Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Uragan. Aire. Prefacio y capítulo primero

Prefacio


Desde su despacho en la Torre de Cristal, en el centro de Belt, la ciudad que erigieron sobre el mismo lugar en que cayó su nave hacía ya unos cuántos años, Rael Freesword miraba por el enorme ventanal.
El sol estaba en su cenit y sus rayos hacían brillar los tejados de los edificios que surgían del suelo a los pies de la torre. Aquellas tejas iridiscentes formaban parte de un intrincado sistema que proporcionaba energía limpia a todo el complejo, al igual que los cristales de la propia torre, y Rael estaba orgulloso de aquel logro que su compañía, Ninsatec, había empezado a comercializar.
Pero no era aquel espectacular canto de luces lo que lo hacía mirar a través del cristal, sino el desolador paisaje que se extendía más allá de los altos muros que rodeaban la ciudad. Seguía teniendo mariposas en el estómago y meditaba sobre lo caprichoso que era el destino, o la suerte, que había puesto en su camino a una mujer como Meryl para que se enamorara de ella. Jamás se hubiera llegado a imaginar que el amor se cruzaría en su vida gracias a un ataque terrorista que había derribado el avión en el que viajaban ambos, y que los había llevado a pasar varios días a solas en el despiadado desierto del Mohave.
Nirien Freesword, su hermano de sangre y de armas, interrumpió los emotivos pensamientos. Entró en el despacho sin llamar, con su eterna sonrisa triste asomando en los labios. Como siempre, vestía de un riguroso negro que contrastaba con fuerza con el colorido pelo que le caía por la espalda.
Se dejó caer de manera indolente en uno de los sillones y miró con fijeza a Rael antes de empezar a hablar.
—Estos nuevos teléfonos móviles son la leche. Parecen un móvil cualquiera, pero son capaces de conectarse directamente vía satélite sin necesidad de usar los repetidores, y lo encriptan todo, lo que hace que si alguien escucha nuestras conversaciones o lee nuestros mensajes, será incapaz de entender lo que decimos. Además, son súper manejables, como un móvil normal y corriente. La doctora Sloan ha hecho un gran trabajo con ellos, ¿no crees? Ha sido una muy buena incorporación a la empresa.
—La doctora Sloan se ha limitado a seguir el trabajo que había iniciado Lesta.
—Sí, un trabajo que el hijo de puta de Lesta dejó a medias y que ella ha sabido desarrollar perfectamente en solitario a pesar de la dificultad. ¿No has pensado que quizá es hora de sustituirlo totalmente y buscar a alguien capaz de organizar todos los equipos de investigación? Siguen trabajando a ciegas cada uno en pequeños proyectos que parecen independientes, pero necesitamos a alguien capaz de coordinarlos como hacía él, alguien que conozca todo el conjunto.
A pesar de todas las pruebas que había en su contra, y de la seguridad de que había estado torturando a su esposa Qualba durante años, Rael seguía sin poder creerse que Lesta los hubiera traicionado. Todos estaban convencidos de que había sido él quién había pagado a los mercenarios que derribaron el avión en el que viajaba, pero su instinto le decía que eso no era así. ¿Qué podía sacar Lesta de su muerte? ¿Hacerse cargo de la compañía? Ese podía ser un buen motivo, pero algo no cuadraba.
Su familia forzada y disfuncional: Uragan, Xemx, Lesta, Qualba, Nirien y el propio Rael. Hermanos sin serlo realmente, compañeros de armas y experimentos científicos que lograron huir de un planeta devastado que estalló en mil pedazos. Consiguieron sobrevivir en la Tierra manteniéndose unidos bajo su liderazgo, como engranajes de una misma máquina que ahora se estaba cayendo a pedazos.
—Es demasiado pronto. Debemos darle más tiempo a Uragan para que lo encuentre. Por cierto, ¿se ha sabido algo de él?
—Sigue en Wild Park, siguiendo la única pista que tenemos, pero de momento no ha sacado nada en claro. Lo que es extraño es que el localizador subcutáneo de Lesta no emita señal alguna.
—A saber si llegó a ponérselo alguna vez. O si saben tantos detalles sobre nosotros que también conocen ese y se lo han sacado para que no lo encontremos.—Todo este asunto me saca de quicio. El de Qualba tampoco funciona, pero los nuestros, sí. Quizá deberíamos quitárnoslos también. Si Lesta utiliza la señal para tenernos controlados…
Rael se pasó la mano por el rostro, evocando todo el desastre que los había llevado hasta aquel punto. Cuando descubrieron que Lesta maltrataba de manera sistemática a Qualba, su esposa y hermana, decidió mantenerlo encerrado hasta que tomara una decisión sobre qué hacer con él. No podía permitir que siguiera haciéndole daño. Había descubierto a un hombre cruel y despiadado, que disfrutaba humillando y maltratando a su pareja, y el shock que le produjo el ser consciente de que aquello hacía años que duraba y que él no se había dado cuenta, lo había obnubilado hasta el punto de no ser capaz de tomar una decisión.
Pero Lesta era insustituible para Ninsatec. Su cerebro privilegiado era el que había conseguido aprovechar la tecnología de la nave en la que llegaron y transformarla para poder ser comercializada en aquel nuevo planeta. El futuro de su empresa y de su familia, la propia supervivencia de los suyos y de la humanidad, dependía del éxito de Ninsatec. Y Ninsatec dependía totalmente de Lesta.
Su primer instinto al conocer la crueldad de su hermano lo hubiera llevado a matarlo con sus propias manos; pero su parte más racional y práctica, lo hizo dudar porque, si mataba a Lesta, mataba Ninsatec.
Su torpeza e indecisión llevó a Qualba a huir de Belt, y a los mercenarios, a secuestrar a Meryl, la mujer que amaba, para forzarle a liberar a su prisionero.
Ahora, Lesta estaba libre, escondiéndose de ellos, y la única pista que tenían era la matrícula de la avioneta que se lo había llevado, y el nombre del piloto.
—No sé si hice bien en enviarlo allí.
—¿Por qué lo dices?
—Porque es evidente que estará más preocupado por la desaparición de Qualba que por encontrar a Lesta, y no estoy seguro de que ponga todo su empeño en esta misión.
—Eso deberías haberlo pensado antes, ahora ya es tarde. Por lo menos ha logrado pasar desapercibido y confundirse con la masa de tarados que viven allí. Supongo que para alguien como él, no es difícil hacerse pasar por un loco del aire más.
Rael se rio a su pesar. Sí, Uragan, cuyo don era el dominio del aire, podía hacerse pasar perfectamente por uno de esos locos paracaidistas.
—Supongo que tienes razón —admitió—. Y Qualba, ¿ha dado señales de vida?
—No desde la llamada que le hizo a Uragan para decirle que estaba bien y que no la buscara, pero tampoco tengo a nadie buscándola. Si quieres, puedo poner a un par de hombres a que le sigan la pista.
—No, solo necesita tiempo. Sé que cuando se sienta preparada, volverá sin necesidad de que nosotros la persigamos.
—¿Lo sabes o lo esperas?
—¿Acaso hay alguna diferencia?
—Supongo que no. —Nirien se levantó y se pasó la mano por el pelo para volver a ponerlo en su sitio. Un mechón azul cobalto se le había caído hacia delante, ocultándole el rostro—. Tengo trabajo pendiente y supongo que tú también. Nos vemos luego.
Rael despidió a su hermano con un gesto de la cabeza y se dejó caer en el sillón que había detrás de la mesa del despacho. Se reclinó hacia atrás y cerró los ojos. Él también tenía trabajo pendiente, pero era incapaz de concentrarse en ello. Quizá mejor dejarlo por hoy y pasar el resto del día en la cama con Meryl.
Sonrió al evocar a la mujer que amaba y se levantó, decidido y con el ánimo más alegre, para ir en su busca.


Capítulo uno.


Wind Park era un pequeño aeropuerto privado ubicado en medio del desierto, a menos de una hora de Las Vegas. Al norte, dos hangares maltratados por el sol, con la pintura descascarillada, guardaban en su interior las pocas avionetas que todavía permanecían allí. Al sur, una hilera de bungalows que se alquilaban por temporadas, y que ahora estaban habitados por los componentes de los cuatro equipos de paracaidismo acrobático que habían escogido el lugar para entrenar para la próxima competición mundial.
El sol se ponía tras el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranja y rojizos. Si Uragan hubiese sido uno de esos hombres sensibles que se emocionaban con las puestas de sol, se habría quedado embelesado por la magia de aquel cielo casi en llamas. Pero era un hombre poco dado a sensiblerías, por eso se limitaba a observar a su alrededor, sentado en un taburete en la barra del chiringuito de estilo tropical al que acudía todo el mundo en cuanto la jornada terminaba.
En los altavoces sonaba uno de esos cantantes latinos que tan de moda estaban, y  el bullicio de la gente tomando copas, riendo, conversando y bailando, hacía vibrar el aire a su alrededor.
Nadie se acercaba a conversar con él, quizá porque era el extraño personaje que había llegado hacía unos días, al que nadie conocía y del que no se fiaban. Esta gente formaba un grupo cerrado, muy celosos de su intimidad, que no aceptaban en su círculo al primero que llegaba.
A Uragan no le importaba. No había ido allí a hacer amigos. Estaba en Wind Park porque era a donde lo había llevado el rastro de la avioneta que se había llevado a Lesta, la misma avioneta que había perdido cuando salió en su persecución; no porque el aparato fuese más rápido que él surcando el aire, sino porque el cansancio acumulado durante los días previos, en los que apenas había dormido, habían mermado sus fuerzas. Había pasado aquellas noches al lado de la cama de Qualba, que permanecía en ella a consecuencia del shock emocional que había supuesto que Rael la descubriera desnuda y encadenada a la pared, tratada como un perro, por su propio marido.
Dio un trago a su Coca Cola y dejó que el hielo le refrescara los labios. Sonrió para sus adentros porque un tipo como él, con pinta de ex militar, alto y musculoso, con el rótulo de «peligroso» pintado en la frente, no debería disfrutar con una bebida tan dulce. Se vería mejor con una buena jarra de cerveza en la mano, pero odiaba cualquier bebida que contuviera alcohol, y en muy contadas ocasiones se permitía beber algo que podía hacerle perder el control.
Para Uragan, el control lo era todo. Sabía que en su interior vivía un ser salvaje capaz de cualquier cosa, un ser violento que disfrutaba con las peleas, la sangre y el dolor. En el pasado, cuando vivía en su propio planeta formando parte del escuadrón militar de élite para el que él y sus hermanos habían sido creados en un laboratorio de genética, podía permitirse el lujo de liberar toda aquella agresividad cada vez que los «soltaban» en el campo de batalla o en una misión altamente peligrosa. Pero desde que habían llegado a la Tierra, había comprendido que aquella parte de sí mismo que lo había ayudado a sobrevivir en el pasado, podía ser la causante de su desgracia si no la mantenía bien sujeta. Y el alcohol la liberaba muy fácilmente.
Dio otro trago a su cola mientras observaba la llegada de la única pista que tenía: Jennifer Jenkins, J.J. para sus amigos, la hija de George Jenkins, el hombre que pilotaba el avión en el que Lesta había escapado.
Por enésima vez desde que había llegado a Wind Park, pensó que era una pena que la chica estuviese emparentada con el objeto de su investigación. Era alta, aunque no tanto como él, con la nariz respingona adornada por un pircing, y el pelo corto y rubio. El pantalón corto que vestía dejaba al descubierto unas piernas largas y preciosas, y gracias a la camiseta de tirantes podía fantasear con facilidad sobre los turgentes pechos que escondían. Era delgada, con cuerpo atlético gracias a su trabajo como instructora de paracaidismo.
Sonrió levemente, preguntándose si no sería buena idea pagarle por unas cuantas clases. El primer salto junto a ella sería delicioso, con sus cuerpos pegados con fuerza gracias a la presión del aire y a los arneses. Pero se quitó aquella idea de la cabeza. Fantasear con sus cuerpos pegados mientras descendían a velocidad de vértigo lo llevaba a pensar en otras actividades mucho más peligrosas, que implicaban cuerpos desnudos enredados en sábanas, gemidos y orgasmos, y eso no iba a ayudarlo en su misión.
Aunque no dejó de observarla, ni siquiera cuando uno de los paracaidistas que se pasaban el día entrenando para la próxima competición se acercó a ella para coquetear.
Uragan apretó tanto el vaso que sostenía en la mano, que estuvo a punto de romperlo. No le gustaba aquel tío de sonrisa ladeada y rostro perfecto. De hecho, lo que más deseó fue rompérselo de un puñetazo.
«Estás gilipollas», pensó, recriminándose a sí mismo aquel arrebato irracional. En lugar de estar ahí plantado mirándola con el ceño fruncido, debería aprovechar para meterse en su bungalow para registrarlo.
Lo había intentado varias veces durante los días que llevaba allí, pero con el sol alto el lugar era un hervidero de gente moviéndose de un lado a otro, y le fue imposible. Debería aprovechar que la oscuridad de la noche ya había caído sobre el desierto y que prácticamente todo el mundo estaba en el bar emborrachándose.
Apartó los ojos de J.J., dejó sobre la barra el dinero de su consumición y se marchó de allí dispuesto a cumplir con su objetivo sin dejar que unas piernas sensuales lo distrajeran.

***

J.J. vio por el rabillo del ojo a Clive acercándose a ella. Suspiró con resignación. Habían sido medio novios durante unos meses el año pasado, hasta que, por fortuna, se dio cuenta de la clase de hombre que era, un gilipollas con todas las letras, y cortó por lo sano con él. A Clive, que fuese ella quién lo dejara a él, no le hizo ni puñetera gracia, y aquel año, al volver a Wind Park como capitán de los Eagles, se había empeñado en reconquistarla.
Como si eso fuese a suceder.
El tío gozaba de una seguridad en sí mismo envidiable, eso tenía que admitirlo, aunque fuese esa misma seguridad lo que estaba convirtiendo su vida en una auténtica pesadilla, porque lejos de amilanarse con sus constantes negativas, parecía que estas le infundían más ánimos si cabía.
Dudó entre salir de allí corriendo o patearle los huevos. Lo primero sería de cobardes, y lo segundo le traería bastantes problemas con los Eagles. Si les lesionaba a su estrella, cogerían los bártulos y se largarían de allí, y Wind Park necesitaba el dinero.
—Ponme una cerveza, Mike.
El camarero le dirigió una sonrisa un tanto extraña mientras miraba a Clive detrás de ella. ¿Quizá era lástima? Podía ser. Mike no soportaba a los abusones, y Clive entraba de lleno en ese saco.
—Vamos a bailar —susurró, acercando demasiado su boca al cuello de J.J.
No era una pregunta, ni una invitación. Sonó como lo que era, una orden. ¿Acaso pensaba que ella iba a dejarlo todo por salir a bailar con él? ¿Estaba loco?
—Déjame en paz —le soltó de mala gana, y dio un trago a su cerveza, intentando ignorarlo.
Clive no se dio por aludido.
—No te hagas la estrecha, que te mueres de ganas de mover ese cuerpo junto al mío.
—Clive, no voy a bailar contigo. Antes me cortaría las piernas.
—Me gusta que te resistas. No sabes cuánto me pone eso, cariño.
—Te aseguro que me da exactamente igual el efecto que mis palabras tienen en ti. Déjame en paz, Clive.
—Sé que no te da igual. —Su voz, sensual y profunda, no tuvo ningún efecto sobre ella.— Muy pronto acabarás cediendo, ya lo sabes. Volveré a tenerte en mi cama. ¿Por qué no te dejas de tonterías y aceptas lo inevitable?
Las manos de Clive, grandes y fuertes, la cogieron por la cintura y se arrimó a ella, frotando la erección oculta bajo el pantalón contra el magnífico y respingón trasero. J.J. se revolvió como un gato atrapado, girándose con la cerveza en la mano, echándosela por encima a propósito.
—Ni borracha, Clive. Quítatelo de la cabeza porque no voy a volver a acostarme contigo, nunca más. Lo nuestro se acabó.
Clive, con los ojos encendidos por la rabia, miró a su alrededor. Todo el mundo se había callado y estaba pendiente de ellos dos. Contuvo el impulso de devolverle la humillación dándole una buena bofetada apretando los puños.
—En eso, estás completamente equivocada, nena. Ya lo verás —siseó.
J.J. no quitó los ojos de él mientras se marchaba de allí, sacudiéndose la cerveza vertida sobre la camiseta, y respiró por fin tranquila cuando desapareció de su vista.
—Ese tío es un capullo —le dijo Mike, poniéndole otra cerveza enfrente.
—Lo sé.
—Deberías tener cuidado.
—No te preocupes, sé arreglármelas.
—Sí, J.J. la resiliente, ¿verdad? Pero un tío como él es capaz de jugar sucio y tomar a la fuerza lo que no se le da de buena gana.
—No se atreverá. Se juega demasiado.
J.J. estaba muy convencida de eso. La supervivencia de un equipo está en manos de sus patrocinadores, y ninguna empresa quiere verse envuelta en escándalos de ese tipo. No, estaba segura de que Clive no se jugaría todo su futuro solo por un calentón. Lo más probable era que se fuese a Las Vegas en busca de alguna pobre idiota que se dejase seducir por su sonrisa ladeada y su cara de niño bueno, y al día siguiente volvería a Wind Park más dócil que un corderito. Por suerte, ella descubrió su verdadera naturaleza antes de que fuese demasiado tarde. Era un hombre controlador, celoso y manipulador, que usaba cualquier método con tal de salirse con la suya. La relación pasó de ser bonita a desagradable en un abrir y cerrar de ojos. Fueron unos meses infernales llenos de recriminaciones, de «con esos pantalones se te ve todo el culo», «odio esos escotes que llevas porque cualquiera puede verte las tetas, ponte algo más decente», «¿quién es ese fulano con el que has hablado por teléfono?» , «tu no vas a ningún lado sin mí». Empezó a coger su móvil para controlar con quién hablaba, le espió las redes sociales, pillándose cabreos cada vez que le daba «me gusta» a alguna publicación hecha por un hombre. Cuando ella se enfadaba e intentaba ponerlo en su sitio, arremetía dolido con frases del tipo «es que ya no me quieres, por eso te comportas así».
Al principio, no cayó en la cuenta de que era exactamente la misma manera en que su padre se comportaba con las mujeres. Que aquella forma de actuar era la misma que había logrado que su madre abandonara a su padre, hacía ya unos años. Pero un día, la luz se hizo en su mente y se preguntó por qué estaba aguantando todo aquello. ¿Acaso necesitaba a un hombre a su lado para ser feliz? La respuesta no se hizo esperar: no. No necesitaba a un hombre a su lado para ser feliz. Era mucho más feliz antes de la aparición de Clive y de que se entrometiera en su vida. Estaba harta de sus intentos de controlarla y de cambiarla, y de los lloriqueos y recriminaciones cada vez que a ella no le apetecía follar. Porque el deseo había menguado a marchas forzadas con cada discusión hasta desaparecer completamente.
Ahora, lo único que le provocaba Clive era rechazo y asco. Un asco profundo hacia él y hacia sí misma por no haber sido capaz de darse cuenta de la clase de hombre que era. Por todas las veces que había terminado cediendo a sus demandas y exigencias solo por no discutir. Por todas las veces que había dejado de ser ella misma para convertirse en una persona extraña y ajena en la que no se reconocía.
Cortó con él, lo mandó a paseo y volvió a sus pantalones cortos y camisetas de tirantes, mucho más cómodos para trabajar bajo el sol del desierto. Regresó a sus cervezas después del trabajo, a las conversaciones animadas con sus compañeros y amigos; y, lo más importante, volvió a reír y ser feliz.
Quizá el amor no era para ella. Quizá no estaba hecha para vivir junto a un hombre. A no ser que encontrara a alguien que la aceptara tal y como era sin intentar cambiarla. ¡No podía ser tan difícil! Al fin y al cabo, tampoco es que fuese una mujer demasiado exigente. Solo quería a un hombre capaz de excitarla con sus palabras, que descubriese sus puntos erógenos sin problemas, que la escuchase cuando hablaba, y que tuviese tanta confianza en sí mismo, que no le importase cómo ella iba vestida.
Desde luego, no quería a un manipulador pasivo agresivo como Clive, que la hiciese sentir culpable hasta el punto de pensar que era una mala mujer.
¿Había algún hombre así en el mundo?
Según su experiencia, no demasiados. Por lo menos, no en su vida diaria. Empezando por su padre, ese maldito bastardo que llevaba días desaparecido y que no había tenido ni siquiera la deferencia de llamarla para hacerle saber que estaba bien. Con los bolsillos repletos de dinero gracias a ese último trabajo del que no quiso darle demasiadas explicaciones, seguramente estaría en Las Vegas jugando como un poseso y gastándoselo en putas. Volvería cuando ya no le quedase un centavo en la cartera.
Y, mientras, Wind Park se ahogaba entre montones de facturas sin pagar, y ella se hundía con él.
«Debí haberme marchado con mamá cuando ella se fue».
Pero fue tan estúpida que se quedó porque tuvo miedo de que su padre se perdiera si no había alguien vigilándolo. Como si eso hubiese cambiado algo.
Estaba echando su vida a perder allí, y con solo veinticinco años se sentía vieja y cansada.
«Debería irme».
Debería. Pero, ¿qué futuro podía tener una mujer como ella, fuera de Wind Park? Ni siquiera había ido a la universidad. Todo lo que sabía hacer estaba relacionado con los aviones y el paracaidismo y, para trabajar para otros en lo mismo, era mejor estar allí, que por lo menos era su casa, ¿no?
Estaba atrapada. Así se sentía cuando se permitía ser sincera consigo misma. Prisionera del sueño de su padre, sin posibilidad de escapar.
Por un segundo, oscuros pensamientos se apoderaron de ella.
Si el viejo se muriera…
Si el viejo se muriera, podría vender todo aquello y empezar una nueva vida. Quizá hasta sacaría lo suficiente como para ir a la universidad.
Si el viejo se muriera…
Se horrorizó al darse cuenta de lo que estaba haciendo. ¿En qué clase de persona la convertían esos pensamientos? En una horrible y egoísta. En una que no se merecía nada bueno.
Dejó la cerveza sobre el mostrador y se levantó, ansiosa por irse.
—Mike, me voy. Estoy muy cansada y mañana tengo que madrugar. Controla que la cosa no se desmadre, ¿de acuerdo?
—Duerme tranquila, jefa —contestó el aludido, dedicándole una sonrisa.
Tranquila. Poco iba a dormir aquella noche, con la cabeza llena de pensamientos deprimentes y oscuros. Menos mal que aquel año, cuatro equipos habían decidido ir allí a entrenar para el Campeonato Mundial de Paracaidismo Acrobático, cincuenta y siete personas entre deportistas, entrenadores y personal de apoyo, que habían ocupado todos los bungalows libres y las instalaciones, y que dejarían un buen puñado de billetes con los que podría pagar las deudas más apremiantes.
Cincuenta y siete personas, más el hombre de los extraños ojos azules, tan claros que parecían de hielo.
¿Por qué pensaba en él?
Porque no se había creído sus motivos para estar allí. ¿Un escritor que estaba documentándose? ¡Ja! Aquello apestaba a mentira, y no era la única. La mayoría de los integrantes de los equipos también pensaban que no era cierto.. Algunos incluso sospechaban, en plan paranoico, que era un espía de alguno de los otros equipos que había ido hasta allí para husmear. Eso era una tontería, por supuesto; aunque no despejaba la pregunta de qué buscaba un tipo como él, con pinta de ex militar, rostro atractivo pero siempre ceñudo, y un cuerpo musculoso que no le impedía moverse con el sigilo de un puma.
Un cuerpo de infarto.
Un cuerpo que no dudaría en escalar si conseguía un beso profundo y apasionado de aquellos labios siempre fruncidos en una mueca despectiva.
«¡Por Dios! ¡Estoy desvariando! ¿Cómo he acabado pensando en..? Porque llevas demasiado tiempo sin echar un polvo, y el tío está para mojar pan. Eso es lo que pasa».
Se obligo a dejar de pensar en el extraño y atractivo hombre y a fijarse en dónde ponía los pies mientras caminaba derecha hacia su bungalow, alejándose del bullicio del bar y de la zona iluminada, para adentrarse en la oscuridad, sin darse cuenta de la sombra que la acechaba.
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2 comentarios:

  1. Estoy deseando que llegue el día 21.
    Me encanta esta saga, tiene magia en cada página y un estilo impecable.
    ¡Haces un trabajo excelente!
    Sara.

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    1. ¡Muchas gracias! Comentarios como el tuyo me animam mucho a seguir escribiendo

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