Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

La dama de las flores. Prefacio y capítulo uno.

 

 
Prefacio. El fin de la paz.



En algún lugar de Francia.

La novicia estaba en el jardín. La primavera había llegado y lo había llenado de color y alegría. Estaba de rodillas y tenía las manos desnudas en la tierra, trabajando, mientras su pequeño hijo correteaba a su alrededor. Ella intentaba concentrarse en su trabajo, pero la fascinación que sentía por su propio hijo la hacía distraerse a menudo. ¡Se parecía tanto a su padre! No solo en su hermoso rostro, en el mentón decidido o en la nariz aquilina. Había gestos en él, imperceptibles, como la leve caída de hombros cuando estaba preocupado por algo, que también había visto en su padre.
Sacudió la cabeza para quitarse los malos recuerdos de ella, y volvió su atención a lo que estaba haciendo. Las plantas requerían de sus atenciones, era su responsabilidad, y no podía defraudar a las monjas que tan amablemente la habían acogido cuando llegó cinco años atrás, embarazada y muerta de miedo.
Pero no pudo evitar volver sus pensamientos hacia su difunto marido, y a todos los hechos que la habían llevado hasta allí.
Se recordaba enamorada de él desde que tenía uso de razón, cuando ni siquiera sabía qué era lo que sentía. Solo sabía que cuando su primo estaba al alcance de su mirada, su corazón se aceleraba y no podía apartar los ojos de él. Su cuerpo se estremeció con el recuerdo del día que acudió a su alcoba y se la llevó de allí. La habían prometido con otro, pero él no podía soportarlo y forzó a su padre a que accediera a su matrimonio secuestrándola y pasando con ella todo un día y toda la noche.
Le entregó su virginidad sobre un mullido lecho de hierba, teniendo el cielo como techo, al lado de las cataratas de fuego.
Todavía podía sentir las fuertes manos, llenas de callos por las horas que pasaba empuñando una espada, recorriéndole el cuerpo, sacándole gemidos de placer con sus caricias.
—Madre, ¿puedo cortar una rosa para ti?
Miró al pequeño Kenneth y una sonrisa nació en su boca. Solo tenía cuatro años, pero era evidente que iba a convertirse en un hombre grande y fuerte, como su padre.
—No, cariño. Esas rosas son para la Virgen.
—Pero quiero regalarte algo —se enfurruñó.
—Tú eres mi mayor y más preciado regalo, hijo mío.
El mejor regalo que Kenneth MacDolan le había hecho nunca.
Volvió a entristecerse al recordar a su esposo muerto, y maldijo al destino que se lo arrebató sin permitirle siquiera despedirse de él. ¡Lo seguía echando tanto de menos! A duras penas recordaba las horas terribles de la batalla que se sucedió en Aguas Dulces, cuando los MacDougal lograron cruzar la puerta de la barbacana con engaños y traición, y se abalanzaron sobre un castillo que a aquellas horas debería estar durmiendo. Recordaba a Vika, y el agua con sabor extraño que la obligó a beber. Todo lo demás… estaba envuelto en una especie de niebla hasta que se despertó en una de las celdas de la abadía de Nuestra Señora del Milagro, con el MacDolan sentado en una silla al lado de su cama.
—¡Tío! ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está mi esposo?
El MacDolan se echó a llorar, con el corazón acongojado por el dolor y la rabia, y le confesó que su amado esposo Kenneth estaba muerto, que había caído en la lucha contra los MacDougal, y que antes de morir le había hecho prometer que la mantendría a salvo y lejos de ellos.
—Y eso es lo que estoy haciendo, muchacha. Por eso estás aquí.
El dolor la había roto por dentro. Durante semanas pensó que su vida ya no tenía sentido y se movía entre las paredes del claustro como un fantasma penitente. La Madre Superiora la observaba con los ojos llenos de compasión, y la piedad por su dolor la llevó a enviarla lejos de Escocia en cuanto supo que estaba esperando un bebé.
Fue ese bebé, el pequeño Ken que ahora correteaba entre las flores, persiguiendo a los insectos y riéndose con inocencia, el que le dio las fuerzas para seguir adelante con su vida.
Si Kenneth estuviera vivo, ¡estaría tan feliz con su hijo! ¡Y tan orgulloso de verlo crecer fuerte y sano! Podía imaginárselo enseñándole a sostener una espada, a pelear con los puños, mientras ella se enfadaba porque lo consideraría demasiado pequeño. Lo podía ver corriendo por el prado, con su hijo sobre los hombros, ambos riéndose de felicidad. Kenneth amaría a su hijo incondicionalmente, y le enseñaría a ser un hombre honesto, y un guerrero fiero y leal. Igual que era él.
Suspiró, y una lágrima se deslizó por la mejilla. Se la limpió enseguida, y dejó un rastro de tierra sobre la piel. Respiró hondo para tranquilizarse. Odiaba estar siempre triste, pero no podía evitarlo. Ni siquiera los recuerdos podían consolarla, sino que le traían más dolor. Lo único que conseguía aliviarlo, era observar a su hijo crecer a salvo, aunque fuese lejos de su tierra y de su familia, y sin un padre que lo protegiera y lo mantuviese a salvo.
—Seelie, querida, la Madre Superiora quiere hablar con vos. Os espera en su gabinete.
Seelie se sobresaltó. No la había oído llegar, sumida en sus recuerdos. Se levantó rápidamente y se sacudió las manos manchadas de tierra en el regazo.
—¿Ocurre algo, sor Brígida? —le preguntó, preocupada. La monja la miró con compasión y le dirigió una sonrisa con la intención de reconfortarla.
—Ha llegado un mensajero de Aguas Dulces para vos, querida. Debéis ir inmediatamente.
—¿De Aguas Dulces? ¿Ha ocurrido algo?
—No lo sé a ciencia cierta. Es mejor que vayáis sin entreteneros. Yo me quedo vigilando al pequeño Ken. Id.
—Sí, hermana. Ahora mismo. Gracias.
Seelie ni siquiera se preocupó por las manchas de tierra en su hábito. Miró a su hijo una última vez, con el corazón angustiado por la incertidumbre, y corrió hasta el gabinete de sor Joanna.
Llamó con los nudillos en la puerta y esperó hasta que la voz suave de la monja le indicó que pasara. Entró, cerró a sus espaldas e hizo una ligera genuflexión, manteniendo la mirada baja con modestia. Estaba nerviosa pero intentó controlarse, manteniendo las manos sucias bajo el hábito.
—Sor Brígida me ha dicho que queríais hablar conmigo, señora.
—Así es. A este caballero lo envía alguien de tu tierra, el laird MacDolan. —Seelie alzó los ojos y se dio cuenta que en la habitación había alguien más. Era un hombre anciano, con el pelo blanco y mirada franca. Delgado, su ropa era cara, aunque estaba algo sucia, probablemente por el viaje.
—Señor —lo saludó y lo miró con atención. No lo conocía, lo que hizo que desconfiara de él. El MacDolan no hubiera enviado a alguien desconocido a buscarla a ella y a su hijo. Habría enviado a alguien en quién ella pudiera confiar, alguien a quién hubiese visto a menudo en Aguas Dulces, alguno de sus hombres o alguno de sus hijos. Quizá no a Lean, pero sí a Rogue, el hermano menor.
El hombre sonrió hacia ella y la saludó con un gesto.
—Es un enorme placer para mí conoceros por fin, mi señora. Sois tan bella como me habían dicho. Mi nombre es Derwyddon, y he venido para llevaros a casa.
Seelie, nerviosa, se retorció las manos debajo del hábito. Miró hacia sor Joanna, pero esta parecía tranquila y la miraba con una beatífica sonrisa en el rostro.
—¿Cómo puedo saber que decís la verdad? —le espetó a Derwyddon, alzando la barbilla con insolencia.
—Tenéis derecho a sentir desconfianza, mi señora. Por eso, el MacDolan me ha dado esto para vos. —Sacó algo de su bolsillo y adelantó la mano para mostrárselo. Seelie se acercó, hipnotizada por el objeto que veía en su mano, y lo cogió temblando. Era un medallón de oro, con un dibujo intrincado y varias runas gravadas en él—. ¿Lo recordáis?.
—Sí —contestó con la garganta cerrada por culpa de la congoja sin apartar la mirada del medallón. Había pertenecido a su madre y después, a ella. Siempre lo había llevado puesto, desde que era un bebé, y nunca se lo había quitado hasta que se lo regaló a Kenneth el día que salió a la batalla por primera vez. Lo hizo para que lo protegiera y consiguiera volver junto a ella.
—Es un talismán de protección, mi señora. Mi señor el laird MacDolan desea que lo llevéis puesto.
Seelie asintió en silencio y apoyó el medallón contra su pecho. Por supuesto que se lo pondría. Había creído que se había perdido para siempre durante la batalla en Aguas Dulces, el día que Kenneth murió y todo cambió para ella.
—¿Y por qué quiere que regrese? —preguntó con voz trémula.
—Lo siento, pero yo no conozco sus motivos. Solo me encomendó que os llevara de regreso a Aguas Dulces.
—Pero yo no quiero volver, no si lo que me espera es otro matrimonio concertado.  —Se estremeció con el recuerdo de lo que había pasado la última vez que su tutor la había prometido sin consultarle, y todo el dolor que trajo a su vida. Esta vez no habría nadie que la salvara—. Soy feliz aquí. Y no quiero separarme de mi hijo.
—¿Vuestro hijo? —Derwyddon parecía sorprendido con la noticia y miró hacia sor Joanna con las cejas fruncidas.
—Sí. Mi hijo y de Kenneth.
—Yo… no sabía nada de eso. Pero mis órdenes son llevaros a Aguas Dulces, y eso es lo que haré.
—¡Pero yo no quiero ir, Madre! —protestó Seelie, mirando desesperada hacia sor Joanna, confiando en que la Madre Superiora estaría de su parte.
—Lo siento, hija, pero tu familia te reclama y yo no puedo hacer nada para evitar tu marcha. El pequeño Ken y tú partiréis al amanecer.

Derwyddon salió de la abadía y se reunió con el grupo de hombres con los que viajaba. Eran soldados de confianza, servidores de Twain, que habían ofrecido sus vidas al dios. Montó a caballo y miró hacia el convento una vez más antes de alejarse.
Cuántas mentiras había tenido que tejer. Cuántas verdades a medias, y cuántas otras ocultadas por el bien del mundo. Cuántas personas manipuladas a lo largo de su existencia para conseguir sus objetivos.
En aquellos momentos, no se sintió mejor persona que aquel que era su enemigo. «Lo haces por la paz, por la humanidad», se dijo, pero no era suficiente consuelo.
Un hijo. El Cáliz había engendrado y dado a luz al hijo de Kenneth. Esto no variaba sus planes, pero los haría más complicados de llevar a cabo.
¡Cuántos sacrificios lo esperaban!
Al amanecer del día siguiente, la comitiva se puso en marcha. Tenían que atravesar media Francia antes de poder embarcar. Derwyddon conducía el carro en el que Seelie y su hijo viajaban, y sus hombres, bien pertrechados con armas, los escoltaron durante todo el camino.
Acababa de ponerse en marcha al destino para acabar con el poder de Gwynn, el Cazador Salvaje, sobre la tierra.



Capítulo uno. La vida plácida.



El amanecer sorprendió a Lean MacDolan en el adarve, mirando más allá por encima de la muralla, hacia el mar siempre enfurecido. Hacía frío a aquella hora, pero la capa de lana y piel que llevaba sobre los hombros lo protegía de la baja temperatura.
Llevaba días sin casi poder dormir. Solo conseguía cerrar los ojos después de horas de dar vueltas en la cama; y, a veces, ni siquiera eso. Como aquella noche.
No podía dejar de pensar en su hermano Kenneth, y en la carta que su padre le había dirigido. Todavía no había tenido el valor de enseñársela, y se sentía un cobarde por ello. Una broma del destino que no temiese enfrentarse a alguien espada en mano, pero casi lo aterrorizara contarle a su hermano la verdad.
Porque sabía que lo lastimaría de una manera que era incapaz de imaginar.
¿Por qué su padre había hecho algo así? ¿Por qué los había separado de aquella manera? Mintiéndole a su propio hijo, arrancándole el corazón en el proceso. Ahora, después de tantos años, comprendía la amargura que poseyó al anterior MacDolan, una pesadumbre que estuvo presente desde entonces hasta el fin de sus días.
«¿Cómo demonios voy a enfrentarme a Kenneth y contarle qué hizo nuestro padre?».
Oyó que alguien se acercaba a él, y el viento le trajo el aroma a leña quemada. Alistair. La sola presencia de su amigo hizo que sus preocupaciones fueran más llevaderas, por lo menos durante un rato.
Giró la cabeza para mirarle. Se acercaba a él con el paso decidido que lo caracterizaba. Alistair siempre caminaba con mucha determinación, como si tuviese una importante misión que cumplir y estuviese preparado para apartar de su camino a cualquiera que osara interponerse.
Alistair era grande y ancho como un oso, e igual de peludo. Tenía vello por todas partes, rojizo como el pelo que le caía alborotado desde la cabeza hasta más allá de los hombros, igual que la espesa barba que cubría su rostro. Tenía unos brazos gruesos, con músculos abultados, y aunque parecía moverse con pesadez a causa de su enorme tamaño, cuando luchaba era sorprendentemente rápido y ágil.
Se preguntó, no por primera vez, cómo sería en la cama.
Era una mierda estar enamorado de tu mejor amigo.
Alistair le sonrió mientras se acercaba, y Lean sintió que su estómago se encogía y una mezcla de enorme pena, rabia y lujuria se apoderó de él. Deseaba poder hundir las manos en aquel pelo salvaje, atraer su boca hasta la propia y besarlo hasta que le suplicara que lo tomara como amante. Quería perderse en la calidez de su piel. Desaparecer entre sus poderosos brazos. Enredar las piernas con las suyas. Follarlo hasta que gritara su nombre.
Sacudió la cabeza y le devolvió la sonrisa.
—Pareces preocupado y cansado estos últimos días —le dijo cuando estuvo a su lado.
—Demasiadas responsabilidades sobre mis hombros —contestó, apartando la mirada de él antes de que pudiera ver el fuego que su sola presencia había encendido en sus entrañas.
—Sí, supongo, pero es bueno que tu hermano haya vuelto, podrá ayudarte en eso.
—Será un alivio tener ayuda, pero quiero darle tiempo. Si le asusto con responsabilidades, igual sale huyendo de nuevo.
Alistair asintió con la cabeza, dándole la razón. Kenneth había estado cinco años alejado de su hogar. El dolor de la pérdida lo había llevado a huir de su casa, abandonando a su padre y a su hermano. A su clan. Había regresado cuando el propio Alistair le había llevado la noticia de la muerte de su padre, y solo Dios sabía por qué había decidido quedarse.
—Es una pena que al final se haya cancelado tu boda. Rosslyn Douglas habría sido una buena esposa.
Una esposa que le hubiera dado hijos, y que habría aligerado la carga que llevaba sobre los hombros, pensó Alistair. Aunque en el fondo, estaba contento de que la boda no se hubiera llevado a cabo. Pensar en Lean atado por el sacramento del matrimonio con una mujer, era algo que lo molestaba, aunque no sabía a ciencia cierta por qué
—Yo no lo siento. Odio la idea de tener que casarme.
—¿Por qué? Tú nunca has sido de los que van de cama en cama, como yo —se rio Alistair.
Era cierto que buscaba compañía femenina siempre que podía. Afortunadamente para él, las mujeres lo consideraban apuesto y nunca le faltaba con quién compartir juegos en la intimidad. Aunque al único al que quería allí era a su laird, era consciente de que nunca lo conseguiría. Por eso se consolaba como podía, luchando contra la amargura que, a veces, intentaba consumirlo.
Lean ocultó cuánto odiaba imaginarlo en brazos de una mujer, y se preguntó si alguna vez llegaría a sobreponerse a este sentimiento antinatural que se había apoderado de él hacía ya tantos años.
Se encogió de hombros ante la pregunta y no contestó. ¿Qué podía decirle? ¿Que al único que deseaba en su cama era a él? Alistair se horrorizaría.
—Es una de tus responsabilidades —insistió su amigo.
—La que más odio —afirmó con decisión, pero después pensó en el problema que le había traído hasta allí—. Bueno, en realidad es la segunda en esa lista. De la primera ni siquiera quiero hablar.
—Esa primera es la que te tiene despierto a estas horas de la noche, ¿no? Sabes… sabes que puedes contarme cualquier cosa y que no saldrá de mi boca.
Lo enterneció el titubeo en su voz, el tono ronco con que lo dijo, casi como si compartieran intimidad. Se preguntó si le hablaría así después de hacer el amor. Pero nunca lo sabría, ¿no?
—Lo sé, pero ni siquiera a ti puedo contártelo.
El castillo empezó a llenarse de ruidos. El amanecer devolvía la vida entre los gruesos muros, y con ella regresaban las obligaciones. Lean se giró, dando la espalda al mar, para dirigir la mirada hacia el interior de la muralla. Había varios hombres haciendo cola en el pozo para poder sacar agua para lavarse. Bromeaban con las criadas, y ellas se reían. Esa gente, su gente, eran su máxima responsabilidad, y el peso de todas sus vidas recaía sobre sus hombros.

***

Kenneth se despertó con la mente nublada todavía. La noche anterior había bebido demasiado. Recordó estar en la despensa, sentado en el suelo al lado de las barricas de cerveza,  bebiendo solo y taciturno, cuando Friggal había aparecido.
Maldita sea.
Habían follado allí mismo. Le había levantado las faldas sin decir una palabra, la había sentado de espaldas sobre su regazo, y había metido la polla en su coño sin ningún tipo de preámbulo. No es que ella se quejara. A la muy zorra le gustaba fuerte y duro, y gritó como una posesa con cada una de sus embestidas, exigiéndole más, hasta que se corrió.
Lo que no comprendía era qué hacía allí, en su cama. Recordaba perfectamente haberla despachado después de la tercera ronda en la despensa. Le había azotado el culo en reprimenda por haberse quejado por no meterla nunca en su cama. Le había dicho que tenía dignidad, y que merecía ser follada en una cama en lugar de hacerlo siempre en lugares incómodos, oscuros y ocultos.
—La próxima vez, te follaré a plena luz y delante de testigos. ¿Te gustaría eso? —le había preguntado con intención de mortificarla. Y acto seguido, le quitó la ropa para dejarla completamente desnuda, la tumbó sobre las rodillas, y le puso las nalgas bien rojas mientras ella se retorcía de placer sobre su regazo.
Por supuesto, remató el castigo aplastándola contra la pared con su cuerpo, obligándola a que el frío de la piedra pusiera duros sus pezones, mientras la follaba por detrás.
Cuando terminó, había recogido su ropa para lanzársela a la cara, y le había dicho muy claro que se fuera a dormir a su cama mientras él emprendía el camino hacia la suya.
No quería a ninguna otra mujer en la cama que había compartido con Seelie. No quería a Friggal allí. Sabía que él no le importaba nada, y que no lo buscaría con tanto desespero si no fuera el hermano del laird. Friggal solo quería salir de la cocina, dejar de ser una más de tantas criadas, y convertirse en su amante era un camino como otro cualquiera para lograr hacer realidad sus ambiciones.
Tiró de la ropa de cama para descubrir su muy desnudo cuerpo, y le dio una fuerte palmada en el culo para despertarla. Ella lo hizo dejando ir un gemido de necesidad.
—Mi señor —musitó, medio dormida—. ¿Me necesitáis de nuevo?
Se giró y parpadeó, bien dispuesta a darle placer, pero Kenneth solo sintió una profunda amargura y una feroz ira enroscándose en el estómago.
—Lo que quiero es que te largues de aquí. ¿Por qué estás en mi cama? Te dije que te fueras a la tuya a dormir.
—Mmmmmm —ronroneó con lascivia, desperezándose como un gato, curvando la espalda para mostrar sus pechos sin ningún pudor, acariciándoselos provocativa—. No podía permanecer lejos de vos, mi señor, por si acaso me necesitabais.
—Donde seguro te necesitan, es en la cocina. Así que mueve tu culo holgazán y vete para allá.
—Estáis muy gruñón por la mañana, mi señor —protestó ella, levantándose enfurruñada de la cama, y cogiendo su vestido para ponérselo.
Kenneth se levantó, enfadado por su descaro. La cogió por el pelo y la obligó a pegarse a su cuerpo.
—No vas a conseguir de mí lo que buscas —siseó—. Y si vuelvo a encontrarte durmiendo en mi cama, te azotaré. ¿Ha quedado claro?
Ella le pasó las manos por el pecho desnudo y sonrió, pensando que quizá aquello era otro juego más.
—¿Me azotaréis como anoche, mi señor? —preguntó con los ojos llenos de deseo.
—No —le contestó con dureza—. Te ataré en el patio de armas, y te azotaré en la espalda con una vara hasta arrancarte la piel a tiras. Te aseguro que no encontrarás placer en ello.
Friggal palideció, sabiendo que su señor no hablaba en vano. Así era como castigaban a algunos criminales, con escarnio público, para dejarlos marcados y que todo el mundo supiera que no eran gente de fiar.
—Pero, mi señor… Yo no he hecho nada malo.
—Te has metido en mi cama. En ella no cabe ninguna mujer, ¿entiendes? Y mucho menos, tú. No eres mi amante, y ni esperes llegar a ser mi mujer. Solo eres una criada a la que me follo de vez en cuando, y espero que, a partir de ahora, te quede muy claro cuál es tu posición en Aguas Dulces.
—Sí, mi señor —contestó ella con lágrimas en los ojos, y no precisamente por el daño que le estaba haciendo al tener su pelo fuertemente agarrado en el puño.
—Bien. Ahora, lárgate.
Kenneth se maldijo cuando la vio marcharse apresurada de su dormitorio, con la ropa a medio poner. Le remordió la conciencia por haberla tratado mal, pero se abstuvo de seguirla para pedirle perdón. Era mejor que ella tuviera claro que no iba a conseguir nada más de él, y que se quitara de la cabeza la idea de volver a meterse en su cama a hurtadillas. En aquella cama había pasado las mejores noches de su vida junto a Seelie, y no quería que ninguna otra mujer pudiera corromper aquellos recuerdos con su presencia.
Miró hacia allí, enfurecido. Las sábanas estaban arrugadas, y seguramente olerían a Friggal. Pediría a alguna criada que se las cambiara por otras limpias.

Media hora más tarde estaba en el pozo, lavándose para quitarse el olor a sexo y a la criada, pensando en buscar a Alistair para entrenarse con él un rato, cuando lo vio en el adarve, hablando con Lean.
Desde que había regresado a Aguas Dulces, se había dado cuenta de que algo extraño ocurría entre ellos. A simple vista todo parecía como siempre; pero había algo oculto que Kenneth no acababa de comprender. Había sorprendido más de una vez a su hermano mirando hacia Alistair de una manera… poco apropiada. No era la forma en que un hombre miraba a otro hombre, con un destello de lujuria en la profundidad de sus ojos. La sodomía era un pecado que iba contra natura, el padre Stuart había hecho mucho hincapié en ello a lo largo de sus vidas. ¿Quizá porque era consciente de las inclinaciones de Lean?
Sacudió la cabeza para deshacerse del agua y se secó con un paño.
Lean era un buen hombre, y un laird ejemplar. Se preocupaba por su gente y mantenía al clan unido y próspero. Y era un fiero guerrero en el campo de batalla. ¿Acaso sentir lujuria por Alistair lo hacía menos hombre?, se preguntó. No, decidió. El corazón y el deseo no atienden a razones. Él lo sabía bien, o jamás se habría interpuesto en el deseo de su padre de casar a Seelie con un MacDougal y conseguir así una fuerte alianza con otro clan. Pero su amor y su deseo por ella tomaron el control de sus actos, y por su culpa ella estaba muerta, y él vivía en una sinrazón que lo acompañaría hasta el día de su muerte.
No, él no era nadie para juzgar a su hermano, y lo sabía perfectamente.
Subió hasta el adarve para reunirse con ellos. Lean fijó los ojos en él mientras se acercaba. En la profundidad de su mirada había un atisbo de tristeza que lo conmocionó. No quería que su hermano sufriera, él sabía muy bien qué era pasar por algo así y odiaba que Lean estuviera en una situación semejante.
—¿Qué hacéis aquí? ¿Contemplando el paisaje? —bromeó cuando llegó a su altura.
—Y buen paisaje que se ve por aquí —se rio Alistair mirando hacia donde las criadas bromeaban con algunos guardias.
—Olvídate de las mujeres o acabará cayéndosete la polla —se burló Kenneth—. Iba a entrenarme un rato. ¿Os apuntáis?
—Mira quién fue a hablar, don aquí te pillo, aquí te mato. Vamos —le palmeó la espalda en un gesto amistoso—, antes de que Friggal aparezca por aquí y corras detrás de ella como un corderito.
—Lo de Friggal se ha acabado. ¿Vienes, Lean?
—No. Más tarde, quizá.
—Deberías entrenar un rato, o acabarás por olvidar por dónde se coge una espada.
—Ya me lo recordarás tú si hace falta, hermano.
—Como quieras.
Lean los observó marchar hacia el campo de entrenamiento. No pudo apartar los ojos de Alistair mientras al anhelo imposible que lo consumía, se retorcía en sus entrañas.
«Olvídate de él», se dijo, y una risa amargada le surgió de la garganta.

***

Blake era feliz como nunca había soñado lograr serlo. Tenía una esposa, Maisi, estaban esperando su primer hijo, y habían empezado a construir un futuro juntos. No quería saber nada de problemas, ni de destinos, ni de sueños proféticos. Por eso odiaba que Derwyddon se le hubiera aparecido aquella noche, en sueños, para darle un mensaje. ¿Es que no podía haber escogido a otro? ¿Es que no podría dejarlo en paz? Pero el druida había sido un amigo cuando más lo necesitaba, y los había ayudado no hacía mucho a salvar a Gawin MacKenzie del maldito demonio que lo había tenido esclavizado a él mismo durante tantos años. Así que supuso que se lo debía. Aunque maldita la gracia que le hacía.
Se acercó al campo de entrenamiento. Alistair estaba luchando contra Kenneth. Ambos hombres eran muy buenos guerreros, aunque él no tenía nada que envidiarles.  Las espadas entrechocaban haciendo saltar chispas, y los gritos rompían las gargantas. Sudaban, a pesar del fresco matinal, y se habían quitado la parte superior de sus atuendos. Ambos lucían amplios pechos musculosos, gruesos bíceps, y el rostro contraído por el esfuerzo de la lucha.
Blake miró a su alrededor y vio a más de una muchacha mirando a escondidas. Se rio. Era evidente por qué ninguno de aquellos dos perfectos ejemplares de masculinidad pasaba ni una sola noche sin compañía, a no ser que así lo decidieran. Las mujeres de Aguas Dulces bebían los vientos por ellos, y daba igual si estaban casadas o solteras.
—¡Basta por hoy! —gritó Kenneth, doblándose sobre sí mismo, agotado. Llevaban más de una hora entrenando, y la espada pesaba ya como un demonio.
Alistair se rio.
—¡Te estás haciendo viejo!
—Vete al infierno.
—Yo podría seguir un rato más. ¿Te animas, Blake?
—No, gracias, tengo que hablar con Kenneth.
—¿Algún voluntario? —preguntó Alistair a los mirones, pero estos disimularon mirando hacia otros lados, como si la cosa no fuera con ellos—. Sois todos unas señoritas.
Escupió al suelo, riéndose.
—¿De qué tienes que hablar conmigo? —le preguntó Kenneth a Blake mientras se secaba el sudor con un paño.
—Aquí no. Hay demasiada gente. Vayamos a dar una vuelta.
—Muy bien.
Kenneth cogió la camisa que había tirado al suelo, la sacudió para limpiarla un poco, y se la puso, envolviéndose después en el tartán. Caminaron en silencio hasta salir del castillo, deambulando por las calles del pueblo.
—Esta noche he soñado con Derwyddon.
—Lo siento por ti. Debió ser una pesadilla —bromeó Kenneth.
—Era más que un sueño. Creo que era una visión o algo así, porque me dio un mensaje para ti.
—¿Para mí? ¿Qué quiere de mí ese viejo?
Kenneth estaba agradecido con el druida por lo que había hecho por ellos, pero no se fiaba ni un pelo. No le gustaba. Vivía a la sombra de otros tiempos, cuando los dioses antiguos habían tenido poder, y él era cristiano hasta la médula. No le gustaba verse involucrado en cosas de magia, ya había tenido más que suficiente con sus dos encuentros con el mismo demonio.
—Quiere que vayamos a Inbhir Ùige.
—¿A ese pueblo de come pescados? —Kenneth arrugó los labios con asco—. ¿Para qué?
—No lo sé muy bien, pero tiene que ver con una mujer a la que llama la dama de las flores.
—¿La dama de las flores?
—Sí. Por lo visto, Gwynn está interesado en ella y quiere que la protejamos.
—Vaya, que plan tan magnífico. —Su voz sonó amargamente sarcástica hasta a sus oídos—. No hemos tenido bastante de ese bastardo, que quiere que volvamos a enfrentarnos a él.
—Puede que seamos los únicos capaces de hacerlo, Kenneth. Por suerte o por desgracia, ya nos hemos enfrentado a él antes dos veces y hemos sobrevivido.
—Precisamente. No tengo ninguna intención de tentar a la suerte una tercera vez, Blake. Que Derwyddon se meta sus problemas donde le quepan, que yo pienso mantenerme bien alejado de ellos.
Blake lo cogió por el brazo para obligarlo a detenerse y a mirarlo a los ojos.
—Se lo debemos, Kenneth. Por lo que hizo con Gawin.
—Yo no le debo nada. —Sacudió el brazo para liberarse—. Que vaya Gawin a proteger a esa dama del infierno.
—Es a ti a quién quiere allí.
—Pues mucho me temo que no va a obtener lo que quiere. Soy cristiano, Blake, aunque a ti esa palabra te suene extraña; y no voy a correr de un lado a otro de Escocia solo porque un druida que debería estar muerto y un dios antiguo que se niega a desaparecer, se empeñen en joderme la vida.
—¿Se te ha ocurrido pensar por un momento que, quizá, es tu dios cristiano el que hizo que te toparas conmigo y con Gwynn la primera vez? ¿Que puede que lo que espera de nosotros es que ayudemos a Derwyddon en su misión?
—No, no lo he pensado ni por un momento. Dios escoge a sus guerreros entre los hombres rectos y puros de corazón. —Torció los labios en un gesto de repugnancia—. ¿Tú me ves como alguien recto y puro de corazón?
—Kenneth…
—No. No voy a seguir hablando de este tema. Tú haz lo que quieras, pero yo no pienso abandonar Aguas Dulces.
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