la veo me pregunto si no vi las señales de lo que estaba ocurriendo, o si es que no quise verlas. Por supuesto que me siento responsable, y culpable, y me está destrozando porque ni siquiera puedo ir y pedirle perdón porque ella no recuerda nada.

—Debes resolverlo, Uragan. Por nuestro bien y por el de nuestro hijo. —Se llevó las manos a la barriga en un gesto protector que no pasó desapercibido. Uragan puso su mano encima de la de ella y cerró los ojos—. Debes perdonarla, y perdonarte, cariño. Quizá sería buena idea que fueses a hablar con ella y despedirte antes de que se marche.

—Y, ¿qué le digo? —Le dirigió una mirada de desesperación que rompió el corazón de Jen. No le gustaba verlo sufrir, y mucho menos por un pasado que no podía cambiarse—. No puedo contarle cómo me siento y porqué. Que la vergüenza y la culpa me corroe porque no fui capaz de protegerla, que le fallé cuando más me necesitaba.

—No sé cómo ayudarte en eso, —suspiró, abatida—. Solo sé que si no logras perdonarla y perdonarte a ti mismo, eso te amargará el resto de tu vida. El pasado no puede cambiarse, solo podemos aceptarlo y seguir adelante con nuestras vidas sin dejar que nuestros arrepentimientos nos lastren. Le fallaste y ella te falló a ti, acéptalo, perdónate y perdónala.

—Haces que suene muy fácil, pero no lo es.

—Cuando tomas la decisión, es mucho más sencillo de lo que piensas. Logré perdonar a mi padre, ¿recuerdas? Fue su adicción al juego lo que lo llevó a participar en el secuestro de Lesta, y el único culpable de que Mikkelstone ordenara mi muerte pensando que yo sabía algo y era un cabo suelto que debía ser eliminado. Y, a pesar de todo, le perdoné.

—Porque tú eres mucho mejor persona que yo. Tienes un corazón bondadoso en el que no cabe el rencor.

—Tú también puedes ser generoso. Solo has de encontrar el camino para perdonarte y, el resto, llegará solo.

—Ojalá tengas razón.

—La tengo. En el fondo de tu corazón, sabes que la tengo.

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