Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

El fuego del drakko. Capítulos uno y dos.



1. El rey se está muriendo


—Me estoy muriendo, Nahar.

La voz del rey Bakris sonó preocupada y triste. Nahar, el comandante de la Guardia Real, lo miró con sorpresa y desconcierto. Sus dos corazones se saltaron un latido al unísono. Durante todos los años que llevaba a sus órdenes, jamás le había visto así, abatido y sin esperanza.

El rey miraba a través del ventanal hacia la ciudad que se extendía por la ladera a los pies de palacio, Riofuego, la capital ancestral de su reino. Nahar solo podía ver su espalda, curvada bajo la túnica roja como si fuese un anciano, y su pelo blanco cayendo desordenado en cascada, como si hubiese pasado largo rato mesándoselo. La mano que apoyaba en la pared estaba engarfiada como si intentase contener una gran rabia, y la otra asía con fuerza el cinturón de cuero que le rodeaba la cintura.

—No digáis eso, majestad —intentó consolarlo, asustado de ver así a su señor y amigo—. Solo estáis algo triste.

—No es solo tristeza, amigo mío —replicó sin mirarlo—. Estuve triste cuando murió mi reina, y me pongo triste cuando pienso en el inútil de mi único hijo. —Su voz también dejó traslucir algo del desprecio que sentía por el príncipe Ryle, el heredero al trono—. Pero esto es distinto. —Se giró hacia el comandante y sacudió la cabeza, compungido. El dragón dorado enroscado en sí mismo, bordado con hilos de oro sobre la túnica carmesí, también parecía abatido—. Somos drakkos, Nahar. Hombres dragón. Los drakkos sabemos cuándo la muerte nos acecha, y la mía está muy cercana. Lo siento en los huesos —terminó con un suspiro resignado.

Nahar sacudió la cabeza, uniéndose a la tristeza del rey. Sus palabras eran verdaderas. Los drakkos sabían cuándo se acercaba la hora de su muerte, ese fue uno de los regalos emponzoñados de Vixmir, la diosa drakko. El otro, y quizá el que más dolía, que no hubiese hembras en su especie, lo que les obligaba a buscar pareja entre las demás razas de Aina.

—¿Cuánto tiempo, majestad? —preguntó con un susurro, sin querer realmente conocer la respuesta.

—Un año, a lo sumo. Quizá menos. —La mueca de Nahar hizo que el rey sonriera con amargura. Caminó hacia él, las pisadas de sus botas de cuero resonando en la estancia, y le puso una mano en el hombro para confortarlo—. No te entristezcas, amigo mío. He tenido una larga vida.

—No lo bastante larga, Bakris. —En esos momentos de intimidad fraternal, Nahar se atrevió a dejar de lado el protocolo y llamarlo por su nombre, algo que hacía en muy contadas ocasiones—. Tu padre vivió más de trescientos largos años. Tú, apenas has llegado a los ciento cincuenta. Todavía eres muy joven.

Bakris le dio unas leves palmadas en el hombro y asintió con la cabeza antes de alejarse de Nahar. Regresó a la ventana y miró más allá de la ciudad, hacia donde estaba el bosque en el que a su amada Nomir le gustaba tanto cabalgar. No podía verlo, los tejados rojizos y las cúpulas doradas de los otros palacios se lo impedían, pero no necesitaba hacerlo para rememorar el dolor.

—Mi padre tuvo a mi madre a su lado durante la mayor parte de ese tiempo. Ella fue el amor de su vida y le dio fuerzas para no sucumbir. Yo llevo solo demasiado tiempo, Nahar. Sabes qué nos ocurre a los drakkar cuando perdemos a nuestras parejas.

Nahar asintió en silencio. Otro venenoso regalo de la gran Vixmir. Si un drakko quiere que su semilla conciba, debe vincular su alma con la de su pareja. El fuego del dragón es peligroso y, sin ese lazo espiritual, la hembra corre el peligro de morir abrasada. Pero cuando el vínculo se rompe a causa de la muerte de la hembra, el drakko jamás lo supera. Durante el resto de su vida sentirá que es la mitad de lo que era, tendrá un vacío que jamás podrá ser llenado por nada ni por nadie, y el dolor y la desesperanza acaban haciendo mella en él.

—Que nos invade una profunda tristeza que nos merma las fuerzas y las ganas de vivir —contestó al fin.

Nahar sonrió con gran pesadumbre y dolor, recordando su pasado. Él tuvo la fortuna de ser lo bastante listo como para no caer en la trampa, y dio gracias por no tener nada que legar a un heredero, ni fortuna, ni apellido, ni título. Solo era un soldado nacido en el barro que tuvo la suerte de ser bueno en el campo de batalla y ganarse el favor del rey. Vincularse con una humana era algo muy peligroso porque, aunque la unión solía protegerlas de la vejez y de las enfermedades, y les proporcionaba una vida mucho más larga de la que tendrían como humanas, no era algo infalible. Pensó en la difunta reina Nomir, muerta en un accidente durante una cacería que casi también le cuesta la vida al príncipe Ryle.

Sacudió la cabeza de forma imperceptible. Las humanas son mucho más frágiles, incluso con el vínculo. Y sus hijos, hasta que alcanzan la adolescencia y el dragón se manifiesta, son como el cristal, muy fáciles de romper.

Alzó la cabeza y miró hacia el tapiz que había encima de la chimenea. En él, una inmaculada Vixmir, con su pelo llameante cayendo alrededor de su cuerpo cubierto con un traje de cazador hecho de piel de dragón, empuñaba una lanza y miraba hacia el frente con una expresión feroz en el rostro.

«¿Por qué no te ocupaste de crear a hembras drakko en lugar de condenarnos a emparejarnos con otras razas mucho más débiles?» le espetó con rabia desde lo más profundo de su alma. Pero su boca no pronunció palabra. Decir algo así en voz alta sería una ofensa que la diosa no se tomaría a bien.

—Así he vivido yo desde la muerte de mi dulce Nomir —dijo el rey. Inspiró profundamente, recordando el sueño de la noche anterior, el mismo que lo había trastornado tanto hasta despertarlo empapado en sudor. En él, su amada esposa lo visitó, enfurecida, para recriminarle que no hubiese preparado adecuadamente a su hijo Ryle para ocupar el trono, y exigirle que hiciese algo para remediarlo, antes de que fuese demasiado tarde—. ¿Dónde está el príncipe Ryle?

Nahar carraspeó, incómodo, y movió imperceptiblemente los pies como si tuviese el impulso de salir corriendo de allí para no tener que responder a aquella pregunta.

—No volvió a palacio anoche, majestad. Se fue antes de cenar, para asistir a una fiesta que dio en su honor uno de sus primos.

—¿En su honor? —El desprecio en sus palabras ocupó toda la estancia, convirtiendo el aire en algo pegajoso—. ¿Qué honor? Ni siquiera sabe qué significa esa palabra. —Se frotó el rostro y abandonó la ventana, caminando con decisión hacia la chimenea. Alzó la vista para mirar el tapiz de Vixmir y se agarró las manos por detrás de la espalda—. Madrás, supongo.

—Sí, majestad.

—De todos sus primos, tenía que hacerse inseparable del inútil de Madrás. Son tal para cual. —Se giró bruscamente hacia Nahar, en sus ojos una mirada llena de determinación y rabia—. Busca a mi hijo y tráelo a mi presencia. A rastras, si es necesario.

Nahar abandonó su pose relajada para ponerse firmes. Se dio un golpe en el pecho con la palma de la mano derecha e inclinó la cabeza en señal de obediencia.

—Como ordenéis, majestad.

En cuanto Nahar abandonó la estancia, Bakris sacudió la cabeza, la culpa golpeándolo con fuerza. Si alguien era responsable del errático e irresponsable comportamiento del príncipe, era él, por mimarlo demasiado y no obligarlo a cumplir con sus obligaciones. La muerte de Nomir y la casi pérdida de su hijo en el mismo accidente, le hizo tomar demasiadas decisiones equivocadas. Verlo sufrir durante días, con el cuerpo roto cuando todavía no tenía a su dragón para curarle las heridas, caminando al borde de la muerte, delirando… Bakris apretó los puños y cerró los ojos con fuerza. Todavía tenía pesadillas con aquellos funestos días. Los médicos no sabían cómo ayudar a su hijo, ninguna de las pócimas de los hechiceros le quitaban el dolor que estaba sufriendo, y sus gritos constantes se oían por todo el palacio.

Hasta que se obró el milagro. El dragón acudió a él antes de tiempo y, aunque el proceso fue doloroso, logró sanar sus heridas y recomponer su cuerpo. Los huesos rotos se soldaron, los músculos desgajados se repararon, los tajos infectados se curaron, y Ryle se salvó. Su cuerpo volvió a ser el mismo de antes del accidente, pero su alma…

Pasó de ser un niño respetuoso y obediente a comportarse como un auténtico salvaje. Bakris lo atribuyó a todo lo ocurrido, a la muerte de su madre y a su propia agonía para recuperarse de las heridas sufridas. Le dio tiempo para sanar y superar la pérdida. Pensó que, al crecer y madurar, su fase irresponsable también desaparecería. Cuando llegó el momento de ocupar su lugar como príncipe heredero, intentó razonar con él. Con dieciséis años ya se le consideraba un adulto y era hora de abandonar los juegos y rabietas infantiles y empezar a comprender cuáles eran sus responsabilidades. Pero Ryle se negó en redondo a cumplirlas. Jamás acudía a las reuniones del Consejo, se escapaba de las maniobras de entrenamiento con la guardia, no se presentaba en las recepciones de palacio y se escabullía de las sesiones de justicia real. Sus mentores se desesperaban porque siempre había una buena excusa para no asistir a las clases que, hasta el momento del accidente, adoraba.

Bakris siempre lo justificó diciéndose que era cosa del dolor por la pérdida y el propio sufrimiento que había padecido. Que solo necesitaba tiempo para asimilarlo y madurar.

Pero el tiempo no había sido suficiente. Veinte años habían pasado desde aquel infortunado día, y Ryle seguía igual de cabezahueca.

Ya no tenía más tiempo para darle. Su muerte estaba demasiado cerca y Ryle se vería obligado a ocupar su lugar en el trono. ¿Hacia qué desaste llevaría al país si no era capaz de sentar la cabeza y comportase como debía hacerlo alguien en su posición?

Suspiró, sus dos corazones atenazados por el dolor y la culpa. Tragó saliva, enderezó los hombros, y compuso en su rostro un gesto de seriedad. Tenía una reunión con el Consejo del Reino, había asuntos graves que tratar y, aunque lo único que quería era saltar por la ventana, abrir sus alas de dragón y desaparecer en el cielo, no tenía más remedio que asistir y tomar decisiones.

Era su obligación como rey.



2. El príncipe que no quería serlo


Ryle entreabrió los ojos con la mente todavía nublada por la confusión. Se los frotó en un vano intento por despejarse e intentar recordar dónde estaba. La luz del sol entraba difusa a través del cristal esmerilado de las tres ventanas ojivales que había a su izquierda. Parpadeó y se llevó la mano al pecho desnudo.

«Estoy en una cama, pero no es la mía», pensó, sin un ápice de alarma. Era algo normal en él despertar en camas ajenas.

Alguien roncó junto a su oreja. Giró levemente el rostro, sin saber aún dónde se encontraba, y se encontró formando parte de un revoltijo de cuerpos desnudos. La mujer que roncaba a su lado era joven y hermosa, y tenía una mata enmarañada de pelo rojo como el fuego. Miró hacia el techo, y sonrió aliviado al reconocer el mural de tonos pastel con ninfas desnudas bañándose en un estanque, todas en actitudes sensuales y muy cariñosas entre ellas. 

Estaba en el dormitorio de su primo Madrás, en el palacete que ocupaba junto al palacio de su tío y gran duque Arkax, de la casa real Alasangre.

Se incorporó y vio la cabeza de su primo apoyada sobre una nalga femenina. Dormido y todo, su mano aferraba el culo de la muchacha como si le fuese la vida en ello. Soltó una carcajada silenciosa y lo sacudió un paralizante dolor de cabeza. Se llevó la mano a la sien. 

La mujer que roncaba a su lado se despertó perezosa y le dirigió una sonrisa provocadora. Movió el brazo de forma indolente, pasando los dedos entre sus desnudos pechos, hasta que la mano llegó a la entrepierna cubierta de vello tan rojo como el de su cabeza. Entreabrió los labios y abrió los muslos, invitándolo con sus gestos a poseerla de nuevo.

—Ahora no —la rechazó Ryle con la lengua espesa a causa de la resaca.

La fiesta de la noche anterior había terminado como siempre acababan las reuniones en casa de Madrás: en una delirante orgía de borrachos, con los invitados desnudos persiguiéndose por todas las habitaciones del palacete, para acabar follando en cualquier sitio. En el aire todavía se podía oler el fuerte tufo de la hierba de denalia que habían estado fumando con las pipas, mezclado con el hedor del alcohol y los efluvios del sexo.

Ryle se frotó la cabeza y después, con movimientos comedidos, se levantó de la cama. Todavía tenía la mente algo espesa a consecuencia del humo de la denalia. Le dolía todo el cuerpo y las náuseas se le arremolinaron en el estómago. Acabó vomitando en el orinal, arrodillado en el suelo, con las arcadas aguijoneándole.

Una risa harto conocida precedió a la aparición del rostro de Madrás asomando por el borde de la cama.

—¿Te encuentras mal, primo? —le preguntó con sorna.

—Vete a la mierda —masculló, limpiándose la boca con el borde de la sábana. Después, escupió en el orinal y se levantó, apoyándose en la cama.

—Esta sábana es de la más pura seda —se quejó Madrás—, no deberías usarla de servilleta.

—Cómprate otras.

El exabrupto de su primo hizo que Madrás soltara una risa cascada.

Ryle empezó a buscar su ropa entre el desastre que era el dormitorio. Allí había de todo y de todos los colores: delicadas túnicas de seda con intrincados bordados; calzas de lana gruesa o de cuero, de colores oscuros; cinturones de cuero con anchas hebillas; escarpines forrados de tela con diferentes adornos; medias que habían cubierto las delicadas piernas femeninas; camisolas de lino; un par de dcorpiños con brocados dorados, y otro más de terciopelo color vino; varios jubones de algodón; incluso encontró dos sobrevestas con el escudo del Gran Duque bordadas en el pecho, signo inequívoco de que algunos guardias se habían unido espontáneamente a la fiesta sin ser invitados.

Madrás lo observó, divertido. Se deslizó por la cama hasta que su espalda quedó apoyada en el cabecero. Las dos mujeres se arrimaron a él, una a cada lado, intentando reclamar su atención.

—¿Dónde cojones está mi ropa? —masculló Ryle, rindiéndose. Nada de lo que había diseminado por allí le pertenecía—. Y, ¿qué hace todo esto aquí?

—Tú lo trajiste —contestó Madrás—. La idea de robarles la ropa a los invitados te pareció de lo más divertida. Dijiste que sería muy gracioso ver cómo se las apañaban cuando quisieran irse.

—Pues no ha sido gracioso porque no he podido verlo. Vas a tener que dejarme algo para volver a palacio.

—¿Ya quieres irte?

Ryle se dejó caer sentado en la cama, de espaldas a su primo, y miró hacia el reloj. La mujer pelirroja abandonó a Madrás para acercarse a él y aferrarse a su cintura para empezar a darle pequeños bocados en el cuello.

—Son más de las doce del mediodía. Mi padre estará furioso. Esta mañana había una reunión del Consejo a la que quería que asistiese.

La chica deslizó una mano hacia su polla para acariciarla, y esta despertó, provocando un ahogado gemido que surgió de la garganta de Ryle.

—Entonces será mejor que no regreses hasta dentro de unas horas, cuando se haya calmado —sugirió Madrás.

—Sí, alteza —le susurró la pelirroja al oído—, haced caso a vuestro primo y volved a la cama conmigo.

Ryle giró el rostro y se apoderó de la boca de la mujer para besarla con fuerza. Ella emitió un lánguido gemido que, junto a la constante caricia en su polla, lo enardeció.

—No me tientes, bruja —le susurró sobre los labios cuando dio por terminado el beso.

—Además —intervino Madrás—, deberías comer algo antes de irte. A estas horas, mis cocineras estarán preparando cosas realmente deliciosas.

Ryle rompió a reír mientras se dejaba empujar sobre la cama por la mujer.

—¿Tú quieres que le vomite encima a mi padre? —preguntó, divertido con la imagen que se apareció en su mente.

—¡Por Vixmir! —exclamó Madrás horrorizado, llevándose una mano abierta al pecho—. ¡Por supuesto que no! Tu padre me mandaría ahorcar por traición y poco importaría que fuese de su misma sangre. Lo único que quiero es que te quedes a disfrutar de los placeres que nos ofrecen estas dos señoritas.

Madrás agarró los pechos de la que estaba a su lado y empezó a amasarlos, jugando con los pezones. La mujer gimió con los labios entreabiertos y se colocó encima de él. Agarró la polla enhiesta y la guió entre sus piernas hasta que la penetró.

—¡Oh, joder! El bastardo de tu marido tiene razón —le dijo a la mujer—, eres una puta viciosa, ¿eh, lady Alina?

La mujer le puso una mano sobre la boca para silenciarlo.

—Aquí, solo soy tu puta, mi señor —contestó.

—Que le den a mi padre y al reino —exclamó Ryle entre dientes. Agarró a la muchacha que estaba sobre él, dedicada a besarle todo el cuerpo, y la volteó hasta que quedó a cuatro patas. Se puso detrás de ella y le dio una nalgada en el trasero. La mujer dio un pequeño grito al que siguió una carcajada—. ¿Eres tú mi puta? —le preguntó con los dientes apretados mientras la penetraba por detrás de un solo golpe.

—¡Sí, mi príncipe! —gritó ella.

Empezó a follarla con dureza mientras Madrás hacía lo propio con la suya. El trasero de la mujer era delicioso, blanco como la leche y de piel suave como la seda, y se estremecía con cada sacudida. La señal rosada de la nalgada brillaba sobre la pálida carne. Ryle clavó los dedos en las nalgas mientras seguía empujando, golpeando la pelvis con cada penetración.

Sexo, alcohol, y el humo de la denalia en sus pulmones y su cerebro, eran las tres únicas cosas que lograban que olvidara. Su padre lo despreciaba por lo que era, un drakkos débil y sin fuerza de voluntad, que no servía para nada. Un hedonista sin corazón que solo vivía para el placer y al que el resto del mundo le importaba una mierda. Pero él se despreciaba aún más por ser incapaz de olvidar y sobreponerse al dolor. Las pesadillas lo atormentaban, y los recuerdos del día en que su madre murió y de todo lo que vino después, jamás lo abandonaban. El eterno dolor que parecía no tener fin estaba muy presente en su vida. Cada hueso roto, cada músculo desgajado, cada tendón destrozado, recordaba el calvario por el que su cuerpo pasó como si estuviese prisionero en aquel momento, sumergido en un bucle infinito.

Oyó los gemidos de Madrás al correrse, y eso disparó su propia libido. El orgasmo lo alcanzó y, al terminar, se dejó caer en la cama, su alma tan vacía como habían quedado sus propios testículos.

La mujer que acababa de follarse, de la que ni siquiera sabía su nombre o condición, se arrastró hacia él para acurrucarse a su lado. Podía ser tanto una de las putas que había pagado Madrás, como una de las muchas damas de la corte de su padre. Quizá estaba casada, como lady Alina, o quizá no tenía marido. Por suerte para ellos, la semilla de los drakkos no arraigaba en ningún vientre femenino a no ser que hubiese un vínculo previo. Somnoliento, se preguntó cómo lo hacían los varones humanos, o de otras razas, para no ir dejando bastardos por ahí.

Un estruendo en el pasillo lo sacó bruscamente de su sopor. Se oyeron voces y gritos aterrorizados. Se incorporó, alerta, y miró hacia Madrás, que tenía en su rostro la misma expresión de sorpresa que él. La puerta del dormitorio se abrió de golpe, chocando contra la pared. Nahar irrumpió, flanqueado por dos miembros de la Guardia Real, y lo miró con ferocidad con sus ojos anaranjados como un atardecer.

—Príncipe Ryle —dijo con voz solemne—, Su Majestad requiere vuestra presencia en palacio.

Ryle dejó ir una risa desganada.

—¿No ves que estoy ocupado? Dile que iré en cuanto me sea posible.

Nahar no respondió. Hizo un gesto con la cabeza hacia los dos guardias que le acompañaban y estos se abalanzaron sobre el príncipe. Lo aferraron con fuerza y lo sacaron a rastras de la cama. Ryle no opuso resistencia. Podría haberlo intentado, pero sabía que si se producía una lucha, él tenía todas las de perder. Nahar le ganaría incluso llevando una mano atada en la espalda, sin importar si peleaban en forma humana, drakko o dragón. Acabarían destrozando el dormitorio de su primo, y sería una forma poco elegante de agradecerle a aquel lugar todas las horas de placer que había vivido entre sus cuatro paredes. 

Madrás se quedó quieto en su lugar: sabía muy bien que no le convenía oponerse a Nahar. A pesar de ser sobrino del rey e hijo del gran duque Arkax, si el comandante de la Guardia Real estaba allí con órdenes expresas del rey, cualquier intento de detenerlo podría llevarlo a dar con sus huesos en una celda sin que nadie, ni su propio padre, pudiese hacer algo por evitarlo.

—¡Vuelve esta noche! —le gritó al príncipe sin moverse de la cama—. ¡Seguiremos con la fiesta!

Nahar se volvió hacia él y lo fulminó con la mirada. El anaranjado de sus ojos fulguró como una hoguera, y Madrás supo que lo único que contenía el fuego del dragón del comandante era el hecho de que formaba parte de la familia real. Nahar lo odiaba y despreciaba, y no se escondía de demostrarlo siempre que podía.

—El príncipe no volverá a poner los pies en este antro en mucho tiempo —sentenció con voz profunda. 

Madrás sintió que se le erizaba la piel mientras veía al comandante darle la espalda y salir de su dormitorio.

Estaba claro que al rey Bakris III, apodado el Justo por sus súbditos, se le había acabado la paciencia.

«Pobre Ryle» pensó. Y casi le dio lástima de verdad.
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