Capítulo uno. La aldea.
—¿Estás seguro de esto, Kenneth?
—Por supuesto.
—A Seelie no le gustaría, caràith.
—Seelie está muerta.
Kenneth despertó con un sobresalto y miró alrededor. Siempre que soñaba con su pasado, abría los ojos desconcertado sin recordar momentáneamente dónde estaba. Habían pasado cinco años desde aquella conversación pero aún dolía como el primer día.
Estaba al aire libre, como había pasado la mayor parte de aquel lustro, durmiendo en el duro suelo o en desvencijados camastros de mugrientas tabernas, huyendo de sí mismo, de su pasado, de sus recuerdos. De Seelie.
Recordaba con precisión su dulce sonrisa, su mirada clara, el tono cremoso de su piel, la firmeza de sus pechos, el calor de su boca al besarlo, el brillo del sol al reflejarse en su rojiza melena, como si fuera fuego, y cómo las hebras se deslizaban entre sus dedos cuando la acariciaba... Se habían conocido siendo unos niños, y cuando la infancia desapareció y se convirtieron en adultos, los dulces e inocentes juegos se convirtieron en mucho más.
Seelie había sido su primer amor. Su único amor. Y desde entonces vagaba por el mundo, perdido, metiéndose en todos los problemas que salían a su paso, buscando de forma inconsciente una muerte que le había sido negada. Muchas veces había meditado sobre la idea de quitarse la vida intencionadamente, pero sus fuertes convicciones religiosas, heredadas de un padre fervoroso y de su tutor, un fraile que había ido a parar al castillo de Aguas Dulces, se lo impedían. Quería reencontrarse con su amor en el más allá, no verse abocado a una eternidad en el infierno.
Se levantó, sacudió la manta con la que se envolvía en las noches frías, y dio una patada al fuego consumido y convertido en cenizas. Pensó en encender otro para poder prepararse un buen desayuno, pero desistió: le bastaría mordisquear un poco de carne seca mientras cabalgaba sobre Tormenta, su caballo. La aldea que era su destino no podía estar a más de tres o cuatro horas a caballo, así que esperaba llegar allí antes de la hora de comer, y deleitarse con algún apestoso y grasiento puchero en alguna taberna.
Silbó, y Tormenta, lo único que le quedaba de aquella época de felicidad y dicha, unido a su espada, acudió a él con un ligero trote. Le pasó la mano por el lomo y lo palmeó, en agradecimiento a su lealtad. Lo ensilló, guardó sus cosas, y montó.
No disfrutó del paisaje. Las Tierras Altas, donde él había crecido, eran muy diferentes a las Tierras Bajas donde ahora se movía, pero así y todo, el paisaje solía ser monótono y aburrido. O por lo menos así le parecía a él desde que Seelie había muerto. Cuando vivía, podía verlo todo a través de su mirada, una mirada llena de alegría y que sabía encontrar belleza hasta en el lugar más deprimente. Pero desde su muerte, todo le parecía lúgubre, gris, falto de vida.
A veces se preguntaba por qué su propia muerte se hacía tanto de rogar.
***
Llegó a Recodo Salvaje antes que el sol marcara el medio día. Era un nombre extraño para una aldea, aunque supuso que las montañas que la circundaban tenían mucho que ver con él. No era un lugar sucio o maloliente, algo que le supuso una sorpresa. Solo tenía tres calles, un almacén, una taberna, y poco más. Encontró con facilidad la casa del alcalde, pues era la única de dos plantas que combinaba la madera con la piedra, y tenía cierto deje aristocrático. Era muy común en las gentes de las Tierras Bajas, tan cercanas a la influencia Inglesa, que se dejasen arrastrar por sus modas y costumbres. Él no lo criticaba, pero le resultaba gracioso ver a aquellos hombres vestidos con pantalones en lugar de los cómodos kilt. ¿Cómo podían saber a qué clan pertenecían, si no llevaban sus colores?
Bajó de Tormenta y le dio una suave palmada en la cabeza. El caballo relinchó en contestación, y se sacudió con alegría.
—Tranquilo, amigo. Pronto podrás descansar en un cálido establo.
Llamó a la puerta ante la atenta mirada de los curiosos que estaban merodeando por la calle. Algunos aldeanos se asomaron temerosos a las ventanas. En toda la aldea flotaba un cierto aire de recelo, y si las historias que había oído eran ciertas, no le extrañaba lo más mínimo.
Un criado altivo abrió la puerta y lo miró de arriba abajo con desprecio mientras levantaba una ceja, antes de preguntarle que qué se le ofrecía. Kenneth sonrió torvamente antes de contestar con su voz profunda. El criado asintió y le hizo entrar. Lo precedió hasta una sala bastante adusta donde le invitó a sentarse y le anunció que iba a avisar a su amo.
Kenneth no se sentó. Prefirió esperar de pie admirando las armas que había expuestas en las paredes, junto con algunos retratos de, supuso, los nobles antepasados de aquel alcalde.
—Bienvenido, guerrero. Me ha dicho Nuill que habéis venido a ofrecer vuestros servicios.
—Así es, señor —contestó Kenneth—. Las noticias viajan rápido por estas tierras, y en varias de las aldeas he oído los problemas por los que Recodo Salvaje está atravesando. Soy Kenneth Allaban.
—Dudo mucho que un solo guerrero pueda hacer nada contra la horda de crueles saqueadores que nos está devastando —gruño con amargura mientras miraba al hosco guerrero que tenía delante, y que llevaba un apellido tan curioso. No es que llamarse a sí mismo «vagabundo» fuera algo extraño, pero sí lo era que lo hiciese un mercenario. Estos no solían viajar solos, sino en grupo, y ofrecían sus servicios a los laird, no a humildes aldeanos en problemas.
—Os asombraríais de lo que soy capaz de hacer —se vanaglorió Kenneth. No fanfarroneaba, por supuesto, ya que la falsa modestia que predicaba su tutor no era algo de su gusto. Si era bueno en su trabajo, ¿por qué no presumir de ello?
El alcalde le midió con la mirada, recorriéndolo con los ojos de arriba abajo, y debió decidir que quizá valía la pena arriesgarse, porque le ofreció su mano para estrecharla.
—Calem MacNamara. Bienvenido a Recodo Salvaje.
Se sentaron y hablaron de negocios. Calem le contó que desde hacía varios meses, había un grupo de rufianes que se dedicaba a atacar la aldea de vez en cuando, haciendo rápidas entradas para llevarse los pocos objetos de valor que tenían. Al principio había sido más una incomodidad que otra cosa, pues eran pocos, mal organizados, y entraban y salían de la aldea con tanta rapidez que a duras penas le daba tiempo a llevarse cuatro tonterías que eran fácilmente reemplazables. Pero las cosas habían cambiado en los últimos dos meses. Alguien nuevo había llegado que se había hecho con el mando de la panda de rufianes, y ahora, los ataques eran sistemáticos, organizados y siempre en busca del mismo botín: mujeres. Y Recodo Salvaje no era la única aldea que se veía aterrorizada por ellos. Las aldeas vecinas de Tomillo Ventoso y Sauce Alegre también los sufrían, eso sin contar a todas las granjas que había en los alrededores. Por supuesto, habían enviado mensajeros al Laird para solicitar protección, pero aún esperaban respuesta, y teniendo en cuenta los vientos de guerra que estaban asolando el país, era muy improbable que enviara a sus guerreros para proteger a tres aldeas pobres como ratas y sin ninguna ventaja estratégica.
Kenneth asentía ante las explicaciones de Calem mientras bebía la cerveza que el criado había traído, y su mente ya empezaba a tramar miles de planes para acabar con ellos. El primer paso, sería encontrar su escondrijo. Una banda de malhechores como aquella no podía estar diseminada, sino escondida en algún lugar de las montañas.
Salió de allí con una idea bastante clara de lo que tenía que hacer para acabar con ellos, y en la puerta de la casa del alcalde, antes de coger por la brida su caballo, maldijo en dirección a la puerta y escupió con furia.
—¡Así os pudráis, maldito avaro! —gritó. El criado lo miró con desprecio y cerró dando un portazo, cerrando las puertas en sus narices.
Kenneth sonrió interiormente, pero se alejó de allí mascullando maldiciones y hablando pestes de todos los cometerrones de las Tierras Bajas, mirando a los que se cruzaban con él con furiosa determinación, llevándose la mano a la espada más de una vez, amedrentando a los aldeanos.
Y así debía ser, porque así había quedado con Calem. Todos en la aldea debían pensar que había ido allí ofreciendo sus servicios y que había sido rechazado; así, nadie se extrañaría si acababa sirviendo entre las filas de los bastardos que secuestraban mujeres. Al fin y al cabo, era un mercenario que ofrecía su espada a cambio de una buena recompensa, y si por el camino podía vengarse de una ofensa como el ser echado con cajas destempladas de la casa del alcalde...
Ahora, solo tenía que sentarse y esperar a que los bandidos aparecieran.
Entró en el establo y le dio una moneda al chaval que estaba allí, para que cuidara con diligencia a Tormenta, pero también lo intimidó con la mirada mientras le decía que más le valía hacerlo si no quería que le diera una paliza.
Se despidió de Tormenta con una leve palmada en los cuartos traseros y entró en la taberna.
***
El Ángel del cielo era una taberna como cualquier otra. Estaba construida de madera, tenía el suelo lleno de paja, y olía a cerveza rancia y a grasa quemada. Pidió una habitación y un buen plato de cerdo asado, y se sentó en la mesa con una buena jarra de cerveza a esperar la comida.
La tabernera era una muchacha joven y alegre, y se movía con rapidez entre las mesas. No era normal que a aquella hora estuviera llena pues era tiempo de cosecha, y cuatro de los parroquianos que allí había no tenían mucha apariencia de agricultores. Sus rostros ceñudos, la mirada torva y las espadas al cinto, gritaban a los cuatro vientos «soldados de fortuna». O, en su defecto, salteadores de caminos. ¿Cuál de las dos cosas serían?
Miró a la muchacha con suma atención. Tenía el pelo dorado recogido en una coleta alta, y los ojos claros, azules como el cielo limpio. Era generosa de pecho y caderas, que cimbreaba con coquetería por toda la sala, pero con una cintura estrecha que cualquier hombre se volvería loco por ceñir. Su boca de labios jugosos hizo que Kenneth la imaginara recibiendo su miembro, chupándolo y lamiéndolo. Un tirón en su entrepierna le hizo ver que no era momento de imaginarse según qué cosas, sobre todo porque estaba a punto de meterse en una pelea...
En aquel momento pasaba por al lado de aquellos personajes amenazadores sin ser consciente del peligro al que se sometía. O quizá sí lo era. No era extraño que en las tabernas, las mozas acrecentaran su sueldo con los extras que suponía abrirse de piernas para los clientes, y muchas tenían cuartos en la parte trasera en la que desaparecían unos minutos para «hacer feliz» a un hombre a cambio de unas cuantas monedas. Pero aquella muchacha no tenía apariencia de ser una puta, sino más bien una inconsciente que no estaba acostumbrada a lidiar con según qué personajes. Aquella era una aldea pequeña, y aunque los hombres eran hombres en todos lados, dudaba que allí una mujer pudiese llegar a sacarse un jugoso sobresueldo vendiendo sus encantos.
Cuando la muchacha pasó al lado de uno de aquellos individuos, uno de nariz afilada y una cicatriz que le llegaba desde la frente al mentón, atravesando toda la mejilla derecha, alargó la mano y la cogió por la cintura, obligándola a sentarse en su regazo de un tirón. La chica gritó y se revolvió, lo que invitó a sus acompañantes, tres hombres con el mismo aspecto de bandidos, a reírse a mandíbula batiente.
—Vamos, pequeña —exclamó riendo el maldito cabrón mientras le metía la mano por debajo de la falda—, estoy bastante necesitado y una puta como tú le iría muy bien a mi polla erecta.
Sus compañeros se rieron más al ver la turbación de la muchacha, que seguía gritando y revolviéndose sobre el regazo del hombre, sin darse cuenta que lo único que conseguía con aquello era excitar aún más a su captor.
—¡No soy una puta! —exclamó, e intentó levantarse.
El hombre la agarró con más fuerza, riéndose. Le agarró el corpiño del vestido y lo desgarró, dejando al descubierto sus blancos y hermosos pechos. Ella volvió a gritar e intentó cubrirse con las manos, pero el malnacido se las inmovilizó en la espalda y se llevó un pezón a la boca.
—¡Por favor! —intervino el tabernero, un hombre gordo con cara atemorizada, que se retorcía las manos con inquietud—. No es una puta, caballeros —les dijo acercándose—. Es mi hija —sollozó.
Uno de los maleantes se levantó y le dio un golpe en el rostro que lo lanzó hacia atrás, tropezando con sus propios pies y cayendo al suelo con tan mala fortuna que se golpeó la cabeza con una mesa y quedó en el suelo, inconsciente.
—¡No molestes, hideputa! —gritó, y volvió su atención hacia la muchacha, a la que ya habían puesto sobre la mesa. Uno le había inmovilizado las manos por sobre su cabeza, y otro estaba tirando del vestido para desnudarla. El resto de la clientela desapareció rápidamente de allí, sabiendo que si intentaban detenerlos iban a pagar las consecuencias. Solo eran simples granjeros, y no sabían nada de peleas.
Kenneth miraba todo aquello con una ceja levantada. Si intervenía, su representación delante de la casa del alcalde iba a resultar inútil, pero el poco honor que le quedaba le empujaba a defender a la muchacha, que se debatía dando patadas y gritando mientras habían empezado a manosearla. Tenía a uno de los babosos aferrado a sus pechos, que manoseaba y chupaba mientras se reía, y el otro le había bajado tanto el vestido que el vello púbico estaba a la vista de todos.
—Menuda follada vas a tener, muchacha —le dijo este último mientras de un tirón conseguía quitarle por fin el vestido y dejarla completamente desnuda—. Cuatro pollas bien hermosas todas para ti, preciosa. —El cuarto hombre, el que había golpeado al tabernero, la cogió por una pierna mientras el otro cogía la otra y empezaba a bajarse los pantalones.
Cuando la muchacha vio aquella polla enhiesta, gritó con más fuerza, pidiendo auxilio mientras lloraba a mares.
Kenneth no lo soportó más. Salió del rincón en sombras en el que se había refugiado y, antes que aquel maldito la penetrara, los interrumpió.
—La dama ha dicho que no. ¿No la habéis oído?
Su voz profunda restalló en la taberna. Los cuatro hombres, que no se habían percatado de su presencia, se giraron para mirarlo.
—Escuchad, idiota, si sabéis lo que os conviene, os quedareis en vuestro rincón y os conformareis con mirar. —Se echó a reír, bravucón—. Quién sabe, quizá seamos generosos y cuando hayamos acabado os permitamos fornicar con ella también. Os gustaría, ¿eh?
Kenneth no contestó. Echó mano de su claymore, que llevaba a la espalda, y la desenvainó.
—No quisiera mataros, pero si no la dejáis en paz y os largáis de aquí inmediatamente, no vais a dejarme otra opción.
El que llevaba la voz cantante miró a la muchacha, que había dejado de debatirse cuando Kenneth los interrumpió. Hizo un gesto con la cabeza a sus compañeros, que inmediatamente la dejaron para rodear a Kenneth. El hombre de la cicatriz en el rostro tiró de ella y la cogió por el pelo. Ella intentó desasirse, pero él era más fuerte y consiguió ponerla de pie y escudarse detrás, cogiéndola por la cintura y apretándola contra él.
—No te preocupes, preciosa —le dijo, y después le lamió todo el cuello mientras metía la otra mano entre sus piernas. Ella intentó huir de ese contacto echando el culo hacia atrás, pero lo único que consiguió fue clavarse la polla de su atacante entre las dos nalgas, algo que hizo sisear de placer al malnacido—. Mis amigos acabarán con él en un santiamén y seguiremos donde lo hemos dejado. No seas tan impaciente —se burló.
Kenneth no le quitaba la vista de encima. Sabía que aquel era el más peligroso de los cuatro, pero al mismo tiempo seguía el movimiento de sus compinches. Cuando uno lo atacó para distraerlo, hizo el amago de defenderse pero, en último momento, se giró y atacó con la espada al de la derecha. La claymore siseó en el aire hasta clavarse en la carne y cortar músculo y tendones. El hombre cayó al suelo con un grito agónico.
Inmediatamente volvió a girar, esta vez a la izquierda. El segundo hombre, creyéndole distraído, intentaba clavarle su arma en la espalda. Estúpido. Su propio movimiento lo ensartó.
Solo quedaban dos.
—Aún estáis a tiempo de largaros —les dijo—. Dejad a la chica y marcharos.
El hombre frente a él miró de reojo al de la cicatriz, que sonrió con amabilidad fingida mientras empujaba a la chicha hacia adelante, hacia los brazos de Kenneth.
—¿La quieres? —le preguntó—. Toda para ti.
Salieron de allí a la carrera, tropezándose el uno con el otro, pero el fino oído de Kenneth oyó lo último que masculló el de la cicatriz:
—Me las pagarás, hideputa. Blake se encargará de ti.
Pero en aquel momento tenía otros problemas. La muchacha estaba desnuda entre sus brazos, temblando y llorando, y él tenía una erección de mil demonios. Su búsqueda del olvido lo había llevado por los más oscuros caminos del placer, y aunque su conciencia le chillaba al oído que aquello no estaba bien, ver a aquella hermosa muchacha desnuda y sometida, le había encendido la sangre en el peor sentido posible.
—Shhhhh, tranquila, chiquilla —le susurró al oído mientras pasaba su mano libre por la espalda. Ella se abrazaba a su cintura con fuerza, y era imposible que no notara su erección—. ¿Cómo os llamáis, muchacha? —Intentó hablar con la voz calmada y suave, pero le salió un ronco murmullo abrasador y erótico que acarició aquella piel.
La muchacha se estremeció y levantó el rostro. Lo tenía surcado por las lágrimas, que habían dejado un rastro de humedad por su piel.
—Maisi, señor —le dijo entre hipidos. Había dejado de sollozar, pero aún había lágrimas derramándose de sus ojos.
—Venid, pequeña —le dijo empujándola con suavidad hacia la parte trasera de la taberna, donde estaban las escaleras que subían al piso superior, y a las habitaciones alquiladas.
Por Dios que tenía intención de dejarla allí y bajar a ver qué había pasado con el tabernero, pero cuando estuvo dentro de la habitación, con Maisi aferrada aún a su cintura, no pudo evitarlo.
—No todos los hombres somos tan malos, ¿sabéis? —le susurró al oído—. ¿Sois virgen, preciosa mía?
Kenneth no entendió por qué le hizo aquella pregunta. Cuando el demonio se apoderaba de él, nunca sabía por qué hacía lo que hacía. Solo comprendió que cuando ella lo miró con aquellos ojitos de ciervo asustado, tuvo la necesidad de enseñarle que el sexo era algo muy bueno si lo practicabas con el hombre adecuado. Con él.
—Sí, señor —contestó Maisi con voz aterciopelada.
—Eso es algo a lo que le pondremos remedio inmediatamente —afirmó en un murmullo contra sus labios, y para no ver el miedo en los ojos de la muchacha, procedió a besarla.
La obligó a abrir la boca mordisqueándole los labios. Ella intentó luchar al principio, pero él la sedujo con su húmeda lengua, con las caricias, con la ternura, hasta que ella suspiró en su boca y se abandonó. Entonces profundizó el beso, e invadió su boca explorando con avidez cada recoveco mientras dejaba caer al suelo la espada que aún sostenía en la mano, y utilizaba sus dedos para explorar la piel expuesta. Ya no luchaba contra él, y ahogó un rugido de triunfo.
—Así me gusta, pequeña Maisi —susurró y volvió a besarla.
Era suave, hermosa, valiente. Sus pezones se irguieron rígidos cuando posó la boca en ellos y los chupó, y soltó un gemido de apreciación cuando ella se aferró a sus ropas.
La empujó suavemente hasta llegar al camastro, y la hizo acostarse con delicadeza para no asustarla.
—Tranquila, preciosa —le susurró mientras esparcía un reguero de besos por los pechos, el vientre, y seguía bajando mientras se arrodillaba a los pies de la cama.
Maisi se había quedado con las piernas colgando, y Kenneth la cogió por las rodillas y tiró de ella hasta que el trasero se quedó al borde de la cama. Intentó incorporarse, pero él se lo impidió poniéndole la mano en el estómago. Le pasó las piernas por encima de sus hombros y la besó en el pubis.
Ella respingó, sorprendida, y Kenneth soltó una risita divertida.
—Mi linda Maisi —la aduló—. No te asustes de mí. Te juro por mi honor que va a gustarte. Tú solo déjate llevar.
Ella se relajó con el sonido de su voz, y se abandonó a lo que quisiera hacerle.
Kenneth bajó el rostro hasta su entrepierna y la besó otra vez. Con los dedos, separó los labios vaginales y se maravilló ante la carne virgen que se mostraba ante él. Acercó la boca y con la lengua, los recorrió. Un estremecimiento de gusto asaltó a la muchacha, que lo exteriorizó con un leve temblor unido a un gemido. Sin dudarlo, Kenneth volvió a lamerlos, jugando con la hendidura que había empezado humedecerse con la excitación de Maisi. Lamió con deleite aquella delicia mientras ella se estremecía y gemía. Jugó con el clítoris, y lo rozó con los dientes, y después le introdujo un dedo muy despacito, moviéndolo en su interior, para después añadir otro. Con cada roce ella se excitaba más y más, suspiraba y emitía pequeños ruiditos graciosos, entre grititos y quejidos, y se revolvía inquieta sobre la cama. Sus piernas, colgando en la espalda de Kenneth, no podían estarse quietas y lo rozaba con los pies, frotándole la espalda con los talones, intentando impulsarse para levantar su pelvis, exigiendo de esa manera más placer, más besos, más de todo.
Con cada toque, cada beso, cada roce o penetración con los dedos, Maisi llegaba cada vez más alto, hasta que la sorprendió un estallido que le enroscó los dedos de los pies y la obligó a morderse el puño para no gritar. Su orgasmo fue arrollador, y la dejó laxa y relajada sobre el camastro, respirando agitadamente, mirando al techo con una sonrisa colgada del rostro.
El dolor y el miedo habían desaparecido, y durante aquel instante olvidó completamente el mal trago por el que acababa de pasar.
—Has sido una buena chica, Maisi. Y más traviesa de lo que se esperaría de una virgen —la lisonjeó—. Seguro que más de una vez te has dado placer a ti misma, ¿verdad, muchacha revoltosa?
—N... no, nunca he hecho algo así.
—Aaaah, qué pena —se lamentó él—. Quizá debería enseñarte a hacerlo —sugirió con una sonrisa.
Maisi no opuso ninguna resistencia cuando Kenneth le cogió la mano y se la llevó a su propio coño. La enseñó a acariciarse, a penetrarse con los dedos, a darse placer. La instruyó en el muy celestial arte de estimularse los pechos y el clítoris mientras le susurraba palabras tiernas en el oído, deleitándose al observarla, excitándose con aquella visión.
—Eres una mujer excepcional.
El halago no cayó en saco roto, y ella lo miró con adoración y le sonrió. Kenneth no soportó aquella mirada aunque era precisamente lo que buscaba, y para evitar mirarla procedió a invadir su boca de nuevo mientras se levantaba el kilt y se posicionaba en sus piernas. La siguió estimulando con su polla, rozándola con ella mientras la besaba, hasta que Maisi volvió a tener un orgasmo arrollador que la llevó a clavarle las uñas en la espalda por encima de la camisa.
Kenneth aprovechó para penetrarla y romper aquella pequeña barrera que la apartaba para siempre de la belleza virginal para convertirla en una mujer de pleno derecho. Ella apenas dejó ir un quejido que pronto se convirtió en un gemido de placer al notarse llena por aquella inmensa polla, y con el movimiento de caderas de Kenneth, el roce de su miembro dentro del coño, la estimulación del clítoris con su mano, volvió a correrse con fuerza.
Kenneth sintió las pulsaciones de aquel coño virginal rodeándolo, apresándolo, y sintió cómo su miembro se endurecía más y más. Empezó con un movimiento febril, un vaivén de caderas imparable, entrando y saliendo frenéticamente, cada vez con más dureza, mientras ella se aferraba y se mordía el puño para no gritar.
Kenneth se derramó en su interior sin parar de moverse, resoplando con fuerza, apretando la mandíbula para no rugir de alegría, mientras notaba su semilla llenarla por completo.
Cuando el orgasmo terminó, se dejó caer sobre ella con cuidado de no aplastarla, y le dio un beso en la frente.
Aquel era el peor momento de todos, cuando las miraba al rostro y veía que ninguna de ellas era Seelie; se sentía culpable, un traidor, un mal hombre, porque Seelie estaba muerta y él utilizaba a otras mujeres para rememorarla y olvidarla.
Se apartó de ella con cuidado. Maisi no tenía la culpa que él fuera un cabrón, y no tenía por qué hacerle daño. Ella se hizo un ovillo sobre la cama, y le echó la manta por encima.
—Duerme un poco, preciosa —le dijo con ternura, cogió la claymore del suelo y abandonó la habitación dejándola sola.
Bajó las escaleras y vio que el tabernero se estaba despertando. Lo había olvidado por completo. Le aseguró que su hija estaba a salvo, que dormía en una de las habitaciones de arriba, y le ordenó que fuera a buscar al alcalde para informarle de lo que había pasado.
No sabía si su primer plan podría seguir adelante. Si aquellos hombres formaban parte de la banda de malhechores que entraba en la aldea para secuestrar muchachas, probablemente sería una locura seguir adelante, pero ¡qué demonios! nadie podía vivir eternamente, y la idea de morir era lo único que lo mantenía a él de pie.
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