Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Sometida a tus caricias. Capítulo uno.




La señorita Anatolia Eidenburg no podía creer lo que estaba oyendo. Miró al duque de Castle con los ojos abiertos por la sorpresa y la indignación y se levantó, furiosa, olvidando el miedo que daba Su Excelencia, con aquellos ojos negros penetrantes que parecían traspasarte el alma, su porte altivo de quien sabe que es intocable, y su grande y musculoso cuerpo, algo nada habitual entre los aristócratas.
El duque se removió en su asiento, inquieto, pero se negó a levantarse también, tal y como dictaban las normas sociales. Fijó la mirada en ella y esbozó una sonrisa despectiva que la hizo temblar.
—Es usted despreciable —siseó Anatolia apretando los puños—. ¿Cómo comprende que voy a aceptar su indigna proposición?
El duque la miró de arriba abajo sin dejar de sonreír. Repasó su ropa negra, de luto, un vestido gazmoño y horrible que pronto le quitaría para tenerla desnuda ante sí.
Agrandó la sonrisa y se pasó la lengua por los labios, disfrutando de la anticipación.
—Porque es la única salida que le queda, señorita Eidenburg. No es una belleza, su carácter es prácticamente insoportable, ha cumplido ya los 25 años y va a convertirse en una solterona que no tiene dónde caerse muerta. —La brutalidad de sus palabras la hicieron retroceder varios pasos, horrorizada—. La única esperanza que tenía de esquivar la pobreza más absoluta, acaba de morir sin dejarle ni un penique. —El duque se inclinó hacia adelante, apoyando el codo en la rodilla, y la miró ladeando la cabeza y esbozando una sonrisa burlesca—. Dígame, señorita Eidenburg, ¿a dónde irá cuando el heredero de su tía abuela la eche de esta casa? Nadie de su familia quiere saber nada de usted. Los Eidenburg ni siquiera la consideran de la familia a pesar de llevar su mismo apellido. Es una bastarda sin dote. Su única opción de no caer en la más absoluta miseria, es aceptar mi propuesta.
—¿Convertirme en su amante? ¡Jamás! ¡Fuera de mi casa!
Alargó el brazo para señalar la puerta de la salita, intentando dar énfasis a su explosión de carácter, pero en el duque solo provocó una carcajada.
—Está muy hermosa cuando se ruboriza por el enfado. Sus mejillas arreboladas son toda una tentación, y me pregunto… —La volvió a mirar de arriba abajo mientras se levantaba y daba un paso hacia ella. Anatolia retrocedió, bajando el brazo y cruzándolos delante de sí como si así pudiera protegerse de él—. Me pregunto hasta dónde llega su arrebol. ¿Hasta los pechos, quizá? Estoy deseando descubrirlo.
—Nunca lo hará —siseó.
—Está equivocada, señorita. —El duque se giró con indiferencia y caminó hacia la puerta que ella le había señalado con furiosa determinación hacía menos de un segundo. Al llegar allí, ladeo la cabeza y dirigió hacia ella aquella mirada que la hacía temblar—. Ya sabe dónde vivo. Cuando se vea en la calle y el hambre le apriete el estómago, recuerde mi proposición. Pero no tarde mucho, o habré encontrado otra candidata que ocupará el lugar que ahora le ofrezco a usted.
—Es usted un… un… ¡Encontraré trabajo! —le gritó mientras él abandonaba la estancia—. ¡De dama de compañía, o de institutriz! ¡Jamás recurriré a usted!
Cuando se encontró sola de nuevo, se dejó caer en el sillón y escondió el rostro entre las manos. Sollozó, de miedo y amargura, porque sabía que no iba a ser tan fácil.
***
—¿Ya has conseguido a tu virgen, Castle? —preguntó Edward Solsbury, conde de Sherman, mirando al duque con sorna.
—Todavía no, pero estoy en ello —contestó este, haciendo rodar el líquido ambarino que había en su vaso.
Estaban en el club de caballeros, pasando el tiempo ociosamente. Habían tenido un día ajetreado en el Parlamento y, al terminar la sesión, habían decidido que se merecían un rato de paz y tranquilidad.
—Si no te das prisa, perderás la apuesta.
—Yo nunca pierdo.
Sherman esbozó una sonrisa divertida y lo miró alzando una ceja.
—Bueno, esta podría ser la primera vez. Es fácil conseguir una puta, o una amante  casada o viuda entre la aristocracia. Pero, ¿una virgen de buena cuna dispuesta a consentir de buen grado los juegos a los que vamos a someterla? —Chasqueó la lengua—. Dudo mucho que lo consigas.
—Tengo en la mira a la hija del marqués de Townstill —soltó Castle, herido en su orgullo masculino.
—Townstill no tuvo hijas… —Sherman entrecerró los ojos para mirarlo y, de repente, soltó una carcajada—. ¡Qué diablo estás hecho! Te refieres a la bastarda, ¿no? Maldito truhán, debería haberme acordado yo de ella. Pero, ¿entra dentro de los términos de la apuesta? Al fin y al cabo, es ilegítima.
—Pero reconocida, y lleva su apellido, así que sí, entra dentro de los términos. Por cierto, ¿cómo les va a Morrison y a Bonchamp?
—Bonchamp ya ha conseguido a su chochito. Es una perita en dulce. Una chiquilla de diecisiete años a la que su padre ha cedido gustosamente a cambio de que el Francés le perdone las deudas de juego. Y Morrison está camelándose a su prima segunda, una chica no muy agraciada que siempre ha estado enamorada de él.
—Es un desalmado —exclamó Castle, riéndose—. ¿A su propia prima? Eso puede costarle un disgusto familiar.
Sherman se encogió de hombros y alzó una mano para llamar al lacayo. Este se le acercó con el decantador y volvió a llenarle en vaso de whisky.
—El padre es un imbécil y cree que quiere casarse con ella. Está convencido de que Morrison ha puesto los ojos en sus propiedades y no le hace ascos a la idea de que su hija se convierta en condesa y en la madre del futuro conde. El viejo siempre ha odiado formar parte de la rama deslustrada de la familia.
—La ambición desmedida de los padres siempre suele ser causa de las desgracias de las hijas —sentenció Castle con desprecio—. A ver qué dice cuando le devuelva a su querida hija bien usada y sin un anillo en el dedo. Y, probablemente, preñada de un bastardo.
—No hará ni dirá nada, Morrison está convencido de ello. Es un viejo avaro y cobarde que se tragará el orgullo y lo pagará con su hija, probablemente. ¡Pobre desgraciada! En el fondo, me da un poco de pena. Pero muy en el fondo.
—Bueno, si la preña, siempre puede hacer como Townstill: casarla con alguno de sus arrendatarios y pasarle una paga generosa. Seguro que la chica será más feliz que si la devuelve a su padre.
—Eres un blando, Castle —se rio Sherman—. ¡Si le hará un favor convirtiéndola en su amante entregada! Dime, ¿qué otras oportunidades podría tener una muchacha fea como ella de saber lo que es tener entre las piernas a un hombre que la deje satisfecha y feliz? Las chicas que escojamos serán unas afortunadas y, cuando terminemos con ellas, no querrán que otro hombre las toque.
—¿Y tú, Sherman?
—¿Yo? Yo ya terminé la búsqueda. Hace tres días la señora Willis me certificó su virginidad y ayer la llevé a su nueva casa. Le he regalado estos dos días para que vaya aceptando su nueva posición y mañana empezaré el adiestramiento. ¡Lo estoy deseando!
—¿Y quién es la afortunada?
—La señorita Miranda Lorington —confesó con una amplia sonrisa.
—Vaya, una de las nietas del conde de Derrynoir.
—La más bella de todas.
—¿Y cómo has conseguido que ese cervatillo indefenso caiga en tus manos?
—Bueno… —Sherman sonrió con malicia—. Ha sido cuestión de decir las palabras adecuadas en los oídos correctos. Todo el mundo tiene secretos, Castle, y hay personas que están dispuestas a todo con tal de mantener a salvo a las personas que aman.

***
Anatolia miró a su alrededor y ahogó un sollozo de desesperación.
Hacía un mes que su primo Michael la había echado de la que había sido su casa durante toda su vida, desde que su padre la había reconocido como hija a pesar de su ilegitimidad y la había enviado a casa de la tía Edwina Whistle, una vieja viuda amargada y gruñona, para cuidarla y hacerle compañía.
En aquel entonces solo contaba con diez años de edad y, aunque no había tenido una vida fácil, tampoco podía decir que había sido una desdichada. Su madre y su padrastro, un granjero honesto y trabajador de buen corazón, habían cuidado bien de ella y le habían dado mucho amor. Pero cuando su padrastro murió en una terrible epidemia de sarampión, su madre, desesperada, la envió con su verdadero padre, el marqués de Townstell que, en un ataque de locura fuera de precedentes, decidió reconocerla, más para fustigar a sus parientes que por compasión hacia la pobre huérfana.
Desde aquel momento había vivido en aquella casa, soportando los malos humores de la señora Whistle, aguantando estoicamente su lengua afilada, demostrando su bondad y su compasión hacia aquella pobre viuda que había tenido la desdicha de no poder darle un heredero a su marido, y que pagaba su amargura con todos los que estaban a su alrededor.
Era una casita pequeña, de cinco habitaciones, y solo contaban con una criada para atenderlo todo, por lo que, muchas veces, Anatolia tenía que ocuparse de limpiar, hacer las camas, o cocinar, porque la pobre mujer no daba abasto.
«Aún así, lo daría todo por poder volver a aquella situación», pensó, mirando a su alrededor.
Hacía un mes que vivía en aquella habitación cochambrosa, llena de humedad y sucia, en una pensión de mala muerte en la que las cucarachas y las ratas campaban a sus anchas. Hacía un mes que visitaba, diariamente, todas las agencias de colocación de Londres para encontrar un trabajo como dama de compañía o de institutriz. Y hacía un mes que en todas ellas la rechazaban. «No tiene usted referencias, señorita Eidenburg», era la cantinela que oía pronunciar a todas aquellas mujeres vestidas con austeridad, que la miraban con los ojos entrecerrados, como si desconfiaran de aquella desconocida que parecía una dama en su porte pero no en su situación.
«Y se me está acabando el dinero».
Sacó la bolsita que guardaba bajo el corpiño y que siempre llevaba encima, y la vació en la mano. Le quedaban diez peniques.
«Ya sabe dónde vivo. Cuando se vea en la calle y el hambre le apriete el estómago, recuerde mi proposición».
La voz del duque resonó en su cabeza. ¡No! No iba a rendirse, no con tanta facilidad. Si tenía cuidado, los diez peniques podían durarle dos o tres días más. Quizá mañana encontraría trabajo. Quizá no debería ser tan orgullosa y optar a un puesto como doncella. Seguro que en ese caso sí la contratarían y, si tenía suerte, iría a parar a casa de una familia decente que la tratarían bien.
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