Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Inocencia robada. Capítulo uno.

A los dieciséis años de edad, lady Prudence Amelia Worthington, hija del ilustre duque de Lancaster, fue testigo del acto más vergonzoso, sórdido y excitante de su triste y patética vida.
Caminando por los jardines de la magnífica mansión campestre propiedad de su padre, en una noche cálida de mediados de verano, en la que el insomnio la sacó de la cama y la obligó a salir a dar un paseo para calmar sus alterados nervios, sus pasos la llevaron hacia el cenador con paredes tapiadas de enredaderas y rosales. Aquel era su lugar preferido para sentarse a meditar sobre el incierto futuro que la esperaba, pues temía que su intransigente padre pretendiera casarla en el futuro con algún caballero entrado en años y lleno de achaques, pero con los bolsillos llenos y un bonito título que lucir.
Se acercaba al lugar pisando el caminito de gravilla que transcurría entre los parterres, con sus livianos pies recubiertos con unas deliciosas zapatillas de seda, cuando oyó que desde el interior procedían una especie de gruñidos y gemidos apagados. Eran dos voces diferentes, una femenina y otra masculina, las que hacían esos ruidos tan extraños, mezclados con respiraciones entrecortadas y palabras susurradas.
—Oh, sí, más duro, más fuerte, cariño. Dame más.
—Qué estrecha eres, Lucía, tu coño me aprieta la polla como las cinchas a un caballo.
Lady Prudence Amelia Worthington, a quién su nombre de pila (Prudencia) le venía tan grande como su propia vida, se llevó las manos a la boca para ahogar un chillido cuando reconoció ambas voces. Él era Samuel, uno de los mozos de cuadra de su padre, el mismo chico amable y simpático que solía acompañarla siempre que salía a cabalgar. Ella era Lucía, su propia doncella, una muchacha medio italiana que su madre se trajo de aquel lejano país hacía dos años, en uno de sus arrebatos de bondad.
¿Qué harían los dos, juntos, a esas horas de la noche, escondidos en la glorieta del jardín?
La curiosidad y la falta de prudencia la empujaron irremisiblemente hacia la puerta, que permanecía entornada, y a asomarse por ella. Dentro estaba oscuro excepto por una solitaria vela que titilaba sobre la pequeña mesita que había en el centro, que alumbraba a duras penas, pero lo suficiente para que pudiera ver a ambos jóvenes tumbados sobre uno de los divanes. Lucía estaba boca arriba, con el corpiño del vestido deslizado dejando a la vista sus turgentes pechos, y la falda arremangada hasta la cintura. Samuel estaba encima de ella, con los pantalones bajados hasta las rodillas, dejando al descubierto sus magníficos y tonificados glúteos, producto de las horas que pasaba montando a caballo, y empujaba su enorme miembro viril dentro de la gimoteante doncella.
Lady Prudence ahogó un gemido llevándose las manos a la boca de nuevo. Sabía qué estaban haciendo. A pesar de ser joven e inocente como un lirio, había vivido toda su vida en la mansión campestre del duque y, aunque todo el mundo había procurado con obsesivo afán apartar de sus virginales ojos cualquier manifestación pública de afecto entre los machos y las hembras que habitaban cuadras y corrales, no lo habían conseguido con eficacia. Así, Prudence, en su deambular incierto por las tierras de su padre, cuando se escapaba a la vigilancia de tutores e institutrices, había podido ser testigo de cómo un caballo montaba a una yegua para preñarla; o de cómo el gallo del corral que había más allá de las cuadras, perseguía con afán reproductor a cuanta gallina se cruzaba en su camino.
Sí, lady Prudence Amelia Worthington sabía perfectamente qué estaban haciendo el mozo de cuadras y su doncella. Lo que no entendía eran los gemidos de placer que proferían sus bocas, como si estuvieran degustando el mejor chocolate del mundo; ni el anhelo que relataban las manos ansiosas que recorrían las partes desnudas de sus cuerpos; ni los rostros extasiados y el lánguido abandono que se apoderó de sus cuerpos después de un gruñido lastimero seguido por varios espasmos de las caderas de Samuel.
No lo comprendía, pero no pudo evitar que su casto bajo vientre se tensara de deseo insatisfecho, ni que el fuego abrasador que nació en esa parte solo tocada cuando se lavaba por las mañanas, ruborizara todo su inmaculado cuerpo.
Salió de allí caminando deprisa, procurando que sus livianos pies calzados con las zapatillas de seda no hicieran ruido sobre el camino de gravilla. Respiraba entrecortadamente y las rodillas estuvieron a punto de fallarle cuando se enfrentó a las escaleras. Por fin, ya a salvo en su dormitorio, se escondió bajo las sábanas tiritando sin saber por qué, ya que el calor infernal se había apoderado de ella.
Aquella noche no durmió. En su mente inocente se mezclaban imágenes de lo que había visto mezcladas con otras que nunca habían ocurrido, en la que era ella la doncella que estaba bajo Samuel, gimiendo y demandando con energía que su hombría la llevara a tocar el cielo.
Se levantó cansada y sudorosa, y cuando Lucía, su doncella, se presentó poco después para atenderla, mantuvo la mirada baja, totalmente avergonzada y sin valor para mirarla o dirigirle la palabra más allá de lo imprescindible.
—Estáis muy callada esta mañana, lady Prudence.
—No me encuentro muy bien —se excusó—. Tengo jaqueca y no he dormido en casi toda la noche.
—¿Queréis que os traiga unos polvos para el dolor de cabeza?
—No, gracias. Daré un paseo por el jardín después de desayunar. Quizá el aire fresco de la mañana, me ayude.
—Cómo deseéis, milady.
Prudence la observó de soslayo mientras la doncella se movía con seguridad por el dormitorio. No parecía que algo hubiera cambiado en ella. Seguía con el pelo recogido dentro de la cofia, y el cuerpo cubierto por el insulso uniforme. No había un brillo especial en sus ojos ni mirada soñadora; no suspiraba ni tenía tendencia a sonreír por nada, como había leído que ocurría cuando una mujer se enamoraba. Lucía seguía moviéndose con espartana eficacia, sacando la ropa del vestidor y poniéndola encima de la cama.
Todavía eran ropas de niña, aunque las faldas ya eran largas hasta los tobillos y no mostraban ni un centímetro de sus pantorrilas. Suspiró pensando en la siguiente primavera, cuando toda la familia iría a Londres y la proveerían de un ajuar completo para su presentación en sociedad.
—¿Has estado en Londres, Lucía?
—Sí, milady. Estuve cuando llegué en barco a Inglaterra con su excelencia la duquesa, pero solo estuvimos dos días hasta que vinimos hacia aquí.
—Y, ¿cómo es?
—Ruidoso y maloliente, por lo poco que pude ver.
—Madre dice que es una ciudad magnífica.
—Puede ser, milady. Ya os digo que yo no tuve tiempo de ver nada.
Prudence se mantuvo en silencio mientras la doncella la ayudaba a vestirse. En su mente bullían las preguntas, aunque ninguna relacionada con Londres y su próxima presentación en sociedad. Todas tenían que ver con aquello que sus ojos habían visto a escondidas la noche anterior. Con los gemidos, las caricias, y con el fuego que ardió en sus venas. Necesitaba saber y comprender qué era aquel mal que se había apoderado de ella. Pero las palabras morían antes de ser pronunciadas y las preguntas desaparecían en su boca.
«Quizá más tarde —se dijo—. Cuando el aire fresco de la mañana haya aliviado mi cabeza».
No se atrevió en todo el día, pero cuando llegó la noche se sentó delante de la ventana. Sabía que Lucía tendría que pasar por debajo si iba a encontrarse de nuevo con Samuel en el cenador. Observó y esperó, presa de una súbita desazón. Sabía que aquello que pensaba hacer no estaba bien. Observar a escondidas el encuentro de ambos amantes era una transgresión hacia todo lo que le habían enseñado desde la cuna. Era vergonzoso, ignominioso, y si llegaba a oídos de su padre el excelso duque de Lancaster, este no dudaría en usar el cinturón en sus posaderas como castigo, tal y como había hecho otras veces. Pero no podía evitarlo, por mucho que se repetía a sí misma que debía meterse en la cama y olvidarse de lo que había visto. La fascinación que ejercían en ella las imágenes que había almacenado en su recuerdo, la impulsaba a repetirlo. Quería volver a ser testigo de un encuentro íntimo entre su doncella y el mozo; necesitaba volver a sentir el fuego que anidó en sus entrañas durante toda la noche; ansiaba descubrir el secreto camino que la llevaría a un estado de languidez y abandono, igual al que había visto reflejado en el rostro de Lucía. Quizá, aquella noche, si miraba atentamente, descubriera cómo lograrlo. Quizá, al día siguiente, tendría el valor de preguntarle.

***

El teniente Vincent Bouchamp miró con creciente horror el mensaje escrito en el papel que acababa de entregarle su comandante. Todavía tenía el uniforme sucio de barro, sangre y sudor, y a poca distancia de donde ambos estaban, se extendía el campo de batalla colmado de cadáveres, gritos de dolor y lamentos de los moribundos. Había perdido a muchos amigos ese día, pero el destino parecía no contentarse con la congoja que albergaba su corazón, puesto que venía a su encuentro con más desgracias.
—Lamento profundamente vuestra pérdida, milord —dijo el comandante, mirándolo con pena.
Vincent lo miró con sorpresa al oírlo darle ese tratamiento. Él no era el milord de la familia. Esos eran su padre, el conde de Merton, y su hermano mayor, Augustus, el heredero. Pero ellos ya no estaban.
—Gracias —contestó, escueto.
—Por supuesto, —continuó su superior—, quedáis relevado de vuestras obligaciones para poder regresar a Inglaterra inmediatamente y haceros cargo de vuestras nuevas responsabilidades.
El comandante siguió hablando, pero Vincent ya no lo escuchaba. Sus ojos seguían fijos en la carta que le había llegado de casa, escrita por las temblorosas manos de su madre, en las que le anunciaba el fallecimiento, en un terrible accidente, de su padre el conde y de su hermano; y le conminaba encarecidamente a regresar a Inglaterra para asistir a los funerales y hacerse cargo de sus responsabilidades como nuevo conde de Merton.
—Debo volver al campo de batalla, señor —interrumpió a su superior con voz agria—, hay muchos heridos que esperan ser evacuados.
No podía dejar a sus compañeros allí, pudriéndose en vida.
—Ya hay hombres que se encargan de eso, milord —contestó el comandante.
—No puedo abandonarlos.
—Y no lo hacéis. —El comandante, preso de un extraño sentimiento de piedad, le puso una mano en el hombro para intentar reconfortarlo—. Solo cumplís mis órdenes, y estas son que hagáis el equipaje y volváis a Inglaterra.
Vincent lo miró con los ojos vidriosos y desenfocados. Estaba aturdido como nunca había llegado a estarlo en sus veinticuatro años de vida, una vida que creía encaminada y dedicada al ejército como oficial de caballería, y que ahora se derrumbaba y diseminaba a su alrededor como si una carga de caballería hubiera arremetido contra ella. Asintió, saludó, y salió de la tienda de su superior caminando con las piernas rígidas por el cansancio y el dolor, para dirigirse a la suya propia y ordenar a Derrick, su criado, que preparara el equipaje porque abandonaban Francia y volvían a Inglaterra.
No llegó a tiempo para los funerales, por supuesto. Tardó dos días en llegar a Calais, y allí se demoró tres días más hasta que su criado encontró un barco apropiado para poder transportar también a su caballo, pues no pensaba deshacerse del magnífico animal, un semental negro como la noche con suficiente nervio como para derrotar a Napoleón él solo.
Cruzaron el canal en una noche, y ya en suelo inglés, alquiló un coche de caballos para cruzar toda Inglaterra hasta Northumbria, donde su madre estaría esperando, desolada, su llegada.
Una semana después, las colinas agrestes y el olor del mar que se estrellaba bajo los acantilados de la costa, le dieron la bienvenida al hogar que había abandonado seis años antes, cuando su padre, atendiendo sus súplicas y en contra de su propia voluntad, le compró el puesto en la caballería.
Qué iluso e inocente era entonces. Su mente estaba llena de los posibles momentos heroicos que protagonizaría, y que haría que su padre se sintiera orgulloso de él. Y cuán diferente le había parecido la realidad cuando se enfrentó al ejército de Napoleón por primera vez en el campo de batalla. Sus sueños de gloria se rompieron miserablemente, aplastados por los gritos de auxilio de sus compañeros heridos, por el hedor del campo de batalla, por la sangre salpicada en su anteriormente reluciente uniforme, y por los estertores de su propio caballo, moribundo a causa de una lanzada en el costado.
Respiró profundamente y apartó de su mente los aciagos recuerdos para mirar por la ventana hacia el mar que se extendía, inmaculado, a su derecha.
«Cuánta razón teníais, padre, al advertirme. Y qué necio fui yo al no escucharos. Ojalá me hubiera quedado en casa en lugar de arriesgar mi vida miserablemente. Pero no podía, padre, no mientras él continuase con vida».
Pero su orgullo y la vergüenza le impidieron suplicar por su regreso, y se quedó en su puesto año tras año, sabiendo que un pedacito de su alma moría con cada compañero caído, con cada herida recibida, con cada carga suicida que llevaba a cabo contra el enemigo. Y con cada pequeña muerte, su inocencia, ya rota cuando a los catorce años le ocurrió aquello, se agriaba y se volvía más y más cínico, hasta convertirse en el hombre que era hoy en día, un hombre que nada tenía que ver con el muchacho lleno de ilusiones y ávido de honores que había cruzado la puerta de su casa para abandonarla hacia un destino incierto.
«Lo único que voy a echar de menos, serán las putas», pensó con amargura. En ellas había encontrado un refugio para su locura incipiente, cuando descubrió que podía controlar sin pudor lo que pasaba dentro de las cuatro paredes de las cochambrosas habitaciones de los prostíbulos. Las putas eran obedientes y sumisas, aceptaban sus órdenes sin cuestionarlas, y allí dentro el destino no interfería volviendo en su contra las decisiones tomadas. Allí, tenía el control absoluto y total, y era un remanso de paz y esperanza para una vida sujeta a los avatares del destino, a las órdenes de sus superiores, y a las decisiones tomadas por el enemigo. El caos se volvía armonía.
«Quizá, lo primero que debería hacer sería buscarme una amante adecuada —pensó—. Seguro que en Londres encontraré una viuda joven y dispuesta a todo con tal de recibir un pago generoso por sus servicios. Podría ser un cambio agradable, y no me importaría que fuese mayor que yo si acepta sin remilgos mis peculiaridades».
El coche enfiló el camino adentrándose en el extenso jardín delantero de Highcastle, la residencia principal del conde de Merton, un castillo que databa de la Edad Media al que habían ido anexándose paulatinamente, a lo largo del tiempo, otras edificaciones más modernas para sustituir las antiguas, hasta convertirlo en el edificio que era ahora. Del castillo original solo quedaba la torre del homenaje, ahora ocupada por el servicio; las mazmorras, convertidas en la bodega donde su padre guardaba su cara y selecta colección de vinos; y una parte de la muralla, que solo servía para que las enredaderas crecieran por ella.
—Ya estoy en casa… —murmuró con desgana.
En cuanto el coche de caballos se detuvo, abrió la puerta y bajó de un salto sin esperar que el lacayo que salió a toda prisa de la casa, lo asistiera.
—Bienvenido a casa, milord —murmuró el hombre haciendo una profunda reverencia.
—Gracias. Smith, ¿verdad?
—Sí, milord —contestó el lacayo abriendo mucho los ojos, sorprendido porque su señoría recordara su nombre después de seis años.
—¿Dónde está mi madre?
—En la salita azul, con lady Margaret.
«¿Lady Margaret?».
—¡Milord! ¡Bienvenido a casa! —El mayordomo salía precipitadamente por la puerta, todo reverencias, para acudir hasta él—. Smith, ocúpate de entrar el equipaje de su señoría. Thomas, Brad, ocupaos de los caballos y el carruaje.
—El semental atado detrás es de mi propiedad, señor Williams.
—Muy bien, milord.
—Que alguien le ceda un camastro al cochero para que pueda descansar unas horas antes de regresar con el carruaje.
—Como usted ordene, milord.
—Ah, y este es Derrick, mi ayuda de cámara. Proporcionadle ropas adecuadas y un dormitorio.
—Sí, milord.
La conversación se produjo mientras subían los amplios escalones que llevaban a la terraza principal, rodeada de una balaustrada de mármol blanco y jardineras repletas de flores. Vincent todavía vestía su uniforme de la caballería, en rojo y blanco, y las botas altas lustrosas y brillantes, que repiquetearon sobre el suelo al cruzar la puerta de la mansión y entrar en la casa.
—La condesa está en la salita azul con lady Margaret, milord.
—¿Quién es lady Margaret? —preguntó mientras dejaba el chacó y los guantes en manos del sirviente. No recordaba ninguna dama con ese nombre que viviera en los alrededores. Seguramente sería alguna pariente lejana que había venido a acompañar a su madre durante el duelo.
—La prometida de vuestro difunto hermano, milord.
El único signo que el rostro de Vincent manifestó a consecuencia de la sorpresa, fue un leve parpadeo. No recordaba que, en ninguna de las cartas recibidas de su hermano, le contara que se había prometido.
—¿Prometida?
—Sí, milord.
«¿Y por qué está aquí todavía?» se preguntó. Hacía días que su hermano Augustus había sido enterrado, no había ninguna razón lógica para que ella todavía siguiera aquí, a no ser que la condesa se lo hubiera pedido.
Subió la escalinata hacia la salita azul sin esperar a que el mayordomo fuera delante de él para anunciarlo. Esta era su casa, y seguramente su madre ya habría sido avisada de su llegada por alguna doncella. Abrió la puerta con decisión, sabiendo lo que lo esperaba al otro lado.
La condesa viuda estaba vestida toda de negro, como era de esperar. Su cabeza rubia estaba apoyada en el hombro de una joven dama, lady Margaret, mientras sollozaba con desconsuelo. Alzó el rostro cuando oyó abrirse la puerta, parpadeó para despejar los ojos llorosos, y levantó las manos, dirigiéndolas hacia él sin decir una palabra. Vincent entró y se sentó a su lado, cogiéndoselas, y abrazándola mientras arreciaba el desgarrador llanto.
—Hijo mío, —musitó entre hipidos—, gracias a Dios que has llegado sano y salvo.
Vincent quería preguntarle muchas cosas, pero apretó los dientes porque su madre no estaba en condiciones de contestar. No quería alterarla más.
—Ya estoy aquí, madre —le susurró con cariño. Fue duro ver a aquella mujer fuerte, venirse abajo con tanta facilidad. Su madre había sido una roca durante toda su vida, gobernando Highcastle con mano de hierro. Jamás la había visto llorar, y mucho menos con bolsas de desesperación debajo de los ojos—. Deberías retirarte a descansar.
—¡No! —La condesa sorbió las lágrimas de una manera muy poco adecuada y apartó el rostro del hombro de su hijo—. Hay cosas que deben hablarse ahora mismo.
—Madre, hay tiempo más que suficiente.
—No, no lo hay, ¿no te das cuenta? Tu hermano también creía que tenía todo el tiempo del mundo y… —Rompió a llorar otra vez, pero hizo un esfuerzo por contenerse y se limpió las lágrimas con el pañuelo que, delicadamente, le proporcionó lady Margaret—. Tienes que casarte.
—¿Qué? —Aquello sorprendió a Vincent. Se esperaba cualquier otra cosa menos aquella afirmación, casi una orden, dada con voz determinada.
—Augustus ha muerto soltero y sin descendencia, a pesar de las veces que le insistí en que se casara. Conseguí una promesa de matrimonio con lady Margaret… —Entonces, se dio cuenta que la dama que estaba a su lado no había sido debidamente presentada a Vincent—. Oh, cielo, lo siento —le dijo mirándola—. Vincent, esta es lady Margaret Brooks, hija del vizconde de Holbrook, y prometida de tu hermano.
Vincent hizo una leve inclinación de cabeza en su dirección y dedicó unos segundos a observarla. Era la típica rosa inglesa, de cabellos dorados, mirada recatada, y rostro inmaculado. Una belleza, sin dudarlo.
La condesa viuda siguió hablando.
—Es una hermosa dama, como puedes ver, de reputación intachable y proviene de un linaje tan honroso como el nuestro. Hubiera sido una esposa perfecta para tu hermano, y lo será para ti. Por supuesto, esperaremos seis meses para anunciar el compromiso…
—No.
La voz de Vincent no dudó ni un instante. Salió directa y controlada, como una bala de cañón volando hacia su objetivo.
—¡Pero hijo..!
—No, madre —reiteró con decisión. Miró hacia lady Margaret, que asistía a aquella conversación sin atreverse a alzar la mirada, incómoda—. Lady Margaret, estoy seguro que seriáis una condesa excelente y una esposa aún mejor, pero en mis planes más inmediatos no está el contraer matrimonio, y no sería justo para vos haceros esperar indefinidamente por una propuesta que puede que nunca llegue.
Ella asintió, tímida y recatada. Vincent pudo ver en sus ojos un atisbo de ¿alivio? Probablemente. Sabía que él no era el típico caballero al que las damas jóvenes y respetables mirarían con anhelo. No. Vincent era consciente de que la oscuridad que anidaba en su alma era perfectamente visible a través de sus ojos, y que eso las ahuyentaría. Quizá, con el tiempo, si lograba que los recuerdos de lo vivido en los campos de batalla fuesen menguando en intensidad, podría aparentar ser un caballero más igual a otros. Aunque lo dudaba, porque siempre quedaría aquello como una losa atada a su cuello, lo mismo que le había impulsado a huir de Highcastle en cuanto la edad se lo permitió, y lo que lo había impedido regresar durante todos estos años.
No, nunca podría olvidar aquello.
—Pero, hijo, ahora tienes responsabilidades…
—Y pienso cumplir con ellas, madre, cuando llegue el momento. Pero ahora mismo, en lo único que puedo pensar es en retirarme para refrescarme y descansar un rato.
—¡Por supuesto! —exclamó la condesa viuda—. Estoy tan… —suspiró, llevándose la mano al rostro—. Ni siquiera he pensado en lo cansado que estarás por el viaje —susurró—. Lo siento, hijo.
Vincent besó las manos de su madre.
—No importa, madre. También deberíais retiraros un rato a descansar. Os haría bien.

***

Lady Prudence no se atrevió a hablar con Lucía al día siguiente. Ni al otro. Ni al otro. Pasó todo un mes sin que lo hiciera. Los días que salía a cabalgar, acompañada de Samuel, lo miraba de soslayo y se mordía los labios por la picazón que le provocaba la curiosidad y las ganas de preguntar, pero tampoco lo hacía. ¡No era decente que una pequeña damita como ella hablara de estas cosas con un hombre! Y mucho menos si este era un sirviente.
Lo que no pudo dejar de hacer, fue vigilar los pasos de su doncella, y por las noches esperaba sentada en el alféizar de la ventana hasta que la veía salir a hurtadillas por la puerta del servicio, y escabullirse hacia el cenador del jardín. Entonces, se apresuraba a seguirle los pasos y los espiaba mientras se producía su encuentro. Era todo tan lascivo y carnal, que lady Prudence estaba convencida de que sus actos, los propios y los de ambos sirvientes, les estaban haciendo ganar un lugar de honor en el infierno. Pero ni siquiera el temor a pasar una eternidad retorciéndose en el fuego de la iniquidad, podía impedir que, una noche tras otra, la joven dama siguiera a su doncella hasta encontrarse con su amante.
Ser testigo de aquellos encuentros prohibidos llenaba de fuego sus venas, y a su mente de imágenes ilícitas que la acompañaban durante todo el día, haciendo que se distrajera en las lecciones de francés, o que se pinchara el dedo cuando se sentaba a bordar al lado de su institutriz.
—Estáis muy distraída últimamente, lady Prudence —la reñía. Ella se limitaba a sonreír con recato y seguía bordando.
Las dudas la consumían, y el ansia por saber más, la curiosidad insatisfecha, le impedían dormir bien por la noche cuando volvía a su lecho después de haber observado a Lucía y a Samuel. Había algo que se retorcía en sus entrañas, que la hacía sudar y respirar agitadamente; un malestar que se instalaba en su bajo vientre, que hacía que sus pechos se llenaran ávidos de no sabía qué, y que sintiera un enorme vacío en su interior que no era capaz de llenar con nada.
¿Qué era aquello que sentía? ¿Por qué, ver a dos personas copular, la hacía sentirse tan desesperada? Había sido testigo involuntaria de muchas cópulas en el pasado, pero siempre había sido entre animales, y no la habían afectado lo más mínimo. Es más, los berridos de las hembras, y su afán por escapar de las atenciones de los machos, la habían hecho creer que aquello era algo doloroso impuesto por una naturaleza cruel y despiadada. Pero Lucía no gritaba de dolor cuando caía bajo las atentas caricias de Samuel, y se levantaba presta las faldas para que él usara su miembro como un hombre. Gemía de placer y se aferraba a él con deleite desmesurado.
Quería saber. Tenía que saber. Pero la indecisión y el pudor le impedían preguntar a Lucía, a pesar de que, con cada día que pasaba, su obsesión se iba haciendo más y más grande.
Pero todo terminó un aciago día de final de verano. Una lluvia torrencial pilló por sorpresa a su madre cuando volvía de una visita. Cuando salió, hacía un día estupendo, con un sol abrasador en el cielo, y nada pronosticaba lo que podía suceder. Desestimó ir en carruaje cerrado y decidió que montaría a su nueva yegua, la que su esposo el duque le había regalado por su último cumpleaños. Pero al regresar, el agua descargó con violencia sobre la tierra y, aunque la duquesa, una mujer de ánimo alegre, llegó a la mansión riéndose por la aventura, al llegar la noche la atacó la fiebre y se la llevó en tres días.
Todo el mundo, excepto su esposo, algo que a nadie le extrañó, lloró la muerte de la duquesa de Lancaster. Era una mujer amable y piadosa que siempre se preocupaba por los más desfavorecidos, y trataba con respeto a la servidumbre. Todos la lloraron, pero la que más fue su hija lady Prudence. Aquejada por los remordimientos, con la certeza de que la muerte de su madre era culpa suya, un castigo divino por su mal proceder, se prometió a sí misma que abandonaría los devaneos nocturnos para espiar a su doncella, y que se quedaría todas las noches en su dormitorio, como debía hacerlo una dama respetable de su condición.
Pero a pesar de su determinación, la obsesión no desapareció. Ya no salía a hurtadillas hacia el cenador, pero la curiosidad malsana seguía ahí, escondida en su mente; y aunque durante el día podía dominarla y arrinconarla en una esquina de su mente, por la noche la invadían unos sueños húmedos que la desconcertaban y consumían, en la que se veía a sí misma siendo objeto de las inmorales atenciones de Samuel. Siempre se despertaba agitada, sudorosa e insatisfecha, con el cuerpo conmocionado y preso de una extraña excitación que no era capaz de saciar. Acababa llorando en silencio, aferrada a la almohada, llamando a su madre y pidiendo perdón por sus pecados.
El padecimiento la convirtió en una muchacha hosca. Dejó de sonreír, de salir a cabalgar, de atender sus lecciones; la vitalidad y la amabilidad que había sido crucial en ella, se apagó, y su lugar lo ocupó un instinto violento que la hacía comportarse de forma inadecuada, desafiando a su padre constantemente, gritando a los criados, y comportarse como una niña mimada y malcriada. Su padre el duque, viendo que sus correctivos en forma de correa aplicada convenientemente en el trasero de su hija no surtían el efecto esperado, sino que todavía la espoleaban más en ese camino inadecuado, decidió que lo que necesitaba era una nueva madre que la pusiera en vereda. Por eso, y por la necesidad de tener un hijo varón que heredara su título y sus tierras, al cabo de seis meses volvió a casarse.
La nueva duquesa no era una damita joven y virginal. Era una mujer de veinticuatro años que ya había tenido dos hijos varones, hija de un baronet menor de la región, y viuda de un vicario. Era una mujer de convicciones claras y modales rígidos, que impuso una disciplina casi militar en la mansión y que se tomó como una afrenta personal el comportamiento de lady Prudence. Decidida a cumplir su objetivo de domesticarla y regresarla al camino correcto, convenció a su esposo el duque que lo mejor que podían hacer por ella era internarla en el Colegio para señoritas de la señora Inchbod.
—Yo estuve allí internada durante diez años, su excelencia —le dijo una noche, después de haber cumplido con su obligación como esposa—, y os puedo asegurar que es el mejor lugar en el que vuestra hija puede estar ahora mismo. Allí le enseñarán respeto, obediencia y disciplina, y olvidará las locuras que ahora mismo la obcecan.
El duque aceptó su propuesta y la nueva duquesa, pletórica de alegría por haber conseguido quitarse de en medio a la muchacha que consideraba un estorbo y un mal ejemplo para sus propios hijos todavía pequeños, se apresuró a enviar a lady Prudence al Colegio para señoritas de la señora Inchbod, un lugar que más parecía una cárcel o un convento católico, que un lugar de estudio.
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