Hazel Finnegan estaba de rodillas ante la chimenea. Llevaba el hermoso pelo rubio recogido bajo un pañuelo y tenía una marca de hollín en su pequeña nariz. Pasaba el cepillo con cuidadosa meticulosidad, arrastrando las cenizas hasta recogerlas con la pequeña paleta para echarlas en el cubo.
Aquella mañana no tarareaba, como hacía habitualmente. Trabajaba en silencio, con un ojo pendiente de la puerta, sobresaltándose con cualquier sonido que proviniese del otro lado.
Su señor tenía invitados, todos masculinos, y habían estado reunidos en aquel mismo salón, bebiendo y fumando, llenando la casa de carcajadas estridentes, hasta hacía apenas un par de horas. Ella misma se había encargado de retirar los vasos sucios y vaciar los ceniceros antes de ponerse a limpiar la chimenea. Después, cuando acabase, le tocaría limpiar el suelo, sacar las alfombras para sacudirlas, y abrir bien las ventanas para ventilar.
Echó de menos la que había sido su casa, una pequeña granja a apenas un par de horas de allí. Su padre había sido arrendatario del conde de Livingworth hasta su muerte, ocurrida hacía un triste y desolador año. Todavía recordaba la visita del administrador trayéndoles la noticia de que deberían abandonar las tierras porque el conde consideraba que unas mujeres no podían hacerse cargo de ellas, y ya había encontrado a otro arrendatario que las ocuparía al cabo de dos días.
Se pasó el brazo por el rostro, limpiándose las marcas de hollín con la manga. Abandonar la granja que había sido su hogar fue muy duro, y todavía recordaba el vacío que sentía en el estómago, provocado por el miedo a un futuro incierto. ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo iban a sobrevivir? Sus dos hermanas todavía eran pequeñas, y ni siquiera tenían un lugar en el que cobijarse.
Su madre se vio obligada a vender las dos únicas joyas que poseía: un pequeño collar que su marido le había regalado el día de su veinte aniversario, y la alianza. Ambos eran de oro, y consiguió el dinero suficiente como para poder alquilar una pequeña y desvencijada casita a las afueras del pueblo, llena de polvo, telarañas y algunos agujeros en las paredes. Pero su madre, una mujer que no se dejaba avasallar por las netas circunstancias, acostumbrada a luchar contra el destino, se arremangó con decisión y, entre todas, consiguieron convertir aquel lugar en lo más parecido a un hogar que pudieron.
Fueron semanas muy duras que todavía pesaban en su alma. Cuatro mujeres solas, dos de ellas apenas unas niñas, y sin una manera de ganarse la vida. Pero su madre no era tonta, y empezó a ofrecer sus servicios como lavandera y costurera, y poco a poco consiguió una clientela fiel, aunque el dinero no era suficiente.
Por eso Hazel aceptó la oferta de la señora Mangel cuando le ofreció ir a trabajar de criada en casa de su hijo soltero. A su madre no le hizo mucha gracia. Sabía perfectamente que la belleza de su hija sería una tentación demasiado fuerte para un caballero malcriado como el señor Mangel, pero no tuvo más remedio que reconocer que no había otra opción si no querían morir de hambre.
El ruido de unos pasos masculinos la alertó, y levantó la cabeza como un conejo asustado, mirando hacia la puerta cerrada.
El señor Mangel no había sido un problema hasta aquel momento. A pesar de ser un caballero malcriado, no era demasiado listo y Hazel había aprendido a manejarlo, con educación y diplomacia, y después de algunos intentos de seducción bastante torpes, acabó dándose por vencido y no había vuelto a molestarla.
Pero sus invitados eran otra cosa. Sobre todo, el vizconde de Wembury.
Se veía a la legua que el vizconde era un hombre inteligente que estaba acostumbrado a conseguir lo que quería. Su porte, altivo y orgulloso, unido a su elegante atractivo, lo convertía en alguien muy peligroso para cualquier mujer. No era la primera vez que había estado allí como invitado. Era la tercera visita durante el año que Hazel llevaba trabajando allí, y siempre, cuando se cruzaban por casualidad en algún pasillo, notaba su mirada intensa observándola, produciéndole un desagradable escalofrío.
Debía tener cuidado con el vizconde, lo sabía muy bien, pero no podía permanecer todo el día escondida en la cocina. No podía desatender sus obligaciones, o la señora Hastings, el ama de llaves, acabaría despidiéndola.
Volvió su atención hacia la chimenea de nuevo. Los pasos habían desaparecido y respiró, aliviada. Sería alguno de los lacayos, pensó.
Al inclinar la cabeza, un mechón de pelo se le escapó del pañuelo y lo volvió a colocar en su sitio, con un movimiento distraído.
Sería mejor que se diera prisa en terminar su trabajo, antes de que los invitados despertasen. Se concentró en su trabajo, repitiéndose que los invitados dormirían hasta tarde y que estaba a salvo, y no se percató de que la puerta del salón se abría en silencio y un hombre entraba.
Clifton Kingston, vizconde de Wembury, se quedó quieto en la puerta, observando a la atractiva criada que estaba de rodillas ante la chimenea. La chica no se había percatado aún de su presencia, y aprovechó para deleitarse en su rostro angelical, los pechos turgentes que se adivinaban bajo el insípido uniforme, la estrecha cintura de la que surgían unas apetitosas caderas y un perfecto y redondeado trasero. ¿Tendría las piernas largas y torneadas? Seguramente. Era una belleza perfecta, como si estuviera tallada en mármol, pero estaba convencido que, ni de lejos, sería tan fría.
Dejó ir una risa entre dientes mientras la observaba, imaginándose cuánto disfrutaría con ella a partir de aquel momento.
Hazel se levantó de un salto y miró hacia él con aquellos grandes ojos. Parecía un cervatillo asustado, buscando la manera de escapar a una muerte segura.
«No puedes escapar, muchacha —pensó Clifton—. Ya no».
Cerró la puerta tras él y dio un giro a la llave, guardándosela en el bolsillo. Dio un paso hacia adelante y Hazel dio uno hacia atrás.
—¿Puedo ayudarle en algo, milord? —dijo la muchacha con voz temblorosa.
«Ya lo creo que puedes ayudarme», pensó el vizconde. Pero, en su lugar, dijo:
—¿Te han dicho alguna vez que eres como un ángel? —Su lengua de trapo le hizo creer que el vizconde estaba borracho, por lo que era doblemente peligroso. El alcohol convertía a los hombres en bestias sin conciencia ni moralidad—. Tu belleza resplandece y hace sombra hasta a la más perfecta de las damas. Venus tendría envidia de ti, y Afrodita rabiaría de celos al contemplarte. Y yo, un pobre mortal, no puedo más que arrodillarme y adorarte.
Pero Clifton no se arrodilló, aunque sí la contempló sin discreción, repasándola con sus ojos lascivos mientras Hazel se sentía desnudada y humillada por aquella mirada.
—Milord, por favor, tengo obligaciones que cumplir.
—Las únicas obligaciones que debería tener alguien como tú, es la de lucir hermosos vestidos, adornarse con maravillosas joyas, y divertirse rodeada de lujos.
—No tengo nada de eso, lord Wembury, y no estoy interesada en ello. Solo quiero cumplir con mi trabajo, nada más.
—Oh, vamos, ¿me vas a decir que no te gustaría ganar fácilmente un soberano? —Sacó la moneda de oro del bolsillo del chaleco y lo hizo rodar entre los dedos. El resplandor dorado no captó la atención de Hazel, demasiado asustada por la situación en la que se encontraba—. Vamos, chiquilla, no te voy a pedir demasiado a cambio.
—No quiero su soberano, solo quiero que vuelva a su dormitorio y me deje trabajar en paz.
—Así que, además de hermosa, eres decente y casta. Una rara avis en los tiempos que corren. Un pajarito que supone un reto difícil de obviar.
Clifton soltó una risa entre dientes y se acercó a ella. Hazel lo esquivó, rodeando el sofá para interponerlo entre ellos. La mirada del vizconde la hizo temblar, pues en ella vio la firme decisión de no dejarla escapar. Se sintió atrapada, sin ningún lugar al que huir. La puerta estaba cerrada con llave, y la ventana estaba demasiado alta como para intentar huir por ella.
—Por favor, milord —le suplicó.
—¡Bú! —la asustó Clifton, provocando un sobresalto que lo hizo reír.
—Se lo ruego…
Clifton saltó por encima del sofá con un movimiento repentino, ágil y elegante. Hazel retrocedió sorprendida hasta chocar con el aparador que había apoyado en la pared. Él se abalanzó sobre ella, atrapándola con su cuerpo, mucho más grande y fuerte. Hazel giró el rostro y sintió sobre la mejilla el aliento caliente del vizconde.
—Eres tan hermosa… —le susurró al oído—. Desde la primera vez que te vi, no he podido dejar de pensar en ti, en cómo sería tenerte entre mis brazos, deslizar mis dedos sobre tu piel, sentir el calor de tu cuerpo desnudo debajo del mío, retorciéndose de placer…
—Por favor, no… —suplicó ella, aterrorizada. Puso las manos sobre el pecho masculino e intentó empujarlo para apartarlo. Él no se movió ni un milímetro.
—Solo te pido una cosa, pequeña Hazel, que seas cariñosa conmigo una vez, una sola vez, a cambio de un soberano, para que pueda arrancarte de mi pensamiento y dejar de sufrir por ti.
—¡No!
Hazel se revolvió. Lo empujó de nuevo con todas sus fuerzas y manoteó, intentando abofetearlo. Clifton se rio de sus esfuerzos. La aferró por la cintura y enterró el rostro en su cuello, besándola en el punto donde se sentía el corazón latiendo con fuerza. Ella intentó arañarlo en el rostro y Clifton la intentó agarrar por las muñecas esquivando las livianas patadas que ella intentaba propinarle. Forcejearon, él resuelto a doblegar la voluntad de la pequeña criada, ella luchando por su honor, hasta que uno de los bruscos movimientos lanzó una valiosa estatuilla al suelo para romperse con estruendo.
—Oh, vaya, mira lo que has hecho —la riñó el vizconde, apartándose de ella—. Tu señor no estará contento con esto.
Hazel, con la respiración muy agitada a causa del miedo y del esfuerzo de pelear contra él, miró hacia el suelo y sintió que el mundo acababa de convertirse en un lugar terrible en el que ya no había sitio para ella.
—No, yo no… Yo no la he roto —susurró descompuesta.
Se arrodilló y cogió uno de los pedazos, mirándolo aturdida. El día anterior oyó al señor Mangel alardear de su valor ante sus invitados, comentando con orgullo que aquella figura con cara de perro representaba a un viejo dios egipcio, que había sido robada de la mismísima Gran Pirámide.
—Eso da igual, ¿no crees? —El vizconde tenía razón. El señor Mangel la acusaría de haberla roto y la enviaría a prisión por no poder pagar su valor. Su familia dependía del dinero que ella les enviaba cada semana para poder subsistir. Si iba a prisión, sus hermanas pasarían hambre otra vez. Un sollozo desgarrador se quedó atrapado en su garganta—. Pero me doy cuenta de que yo soy casi tan culpable como tú. Por supuesto, si no hubieras forcejeado, esto no habría ocurrido. De haber aceptado mi proposición, tendrías un soberano de oro en tu bolsillo en lugar de este problema; pero, aunque lo hecho hecho está, lo cierto es que puedo ayudarte, si tú quieres.
—¿Ayudarme? ¿Cómo?
—Haciendo un trato conmigo que nos beneficiará a ambos. Yo obtendré lo que deseo, y tú te verás libre de este pequeño inconveniente que podría enviarte a prisión.
—¿Qué trato? —preguntó, no sin reticencia, imaginándose lo que él le pediría.
—Yo confesaré haber roto la estatuilla y le pagaré al señor Mangel su valor. Se enfadará conmigo, por supuesto, y es probable que pierda su amistad, algo que será muy doloroso para mí. Pero me arriesgaré, por ti. A cambio, tu pasarás a ser de mi propiedad, te convertirás en mi amante y viajarás conmigo a Londres, donde vivirás en una gran casa con criadas a tu servicio, tendrás maravillosos vestidos y lucirás espléndidas joyas. No es un mal trato, ¿no crees? Tú sales mucho más beneficiada que yo.
Convertirse en la amante del vizconde. Dejar de ser una criada obligada a los más duros trabajos, pero con una vida sencilla y honrada, para ser el juguete de un hombre, sometida a sus deseos y forzada a aceptar sus lujuriosas atenciones. Hazel no era tonta, sabía de las necesidades de los hombres, su madre la advirtió sobre ello antes de abandonar su casa para ir a trabajar de sirvienta. Pero, ¿acaso le quedaba otra opción? Como amante de un vizconde, podría ayudar mejor a su familia. Tendría más dinero para enviarles a sus hermanas. Podría mandarles regalos, también, pagarles ropa nueva y, quién sabe, quizá hasta conseguirles un hogar mejor que aquella cabaña desvencijada a las afueras del pueblo.
Se levantó del suelo sin dejar de mirar aquella figurita rota en mil pedazos. El rostro de perro parecía mirarla, burlándose de ella y de su indecisión. ¿Qué importaba su honra y su orgullo? Lo que más importaba era su familia, que quedaría desprotegida y en la más absoluta miseria si permitía que su orgullo se interpusiera. Desde la cárcel no podría hacer nada por ella. Pensó en sus hermanas pequeñas, en sus rostros demacrados por el hambre y en sus cuerpecitos consumiéndose.
El orgullo no les daría de comer.
—Está bien. Acepto su propuesta.
—¡Bien! —Clifton dio una palmada de alegría y se acercó a ella para levantarle el rostro hasta que sus miradas se quedaron fijadas la una en la otra—. Te prometo que no vas a arrepentirte. Te doy mi palabra de caballero —le susurró en un tono que a Hazel llegó a parecerle cariñoso y tierno—. Pero he de asegurarme de que no vas a cambiar de opinión cuando yo haya confesado ante Mangel.
—Solo soy una criada, milord, pero le aseguro que mi palabra es tan fiable como la suya —contestó ella con orgullo.
—Sí, sí, por supuesto —susurró él mientras le quitaba el pañuelo que le ocultaba el precioso pelo rubio, y apartaba las horquillas que lo mantenían sujeto. El pelo cayó en una brillante y hermosa cascada que Clifton acarició—. Pero prefiero asegurarme, cielo. Vas a darme un adelanto de las maravillas que me esperan y, cuando quede satisfecho, hablaré con Mangel. ¿Te parece bien?
Hazel asintió. No podía negarse. Estaba en sus manos, literalmente. Debía aceptar aquella oportunidad como el menor de los males, enfrentarla con valor, e intentar sacar el mayor provecho posible.
Clifton sonrió, satisfecho. Su plan había salido a la perfección y casi no pudo reprimir las ganas de echarse a reír. La pequeña criada había caído en su trampa como una inocente cervatilla y ahora la tenía en su poder, sumisa y obediente, dispuesta a hacer cualquier cosa por él.
Le encantaba que los planes le salieran bien.
Le desabrochó el vestido con lentitud. Era un acierto que la ropa de las criadas tuviera los botones delante, lo que hacía mucho más fácil acceder a sus pechos. Abrió el corpiño y se deleitó con el ligero temblor de Hazel, que había cerrado los ojos. Deslizó la ropa por los hombros femeninos y se maravilló con los firmes y turgentes senos. Los ocultó con las manos, masajeándolos a la vez con suavidad, mientras observaba el rostro de ella, contraído por el esfuerzo que estaba haciendo para no apartarse. Sonrió, sabiendo la lucha que estaba teniendo lugar en su mente.
Rodeó un pecho con una mano y lo alzó, mientras con la otra le aferraba la cintura para apretarla contra su cuerpo. Se apoderó del pezón con la boca y chupó con fuerza, obligándola a dar un respingo de sorpresa. Las pequeñas manos se aferraron a sus hombros, clavándole los dedos. Saboreó el pezón, lamiéndolo y mordisqueándolo con suavidad, y no se quedó satisfecho hasta que consiguió que se endureciera. Después, atendió el otro con la misma intensidad hasta que Hazel dejó ir un gemido, inclinando la cabeza hacia atrás, haciendo que su magnífica melena dorada se balanceara en el aire.
—No está siendo tan malo, ¿verdad? —le susurró, y sopló sobre el mojado pezón provocando que ella clavara todavía más los dedos en sus hombros.
—N-no —tartamudeó ella, sorprendida por el aluvión de sensaciones extrañas que recorrían su cuerpo.
Había esperado dolor, humillación y vergüenza, pero estaba obteniendo un extraño placer que se arremolinaba en su bajo vientre y hacía que su sexo se empapara de deseo.
—¿Eres virgen, cielo?
La mano de Clifton se introdujo debajo de la falda y se deslizó por encima de la rústica y áspera media hasta llegar a los bombachos.
—S-sí —contesto, dejando ir un hilo de voz.
Clifton sonrió, satisfecho por no haberse equivocado. Gracias a su larga y dilatada experiencia con las mujeres, intuyó que el ángel del que se había encaprichado era todavía virgen e inocente, lo que hizo que la emoción del juego fuese todavía más intenso. Ahora, su temblorosa afirmación, unida al rubor que cubría su cuerpo y que volvía sus pechos en algo todavía más apetecible, y a los ligeros respingos de sorpresa cada vez que él le hacía una caricia osada, le decían que ella no mentía.
«Una pequeña virgen dulce e inocente para corromper a mi antojo», se regodeó.
Rebuscó entre los pliegues de la tela, deseando poder romperlos y arrancarlos, hasta que encontró la abertura entre las piernas. Deslizó un dedo en el interior, introduciéndolo en el húmedo canal. Hazel soltó un chillido ahogado y se removió, incómoda por aquella súbita intromisión, apretando las piernas e intentando apartarse de él.
—Sssht, tranquila —le chistó él con suavidad, apretándola con dureza contra su cuerpo, evitando su huida instintiva—. Relájate, cielo. Abre los ojos y mírame.
Su tono, suave pero firme, la hizo obedecer. Clifton sonrió. Era esencial que ella lo mirase, que tuviese presente su rostro mientras la llevaba a su primer orgasmo.
El camino fácil hubiese sido forzarla allí mismo. Habría sido sencillo arrancarle la ropa, follarla y después olvidarse de ella. Pero, ¿qué sacaría de ello, excepto una nimia satisfacción que le duraría apenas unos segundos? Lo divertido era obligarla a entrar en el juego por voluntad propia, y alargarlo durante todo el tiempo posible, días, semanas, meses, hasta que se cansase de ella. Enfocar su esfuerzo en corromper su pureza virginal, y convertirla en una puta ávida de sus caricias.
—Así, cielo, no dejes de mirarme. Relájate, no pienses, solo siente cómo mis dedos acarician tus partes más preciadas. Abandónate al placer que te estoy dando, déjalo fluir por todo tu cuerpo, acéptalo sin reservas.
Su voz, hipnótica y seductora, logró que obedeciera. Lo miró con fijeza, dejándose seducir por su mirada penetrante. Era un hombre muy atractivo, a pesar de que, por la edad, podía ser su padre. El pelo rubio peinado a la perfección y veteado con algunas canas, y las ligeras arrugas en las comisuras de los labios y en el borde de los ojos, le daban el aspecto de galán maduro y experimentado.
—Oh, Dios —gimió ella cuando un ramalazo de electricidad la atravesó, haciendo que su piel se erizara. Algo estaba enroscándose en sus partes más íntimas, un torbellino que amenazaba con extenderse y tragársela. Los dedos masculinos seguían penetrándola, moviéndose en su interior, acariciando la sedosa piel, deslizándose por los jugos que la empapaban—. Oh, Dios, ¿qué..?
—No luches contra ello, mi cielo —le susurró, disfrutando con su sorpresa—. Deja que se apodere de ti. Cabalga mis dedos como una amazona, déjate llevar.
Cuando el orgasmo se liberó, arrasándola como una estampida, abrió más los ojos. Sorprendida, de su garganta surgieron profundos gemidos mientras montaba aquellos dedos que no dejaban de hurgar inquietos. Cuando el pulgar empezó a atormentarle el clítoris, el orgasmo se intensificó, envolviéndola en una vorágine de sensaciones que la arrancó de la realidad. Gritó sin poder evitarlo y Clifton la silenció apoderándose de su boca, besándola con fiereza, follándola con la lengua igual que sus dedos follaban su coño.
Cuando terminó, se quedó flácida entre sus brazos, con la cabeza apoyada en el hombro masculino, sin fuerzas.
—Lo has hecho muy bien, pequeña —la alabó, sacando la mano de debajo de la falda, sacudiéndola con suavidad para que la tela volviera a su sitio—. ¿Te ha gustado? —Ella no pudo contestar con palabras. Se limitó a asentir ligeramente con la cabeza—. Bien, me alegro mucho. Ahora, es el momento de recompensarme por haberte dado placer, ¿no crees?
—Sí, claro —susurró, todavía aturdida por el torbellino de sensaciones que la habían sacudido. Levantó la cabeza y miró hacia el sofá. Seguro que el vizconde querría que se tumbara allí y se levantara la falda. No sería tan difícil. Solo tenía que abrir las piernas y dejar que él se ocupara de todo—. ¿En el sofá?
—No, cielo —contestó él adivinando sus pensamientos—. No va a ser tumbarte y ya está. Vas a tener que trabajarlo un poco, como he hecho yo. Arrodíllate. —Hazel parpadeó, confusa, pero obedeció. ¿Qué era lo que pretendía? En esa posición, poco podría hacer él. Levantó el rostro para mirarlo y él le acarició la mejilla—. Desabrocha el pantalón y saca la polla, preciosa. Así, muy bien. Abre la boca, cariño, todo lo que puedas, y agárrate a mis caderas.
Hazel no entendía nada, pero obedeció, sumisa. Clifton agarró su miembro enhiesto, grueso y ligeramente torcido en la punta, y le acarició la boca con el glande, siguiendo la silueta enloquecedora de los labios. Con la otra mano, la agarró del pelo, suave pero firme, para asegurarse de que ella no se apartaría. Plantó bien los pies en el suelo, y le introdujo la polla en la boca con decisión.
—Oh, Jesús —blasfemó al notar la sedosa boca alrededor de su dolorida polla. Hazel intentó apartar la cara de forma instintiva, pero el agarre firme en su pelo se lo impidió—. Quieta, cielo, relaja la garganta y acéptame. —Le empujo suavemente la cabeza un poco hacia atrás y le acarició el forzado cuelo con los dedos—. Así, muy bien, lo estás haciendo muy bien —siseó.
Le folló la boca, entrando y saliendo de ella, tirando de su precioso pelo para acomodarla en diferentes posiciones hasta conseguir introducirla casi completamente. Las manos de Hazel le apretaban las caderas y veía en sus lloroso ojos que estaba sufriendo.
Era una estampa tan hermosa y seductora, con ella arrodillada a sus pies, los pechos desnudos balanceándose libres con cada embestida de sus caderas, acogiendo su polla en la boca, con los ojos llorosos y abiertos por la sorpresa, que Clifton deseó poder inmortalizar aquel momento de alguna manera.
—Acaríciame —le ordenó, guiando una de sus manos hasta los testículos—. Adora las joyas de la corona, pequeña, hazme feliz. Convénceme de que vale la pena pagar tu deuda y llevarte conmigo.
Hazel obedeció, acariciándolo con dedos temblorosos. Aquello ya no le gustaba. Se sentía denigrada, como si solo fuese un pedazo de carne en lugar de un ser humano. El brillo en los ojos de milord era cruel y salvaje, y le daba miedo.
Intentó hablar, suplicarle que fuese más cuidadoso, que le estaba haciendo daño al tirar de su pelo, y que su boca era demasiado pequeña para tomarlo por completo. Las vibraciones que produjo rodearon la polla y Clifton siseó de placer, empezando a martillear con más dureza, tirando de su pelo, follándole la boca salvajemente, hasta que se corrió soltando un gruñido gutural al mismo tiempo que el semen se estrellaba contra la garganta.
—¡Trágatelo! —le ordenó presa de la lujuria del momento—. ¡Hasta la última gota! ¡No desperdicies el regalo de tu amo y señor!
Hazel obedeció por obligación, esforzándose por no atragantarse, dejando que el caliente y pegajoso líquido se deslizase por su garganta, hasta que este, completamente saciado y satisfecho, la liberó.
Hazel apoyó las manos en el suelo, ahogando las ganas de llorar. Había pasado del cielo al infierno en unos segundos. Tosió con fuerza y se llevó una mano a la garganta, intentando recuperar el aliento. Clifton se abrochó los pantalones, muy orgulloso de su pequeña amante. Se acercó a la licorera y escanció dos dedos de jerez.
—Toma, bébetelo —le dijo alcanzándole la copa—. Te ayudará.
Ella la cogió con manos temblorosas y lo bebió a pequeños sorbos. El dulce líquido le llenó la boca y lo tragó. Se sentía sucia y humillada, y solo tenía ganas de salir corriendo para refugiarse en su pequeña y oscura habitación para llorar y olvidarlo.
Pero no tendría la oportunidad.
Ahora era suya. Le pertenecía. Se había comprometido, y tendría que soportarlo, y era mejor que pudrirse en la cárcel.
—Poco a poco lo harás mejor, cielo —le dijo el vizconde, ofreciéndole la mano para ayudarla a levantarse. La aceptó y se irguió con orgullo, negándose a permitir que él pudiese ver cuán denigrada se sentía—. Siento mucho haber sido tan brusco —se disculpó, abrazándola con ternura. Ella se dejó, sintiéndose consolada por su cercanía y sus palabras—. Mi única disculpa es que te deseo tanto que he perdido la razón. Haré todo lo posible para que no vuelva a ocurrir. ¿Te he hecho mucho daño? —preguntó, alzándole el rostro para mirarla a los ojos.
Hazel vio sincera preocupación en ellos y se esforzó por sonreír.
—No, solo me he asustado un poco.
—Lo siento, de veras. Me he olvidado de que eres todavía muy inocente. No debí haberte follado la boca aún. ¿Me podrás perdonar?
—Sí, por supuesto, milord —contestó ella. ¿Qué otra cosa podía decir?
La humillación había desaparecido. Ya no se sentía sucia. Él estaba arrepentido de veras por haberla tratado así. y se había disculpado cuando no tenía porqué hacerlo. Era un caballero, un vizconde, y ella, solo una criada metida en un gran problema que podría llevarla a la cárcel. Estaba a su merced, en sus manos, pero intentaba tratarla con dulzura, casi como si fuese su igual.
Y antes de aquello, le había proporcionado un placer que no sabía que era posible.
Quizá no sería tan malo ser su amante. Hasta podía llegar a ser algo bueno.
—Tengo que irme, he de descansar —le dijo él apartándola ligeramente para empezar a abrocharle los botones. Aprovechó para acariciarle los pechos una vez más antes de que desaparecieran de su vista—, y tú has de seguir con tus obligaciones. Pero, esta noche, te espero en mi dormitorio cuando vuelva del combate. Te haré completamente mía y, por la mañana, hablaré con Mangel, le pagaré tu deuda, y nos iremos a Londres, juntos.
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