Prefacio. La huida.
Dos sombras se deslizaban entre las callejuelas estrechas de Aguas Dulces. Iban agazapados, huyendo de las luces que emanaban de las antorchas de las pocas personas que todavía se movían por las calles, guardias en su mayoría, que hacían las rondas para mantener la tranquilidad en el pueblo que había crecido a lo largo de los años, rodeando las murallas del castillo.
La luna llena les era suficiente para poder ver dónde ponían los pies, y no tropezar con algo. Se movían como fantasmas recién salidos de sus tumbas, en completo silencio, atentos a cualquier movimiento que pudiera producirse a su alrededor.
Solo tendrían una oportunidad de conseguir su objetivo, y sabían que fallar no era una opción si querían mantener la vida, pues si eran apresados, con toda seguridad el laird MacDolan los colgaría sin dudarlo ni un instante.
Gawin maldijo su mala suerte una vez más al recordar cómo había llegado a esta situación. Era un MacKenzie, el hijo pequeño del laird de su clan; provenía de un linaje antiguo que se remontaba a la era de los druidas, cuando ni siquiera los romanos habían pisado sus tierras, y no pensaba consentir una afrenta a su dignidad como la que estaba sufriendo. Su orgullo y amor propio habían sido seriamente heridos, y esta era la única manera que conocía de restablecerlos, a pesar del riesgo para su vida.
Contra su pecho, debajo del jubón, guardaba la carta que Rosslyn le había escrito anunciándole su inminente viaje a Aguas Dulces, junto a su padre, para conocer brevemente a su prometido antes de los esponsales. En ella le decía adiós pues, aunque su corazón siempre le pertenecería a él, debía hacer honor a la palabra de matrimonio dada por su padre a Lean MacDolan, el laird de Aguas Dulces.
Pero Gawin no podía permitirlo. Rosslyn y él se amaban desde que eran niños. Siempre habían soñado que formarían una familia juntos, y así hubiera sido si Evanna, la hermana mayor de Rosslyn, no hubiera muerto seis meses atrás de una enfermedad fulminante que se la había llevado en apenas una semana. Evanna era la prometida de Lean, y no Rosslyn; pero a la muerte de la primera, el padre de su amada había negociado en secreto un nuevo compromiso con el MacDolan. Ambos ansiaban la unión de los dos clanes, pues esta alianza los convertiría en los más fuertes de todas la Highlands, y el Douglas se aseguraba un sucesor digno cuando él muriera, pues Dios no lo había bendecido con ningún hijo varón que heredara sus tierras.
Pero él sabía que también podría ser un digno sucesor como laird de los Douglas cuando se casara con Rosslyn. Su padre, el MacKenzie, se había ocupado que tanto él como su hermano mayor estuviesen igualmente preparados para gobernar, pues nadie sabía qué podía deparar el futuro.
—Sigo sin tener clara esta locura, Gawin —susurró Craig contra su espalda mientras seguían deslizándose por las sombras, cada vez más cerca del torreón donde sabía, estaban los aposentos de su amada.
—Nadie te ha obligado a venir —contestó, conteniendo su impaciencia, pues su amigo había estado rezongando la misma letanía desde el momento en que abandonaron su hogar para venir aquí.
—Que haya venido por mi propia voluntad, no quiere decir que me guste tu idea.
—¿Entonces por qué has venido?
—Porque alguien tiene que vigilarte las espaldas, maldita sea. No podía permitir que vinieras solo, y estaba claro que no había nada que pudiera hacerte cambiar de idea.
—Solo la muerte podrá obligarme a renunciar a Rosslyn —sentenció con voz dura, queriendo terminar así la absurda discusión.
Craig apretó los dientes, consciente de que discutir con Gawin solo llevaría a que sus susurros fueran oídos por alguno de los guerreros que hacían guardia en las murallas, dando la alarma de su presencia.
Por fin llegaron a los muros del torreón, y Craig miró hacia arriba, rascándose la cabeza. Su ensortijado pelo rojizo, rizado y enmarañado, a duras penas percibió la intrusión de su mano.
—¿Estás seguro que puedes escalarlo? —le preguntó, dudando de la habilidad de su amigo. Era cierto que Gawin era muy ágil, y desde pequeño había desarrollado la peligrosa habilidad de escalar los muros como si fuese una lagartija; pero la torre se alzaba ominosa ante ellos, y la única luz que iluminaba sus paredes era el tenue resplandor de la luna, que podría ocultarse tras las nubes en cualquier momento, dejándolo a ciegas y colgado como un fiambre.
—Llevo dos días observando estos muros. Puedo hacerlo con los ojos cerrados.
—Está bien. Acepto que puedes subir hasta los aposentos de Rosslyn. Pero, ¿y si ella se niega a venir contigo? ¿Cómo lo harás? Porque no será fácil bajar con ella a cuestas, si se resiste.
Gawin llevaba una gruesa y larga cuerda enrollada alrededor de su torso, con un resistente garfio de hierro atado en uno de sus extremos. El plan era subir hasta la ventana de Rosslyn, afianzar el gancho en el alféizar, tirar la cuerda llena de nudos hasta abajo, y utilizarla para que ambos pudieran bajar por allí hasta el suelo. El plan era sencillo y viable, siempre que Rosslyn colaborara. Su amada no era una muchacha remilgada y miedosa.
—No se negará —afirmó, terco, negándose a pensar siquiera en la posibilidad de que ella lo rechazara después de haber ido hasta allí para rescatarla de un matrimonio que no quería ni deseaba.
—Te envió una carta.
—Estoy seguro de que fue su padre quién la obligó a escribirla. Nada de lo que me decía tenía sentido.
—Pues yo creo que sí lo tenía. Para las mujeres, el honor es tan importante como para nosotros, y ella no querrá faltar a la palabra dada por su padre.
—Vete al infierno —le espetó mientras miraba hacia arriba del muro—. La bajaré a la fuerza si es necesario.
—Os mataréis los dos.
Gawin no contestó. Giró el rostro para mirar a su amigo con fijeza, y un brillo acerado y mortal refulgió en lo más profundo de sus ojos, haciendo que Craig se estremeciera. Esos ojos no parecían humanos, sino sacados de los cuentos que su madre le narraba delante del fuego del hogar, durante las frías noches de invierno; historias aterradoras de hombres que se convertían en lobos, de brujos y hechiceros, de demonios que habían escapado del infierno y caminaban bajo la luz del sol.
Gawin empezó a subir por el muro aferrándose a las piedras salientes mientras Craig permanecía abajo persignándose una y otra vez, alzando una plegaria a Dios para que su mejor amigo no acabara estrellado contra el suelo por culpa de su mal entendido orgullo.
Capítulo uno. El vagabundo.
Habían pasado seis meses desde su despedida de Blake y Maisi. Seis meses en que había estado vagando sin rumbo fijo, de taberna en taberna, y de cama en cama. Seis meses en que se sentía feliz por ellos, por haber conseguido tener la oportunidad de construir un futuro juntos, pero en que había sentido, más que nunca, la ausencia de Seelie.
Se echó hacia atrás y apoyó la espalda en la pared de la taberna. Estaba sentado en un rincón cerca del fuego, como siempre, con la espalda protegida y las puertas a la vista. Fijó los ojos en la tabernera que lo había servido hacía un rato, coqueteando con él. Deambulaba entre las mesas, riendo y provocando a los comensales, instándolos a beber y comer más.
Todo estaba tranquilo, un perfecto anochecer de finales de verano. Pronto llegaría el otoño, y con él, el frío, la lluvia y después, la nieve.
Echaba de menos su casa, su hogar. Los últimos días le estaba rondando la idea de volver a Aguas Dulces, por lo menos una temporada. Descansar, tornar a ver a los suyos, abrazar a su padre y sus hermanos... sería una prueba de fuego, regresar a los lugares en los que había sido feliz con Seelie, y mantenerse cuerdo.
Pero no sabía si estaba preparado.
La moza de la taberna se acercó a él, contoneando las caderas. Adornó su rostro con una sonrisa y se sentó a su lado. Descarada, le puso una mano en la pierna y se arrimó, susurrándole al oído:
—Tengo algo para vos, entre mis piernas. ¿queréis verlo?
¿Lo quería? Por supuesto.
—¿Y a dónde tengo que ir, para que me lo mostréis, muchacha?
—Solo tenéis que seguirme...
Se levantó y él la siguió. En la parte de atrás de la taberna había una habitación con un camastro, pero Kenneth no tenía ganas de camas. La cogió por el pelo y la arrimó a él, agresivo.
—Venid aquí, muchacha. Dejadme ver qué tenéis...
Ella se deshizo con rapidez del vestido, dejándolo caer al suelo, mostrándose sin pudor ni vergüenza.
—¿Qué os parece? —le preguntó, sonriendo provocadora mientras recorría su propio cuerpo con las manos hasta llegar a los pechos, ofreciéndoselos con generosidad.
—Os lo diré en cuanto los pruebe —contestó él abalanzándose sobre ellos.
Siempre era así. Durante el rato que duraba el coito, Kenneth era capaz de olvidar a Seelie y todo el dolor que embargaba su corazón. Pero en cuanto el orgasmo lo sacudía, volvía a sentirse vacío, abandonado, miserable. Mil veces se había preguntado si no sería mejor mantenerse casto, sustituir el sexo por la cerveza y el whiskie, y permanecer en un estado de embriaguez constante hasta que la muerte lo sorprendiera. Pero siempre acababa cediendo a la necesidad de sentirse vivo de nuevo, y eso solo lo conseguía cuando estaba entre las piernas de una mujer.
Salió de la habitación dejando a la muchacha sobre la cama, plácidamente dormida y saciada después del intenso encuentro que habían mantenido. Dejó unas monedas sobre la mesa desvencijada que había al lado del camastro, y volvió a la taberna.
Se sentó en una mesa desocupada, y empezó a beber una jarra de cerveza tras otra. Su sed parecía infinita, pero no había nada que pudiera lavar su conciencia manchada, ni todo el alcohol del mundo podría lograr un milagro así.
La muchacha regresó unos minutos más tarde, sensualmente despeinada, y con los labios hinchados de los furiosos besos que le había dado. En el hombro que su vestido dejaba al descubierto, se veía la señal de un mordisco que él le había dado. Se sintió un mal hombre, indigno, y se consoló hundiendo la cara en otra jarra de cerveza, bebiendo como si la vida le fuera en ello.
—¡Eh, tú! Follador de ovejas. Esa mesa que ocupas es nuestra.
Un estallido de carcajadas inundó el local. Kenneth tenía la mente turbia por culpa del alcohol, y se aferraba a su jarra manteniendo la vista fija en el líquido ambarino que todavía había dentro.
—¿Es que no me has oído? Salvaje bueno para nada, lárgate de aquí y vuelve a tus montañas.
Alguien golpeó su mesa y la jarra tembló. La cerveza se arremolinó en su interior y salpicó el rostro de Kenneth. Alzó los ojos y miró con escepticismo al hombre que, plantado delante de él, con los brazos en jarras, seguía la burla sobre su gente.
—Disculpadme, ¿que habéis dicho?
—Que todos los hombres de las Tierras Altas son unos salvajes, folladores de ovejas, buenos para nada, que cuando no están con la polla fuera, se divierten matándose entre ellos.
El coro de carcajadas los rodeó a ambos. Los parroquianos de la taberna parecían muy divertidos con sus palabras. Kenneth pensó que eran bastante estúpidos al provocarlo así. ¿Es que no se habían dado cuenta de la enorme espada que llevaba atada a su espalda? ¿No habían visto sus músculos, desarrollados durante los años que hacía que iba de batalla en batalla? ¿Es que no habían percibido el filo de peligro que siempre irradiaban sus ojos?
Parecía que no.
—Admito que sois muy valiente diciéndolo ante mí. ¿Vais a disculparos por vuestras palabras?
—¿Por que tendría que hacer eso? —preguntó, bravucón, envalentonado al sentirse arropado por el resto de bebedores del lugar.
—Porque puedo haceros pagar vuestras palabras con sangre.
—¿Vos? —El hombre miró a su alrededor mientras seguía burlándose—. ¿Y cuántos más?
Cuando volvió la mirada hacia Kenneth, se encontró con el puño de este yendo directo hacia su nariz. Con el impacto, empezó a chorrear sangre. Trastabilló hacia atrás, balanceando los brazos irracionalmente para intentar mantener el equilibrio, pero finalmente cayó sobre una de las mesas con gran estrépito, tirando al suelo jarras, platos, bebidas y comidas.
Y estalló la pelea.
Empezaron a volar objetos, mezclados con puños, rugidos, maldiciones, obscenidades, jarras de cerveza, sillas... Lo que empezó siendo una pelea de uno contra uno, se convirtió en una batalla campal en el mismo momento en que el oponente de Kenneth quiso devolverle el golpe pero falló, aterrizando sobre otro parroquiano que lo obsequió con una imprecación mientras se lo sacudía de encima, lanzándolo hacia el otro lado. Al empujarlo, golpeó al hombre que tenía al lado, que maldijo y se revolvió.
Media hora mas tarde, con el local destrozado y el tabernero sollozando y clamando al cielo, Kenneth salió del establecimiento con solo algunas magulladuras pero el ánimo mucho más calmado. Una buena pelea siempre le servía para relajarse. No era lo mismo que follar, por supuesto, porque el estado de después no era, ni micho menos, tan satisfactorio; pero el cuerpo maltratado y dolorido le impedía pensar demasiado, y el dolor agudo de los maltrechos músculos lo ayudaba a enmudecer el dolor sordo que siempre lo acompañaba.
Era como cuando siendo un chiquillo, corría llorando hacia su padre porque se había hecho daño, por regla general por culpa de alguno de hermanos. Su padre, todo corazón, le daba una bofetada que le hacia resonar la cabeza, dejando su mejilla pulsante, y el dolor que le había llevado hasta allí, pasaba a ser insignificante en comparación con el causado por el revés, unido a la humillación de ser reprendido con brusquedad por el hombre que más admiraba en el mundo.
Estaba borracho y dolorido, y caminó tambaleante en dirección a la posada donde se hospedaba. Tenia una ceja partida que sangraba escandalosamente, y el ojo se le estaba hinchando; en cambio, su ánimo se había calmado y pensaba dormir hasta el amanecer de un tirón.
Sí, señor; una buena pelea sí que ayudaba.
El amanecer lo sorprendió durmiendo a pierna suelta sobre su camastro. La luz del sol incidió sobre su rostro y lo hizo parpadear, confuso. Uno de sus ojos palpitaba como si se lo hubiesen hinchado de un puñetazo… Un momento, se lo habían hinchado de un puñetazo en una salvaje pelea en la taberna donde había estado bebiendo esperando acabar inconsciente. En cambio, había salido de allí caminando sobre sus propios pies, y había terminado durmiendo como un lirón, completamente agotado.
Gruñó cuando intentó moverse y todos sus músculos protestaron en contra de tan absurdo movimiento, pero no podía quedarse allí. Llevaba varios días en aquel pueblo de mala muerte, y los aldeanos empezaban a ponerse nerviosos por su culpa. La prueba la había tenido la noche anterior.
Se sentó con dificultad y se miró las manos. Estaban sucias, y supo que el resto de su cuerpo no presentaría mejor aspecto. Hora de darse un buen baño.
El posadero lo miró con ojos extrañados cuando le solicitó tan insólito servicio. La limpieza no era algo muy normal por aquellos lugares; ni siquiera lo había sido en Aguas Dulces, y sus hermanos se reían de él por tener esa peculiaridad: no soportaba estar sucio. Aunque debía admitir que, con los años, se había vuelto más distendido en este asunto. Pero hasta ahora, cuando todo le daba igual, tenía sus límites en aquel aspecto, unos límites que procuraba no cruzar para no convertirse en un salvaje.
Desayunó mientras le preparaban una tina en el patio trasero, llenándola con agua caliente. Comió con ganas, intentando aplacar el gruñido de su estómago que se revolvía ante tan abrupta invasión, obligándose a tragar porque, en cuanto se pusiera en marcha, no sabía cuánto tiempo pasaría antes de poder volver a comer caliente. Mientras viajaba de un pueblo a otro, no le gustaba perder el tiempo en cazar un escuálido conejo que después tenía que desollar. Prefería alimentarse a base de carne seca, queso y pan duro, mientras regaba su garganta con agua. Nada de alcohol mientras viajaba. Uno nunca sabía qué podía encontrarse por el camino, y aquellos lares estaban plagados de bandidos que asaltaban a los viajeros despreocupados.
Cuando terminó de desayunar, salió al patio trasero, protegido por una alta valla de juncos entrelazados. Dejó la espada apoyada contra la pared, siempre al alcance de su mano, y se quitó el jubón, el kilt, la camisa y el plaid de lana. Dejó el puñal sobre el montón de ropa cuidadosamente doblada y se metió en la tina llena de agua caliente.
Para caber, tuvo que encoger sus piernas hasta que las rodillas le rozaron la espesa barba que lucía. Se la rascó despreocupadamente, y pensó que quizá sería mejor afeitársela. Se frotó el cuerpo enérgicamente, arrancando la suciedad acumulada, y después, con un pequeño cubo, tiró agua sobre su cabeza y frotó el cabello hasta sentirse limpio. Se puso de pie para poder aclararse, y al poner los pies fuera de la tina, unas manos cálidas lo envolvieron con un lienzo para secarse.
—Buenos días, señor —le dijo una voz tan suave como la seda.
Kenneth se giró y posó los ojos sobre la hija del posadero. Era hermosa, a su manera salvaje. El pelo rojo brillaba bajo la luz del sol, y sus ojos verdes con motitas doradas, lo miraban con deseo.
—Buenos días, preciosa.
La muchacha había estado intentando seducirlo desde el primer día en que llegó al pueblo. Kenneth se había resistido porque sabía que la muchacha no era como las mozas que servían en la taberna por la noche, pero parecía que era infatigable en su afán por llevarlo a la cama.
—Me pregunto cómo será vuestro rostro debajo de todo este pelo —murmuró mientras le acariciaba la barba—. Puedo afeitaros. Tengo el pulso firme, y estoy acostumbrada a hacerlo. Afeito a mi padre a menudo, desde que cumplí los diez años.
Kenneth se enrolló el lienzo en la cintura y la miró con un brillo de picardía en los ojos.
—¿Y qué me pediréis a cambio, muchacha?
El dedo de la chica se deslizó por su pecho desnudo y sus pestañas revolotearon con interés, hasta que llegó al borde del lienzo.
—Quizá… saber qué se esconde aquí debajo, también.
—Sois muy joven, muchacha. —No tendría más de quince años, pensó. Demasiado joven para comportarse así.
—No tanto. En unos días cumpliré los dieciséis, y mi padre me entregará a mi prometido. Es un hombre viejo y achacoso que huele a rancio, y me repugna.
—¿Y por qué vuestro padre quiere casaros con él?
—Porque es rico, y no tiene parientes que hereden sus tierras. Si yo le doy un hijo, cuando muera, todo será para él. Sino, la corona se quedará sus propiedades. Pero es tan viejo, que dudo mucho que sea capaz de cumplir con su deber de esposo.
Kenneth alzó una ceja, intuyendo qué era lo que ella buscaba en realidad.
—Y queréis que yo os preñe —afirmó con mucha amargura en la voz.
Kenneth había soñado con tener hijos. Preciosos hijos con su preciada Seelie. Pero cuando ella murió, ese deseo desapareció al mismo tiempo. No sabía si en estos casi seis años que había pasado por los caminos había engendrado algún bastardo. Podría ser, no es que se hubiera preocupado demasiado de dónde derramaba su semilla. Al antiguo Kenneth, algo así lo hubiera alarmado mucho; pero al actual…
—Así es, señor. Mi prometido solo me ve como a una yegua de cría, alguien que puede proporcionarle un heredero. Cuanto antes me sepa embarazada, antes abandonará mi cama. —La muchacha hizo una mueca de asco—. Me dan escalofríos solo de pensar en la noche de bodas —musitó, ahogando un temblor al abrazarse a sí misma.
Kenneth le acarició el pómulo con el dorso de la mano, muy suavemente. Dejó que la mano vagara hasta el mentón, y le alzó el rostro para poder ver sus hermosos ojos verdes. Si solo hubieran sido azules, como los de su amada Seelie…
—¿Y no preferirías buscar a algún mozo más cercano a tu edad? —le susurró.
—No —musitó la muchacha, acercándose a él y poniendo las palmas de sus manos sobre el hermoso pecho de Kenneth—. Os prefiero a vos…
—De acuerdo, muchacha, que no se diga que Kenneth Alaban no acude a socorrer a una hermosa mujer que está en apuros. Espérame en mi alcoba, chiquilla. Estaré contigo en unos minutos.
Cuando la chica se fue, Kenneth se entretuvo vistiéndose con parsimonia. Iba a darle tiempo para que se lo pensara detenidamente. Quizá cuando estuviera arriba, en su cuarto, la ansiedad se acumularía y decidiría abandonar su idea de ser desflorada por un desconocido; o quizá la espera la pondría no solo nerviosa, sino también deseosa y exultante de sensualidad.
Casi dieciséis años, le había dicho. Era una verdadera pena que la vida dura que llevaban los obligara a vivir tan deprisa para exprimir al máximo todo lo que pudiesen antes de envejecer. Quince años eran pocos para poder madurar; era apenas una chiquilla, pero casarse a esa edad era lo normal allí, en estas tierras tan duras que te arrebataban la vida cuando menos te lo esperabas.
Se afeitó sin contemplaciones. Se había dejado crecer la barba porque estaba cansado. Sentía que su vida era una carga demasiado pesada, y cada día que pasaba, tenía menos ganas de cuidarse a sí mismo. Por eso bebía muchas veces hasta caer redondo, y se enzarzaba en peleas absurdas que lo único que le proporcionaban era el placer momentáneo del olvido.
No le gustaba su vida desde la muerte de su amada Seelie. Verla morir ante sus ojos había sido como sentir en su cuerpo el efecto de la cizaña que empuña la muerte, y así se sentía desde entonces, muerto en vida, deseando que esta se lo llevara pronto, o esperando que la locura acabara por nublarle el juicio. Sería un bálsamo poder olvidar.
Subió los escalones despacio. La melena se balanceaba a su espalda, lanzando reflejos carmesí cuando el sol la alumbraba a través de las ventanas. Entró en su cuarto, esperando que la chiquilla hubiese cambiado de idea, deseando que todavía estuviera allí. Sabía que hacer el amor con ella no iba a arrancar de su corazón el dolor que sentía, agudo y punzante, desde aquél trágico día; pero no podía negarse a sí mismo el leve descanso que le proporcionaba enterrarse profundamente entre los muslos de una muchacha, porque durante los minutos en que se concentraba en darles placer, se olvidaba de todo lo demás.
La chica lo estaba esperando, de pie en medio de la habitación. Ni siquiera sabía cómo se llamaba, pero eso no le impidió arrodillarse delante de ella, subir bruscamente el vestido hacia arriba, y empujarla hacia atrás contra la puerta, inmovilizándola allí sin decir una palabra.
La chica emitió un leve gemido cuando Kenneth rozó ligeramente el pubis con sus dientes, deteniéndose para mordisquearla suavemente, esparciendo ligeros besos sobre su piel.
—Voy a saborear cada pulgada tuya, muchacha —ronroneó, y empezó a cumplir la promesa a golpes largos y aterciopelados de su lengua, que se movía dulce y perezosa por las partes internas de sus muslos, y dejando ardientes besos sobre la piel.
Después, su mano avanzó para separarle las piernas, y su cabeza se sumergió entre ellas. Cuando le dio un golpecito con la lengua en el ya hinchado clítoris, ella se agarró de su melena suave y sedosa, y se estremeció, apoyándose contra la puerta mientras un estremecimiento la invadía y sus rodillas se debilitaban.
Le separó los húmedos pliegues para beber de allí. Estaba empapada de deseo, y su aroma le invadió las fosas nasales. Volvió a pasar la lengua, y mordisqueó el hinchado brote provocando que las rodillas de ella se doblaran de placer mientras dejaba ir un «oh» de asombro. La cogió rápidamente por la cintura para evitar que cayera al suelo, dejando ir una risita de masculina satisfacción.
—¿Nunca habías sentido algo así, preciosa? —preguntó en un susurro cálido contra su oreja.
—No, nunca —contestó ella entre estremecimientos.
Kenneth se levantó y la cogió en brazos. La puso de pie al lado del camastro, maldiciendo que fuera demasiado pequeño para que pudiera darle la comodidad que quería para ella. Era su primera vez, y toda mujer merecía una cama grande y blanda, con sábanas suaves y limpias, en un momento tan trascendental como aquel.
Le quitó la ropa despacio, aprovechando cada movimiento para dejar sobre su piel caricias que le hormiguearon y ardieron, mientras la instaba a hacer lo mismo con él. Sus pequeñas e indecisas manos fueron apartando las prendas que lo cubrían, mientras su mirada vacilante parecía preguntarle si lo estaba haciendo bien.
—Eres muy hermosa, chica —le dijo, espolvoreando besos por sus bellos y turgentes pechos.
Se dejó caer sobre el jergón, arrastrándola con él, colocándola sobre su musculoso cuerpo para evitarle la incomodidad de un camastro duro y maloliente. Quería ir despacio, llenarla de besos primero, provocarla hasta que su deseo fuese tan grande que no le importase nada más, pero ella parecía que no podía esperar. Se contoneó contra él hasta que se aseguró de que su dura erección estaba donde la quería, friccionándose contra el lugar donde su necesidad estaba acumulándose.
—Tranquila, pequeña —le susurró antes de sujetar suavemente su rostro con ambas manos y besarla con intensidad, violando su boca con la lengua, haciendo una excelentísima imitación del acto sexual.
La muchacha empezó a frotarse contra él de forma impúdica, perdido completamente cualquier indicio de timidez que pudiese haber tenido. Kenneth dejó que su mano vagara hacia el coño, deslizándose lentamente por el costado, atormentándola con sus callosas manos. Una vez allí, se dedicó a acariciar el clítoris, juguetear con él, provocándola hasta que parecía estar a punto de llegar al orgasmo para dejarla al borde, sin permitirle estallar. Ella gimoteó, gimió, sollozó y suplicó sin que él se permitiera darle tregua. La chica era virgen, y la polla de Kenneth era muy gruesa y larga. No iba a ser fácil para ella si no la preparaba adecuadamente antes. Debía empujarla una y otra vez, hasta que su desesperación fuese tan grande que su intrusión no representara un problema, sino el alivio más deseado.
—Oh, por favor, por favor, os necesito dentro de mí —suplicó por enésima vez. Él emitió un sonido ahogado, como una risa gruñida, ronca y muy erótica.
—Tranquila, chica —ronroneó, tomándola por las caderas y dirigiéndola hacia donde ansiaba estar tan desesperadamente—. Vas a tenerlo todo, cariño. Abre bien las piernas, cielo, y relájate. Esto no va a ser fácil.
Un pequeño temblor la estremeció al oír sus palabras. Era evidente que ella lo sabía, pero no le importaba.
Kenneth metió la mano entre sus piernas de nuevo, y un dedo resbaló en el ardiente interior de la chica, presionando dentro, buscando la barrera de su virginidad. Después fueron dos dedos, y ella solo estaba débilmente consciente cuando rompió la membrana, y la atravesó un dolor fugaz que fue eclipsado rápidamente por el placer. Sus caderas se movieron buscando más, desvalidas y ansiosas. Entonces, la mano con sus dedos desapareció, y en su lugar, la gruesa cabeza de la polla de Kenneth rozó contra sus suaves y húmedos pliegues, empujando lentamente hacia adentro.
Ella lloriqueó, intentando ajustarse a la invasión, pero él era demasiado grande y ella estaba demasiado nerviosa.
—Tranquila, chica, relájate.
Lo intentó, respirando agitadamente, dejando su cuerpo estremecido encima del de él, concentrándose en las caricias que sus manos esparcían sobre la piel, y en los besos ardientes que acaloraban su rostro.
—Has de dejarme entrar, cielo —susurró, intentando amortiguar el gruñido que estaba pugnando por salir de su garganta.
—Lo intento —sollozó ella—. Quiero esto, lo quiero. Por favor.
Con una maldición amortiguada, la cogió por el pelo y tiró de él hacia atrás, y se apoderó de su boca con sus duros labios, tomándola profundamente, como si con aquel beso la estuviera reclamando. Su lengua aterciopelada exploró, entró, se retiró. Cuando la tuvo lo bastante aturdida por el duro y exigente beso, la empaló sin contemplaciones. Ella dejó ir como un pequeño maullido, como si fuera un gatito, que se convirtió en un gemido de puro placer cuando él se impulsó profundamente en su interior, llenándola por completo.
Se quedó quieto durante un largo instante, solo besándola, dándole tiempo a que su cuerpo se adaptara a su tamaño y grosor. La presión de su estrecho canal alrededor de su polla se sentía como el mismo cielo.
—Ya estás dentro de mí —susurró ella, asombrada por el placer que sentía solo por saberlo.
Entonces, él empezó con un erótico movimiento circular de caderas, una fricción lenta y profunda. Empujando y retrocediendo un poco, aproximándose cada vez más al apretado brote de su clítoris con un masaje exquisito.
El estrecho canal se contrajo, cerrándose todavía más alrededor de su enardecida polla, y cuando ella estalló en un orgasmo abrasador, él la siguió sin dudarlo un momento, llenándola con su semilla caliente.
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