Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Esclava victoriana. Capítulo uno.

El chantaje


Londres, 1857.


—¿Así que no puede pagarme, Linus?
Linus Homestadd miró al hombre que estaba sentado al otro lado de la enorme mesa de roble y se pasó la lengua por los labios, nervioso. Tenía la boca seca debido al miedo, y las manos estaban empezando a temblar. Las cerró en puños, apretándolas para que no se diera cuenta de su estado.
Joseph Malcolm Howart no era una persona compasiva, y dirigía su casa de apuestas con una mano firme y dura, como si fuera un aristócrata medieval en su feudo particular.
—No, —susurró, no atreviéndose a mirar a esos ojos fríos como el hielo.
Malcolm suspiró como si aquella declaración supusiera una gran decepción para él, aunque la estaba esperando. Había hecho todo lo posible para fomentar la adicción de Linus a la ruleta, el veintiuno, el póquer y a cualquier otro juego de azar de los que se jugaba en su casino para llevarlo precisamente a este punto.
—Y su padre, ¿no puede pedirle ayuda?—. Sabía cuál iba a ser la respuesta, pero así y todo se obligó a formularla.
—No. —Afianzó la negativa con un gesto desesperado de la cabeza—. No va a ayudarme esta vez.
Su padre se había cansado de pagar sus deudas de juego. Cuando le había dado el ultimátum seis meses atrás, se lo había dejado bien claro.
—Entonces voy a tener que enviarle a la cárcel.
Linus se estremeció. ¡No podía ir a la cárcel! Solo pensar en las condiciones inhumanas, en el ambiente putrefacto, en la suciedad...
—Ha de haber otra solución, señor —dijo con un hilo de voz—. Puede que... ¿no habrá nada que yo tenga, que usted pueda querer?
Malcolm sonrió, satisfecho. Por fin estaban llegando a dónde él quería. Se miró las uñas, distraído, como si estuviese pensando en una contestación a esa pregunta cuando la conocía muy bien. Desde hacía cuatro años.
—Su hermana —dejó ir al fin. Linus lo miró, parpadeando con extrañeza.
—¿Mi... hermana?
—Sí —afirmó Malcolm con contundencia, fijando la mirada en los ojos temblorosos de su interlocutor—. Su hermana a cambio de sus pagarés. Quedará libre de deudas, pero su hermana será mía. Mía en todos los aspectos.

***

Lo había conseguido. Malcolm se permitió sonreír con satisfacción en cuanto Linus abandonó su despacho. Cuatro años, desde el siete de febrero de mil ochocientos cincuenta y tres; ese era el tiempo que hacía que se había jurado que la señorita Georgina Homestadd le pertenecería. Las palabras que esa mujer le había dirigido aquél día, se habían clavado como un puñal en su pecho.
«No se acerque a mí, señor Howart. Sé quién es, y cuáles son sus negocios. Me repugna su sola presencia. ¿Por qué no vuelve al arroyo del que ha venido?».
Si las hubiera pronunciado un hombre, lo habría matado. Siendo mujer, hubiera podido pasarlas por alto si no hubiesen habido testigos, pero las risitas maliciosas de las amigas de la señorita Homestadd lo avergonzaron como nunca se había sentido. Él solo quería un baile, nada más. El evidente desprecio a sus humildes orígenes, venidos de la insulsa y gazmoña hija de un comerciante, le enervó la sangre y un odio feroz se enroscó en su corazón.
En aquella época, recién cumplidos los treinta años, se había hecho la estúpida ilusión de encontrar una mujer decente con la que casarse, una esposa que le diese lo que jamás había tenido: una familia. Había tenido que tirar de algunos hilos para ser invitado a las casas de sus clientes habituales, gente respetable que de noche acudían a su casino y perdían la respetabilidad en las mesas de juego y entre los muslos de sus putas. Incluso había empezado a considerar la idea de deshacerse de sus negocios para que su esposa no se sintiera avergonzada, y empezar a invertir en otros más decentes. Pero aquella frase lo marcó, y supo que ninguna mujer lo aceptaría de buena gana, no sin recurrir al chantaje y la extorsión. Se juró que encontraría la manera de hacerla sentir en sus propias carnes qué era la humillación. Se vengaría, sin lugar a dudas.
Le había llevado cuatro años tenerla en sus manos, porque estaba seguro que ya la tenía. Cuatro años palmeando las espaldas de Linus, el hermano menor y bastante atolondrado de Georgina. Cuatro años camelándolo poco a poco, introduciéndole en la sangre el veneno del juego. Cuatro largos años haciéndose pasar por su amigo, riéndole las gracias, perdonándole alguna que otra deuda, invitándolo a subir a las habitaciones con sus chicas a divertirse, llenándole el vaso con el mejor whisky a cuenta de la casa... hasta que lo tuvo en sus manos.
Entonces empezó a reclamarle algunas deudas. «Somos amigos, pero esto es un negocio, Linus. ¿Qué sería de mi negocio si lo mezclara con la amistad?». «Mi padre pagará, no te preocupes». Y pagó. Una vez. Dos. A la tercera ya le costó más, y tuvo que enseñarle a Linus que la amistad estaba sobrevalorada; su padre pagó cuando lo devolvió a su casa con un brazo roto. Pero Linus ya tenía la fiebre del juego en las venas, así que en cuanto se recuperó, volvió al antro que Howart dirigía: La mansión de Afrodita.
Y las deudas volvieron a amontonarse, y llegaron al punto que había estado buscando.
La señorita Georgina Homestadd adoraba a su hermano pero, al contrario que a él, no se le conocían vicios ni debilidades. Era una mujer cristiana, decente, y orgullosa, que colaboraba con infinidad de obras de caridad, se mostraba amable con los menos favorecidos, acudía religiosamente a la iglesia cada domingo, y amadrinaba la escuela parroquial, ocupándose de recaudar fondos para que los niños pobres pudieran tener una educación.
Sería todo un reto corromper su alma, convertirla en su juguete, aplastar su orgullosa altanería hasta transformarla en su sumisa esclava, siempre dispuesta a satisfacer sus deseos.
Ya se la imaginaba, arrodillada a sus pies, con la vista baja y completamente desnuda, ruborizándose mientras él se deleitaba acariciándole las tetas hasta que sus pezones se convirtieran en guijarros. Oírla sollozar cada vez que la poseyera, y escuchar su voz suplicándole piedad.
No la tendría.

***



—Me encerrarán, Georgina.
—¡No digas tonterías, Linus! —exclamó la señorita Homestadd mirando ceñuda a su hermano—. Habla con padre, acabará cediendo y pagará tus deudas.
Linus negó con la cabeza, apesadumbrado. Se arrepentía de la situación en la que había puesto a su hermana, pero sabía que no tenía otra opción.
—Padre no pagará, ya lo he intentado. ¡Eres mi única esperanza! ¿Qué más te da a ti? —añadió, amargado como un niño al que le niegan un caramelo—. Tienes veintinueve años y ninguna perspectiva de casarte. Esta puede ser tu última oportunidad.
—¡No voy a casarme con el señor Howart! —Se levantó y empezó a caminar por la salita. Prefería mil veces quedarse soltera el resto de su vida, que unirse a aquel demonio dueño de un Casino y de la mitad de los prostíbulos de Londres. No, nunca jamás cedería—. Yo misma hablaré con padre.
—Eso no cambiará nada. No pagará mis deudas y a ti te prohibirá casarte con él. Yo acabaré en la cárcel, y padre no moverá ni un músculo para sacarme de allí. —Se dejó caer en el sofá, abatido—. Estoy perdido.
Georgina se quedó quieta delante de la chimenea y alzó la vista hasta el retrato de su madre. Cuando esta había muerto, ella se había jurado que cuidaría de Linus y que lo mantendría a salvo. Pero esto... esto estaba mucho más allá de sus responsabilidades.
—¿Cuánto le debes? Tengo las joyas de madre; quizá si las vendiera...
—Veinte mil libras —susurró Linus.
—¡Veinte mil libras! —gritó Georgina. ¡Eso era una fortuna!— ¿Cómo has podido perder tanto? —le recriminó. Como mucho, sacaría diez mil libras por las joyas de su madre, eso si encontraba un comprador generoso.
—Tenía crédito, y siempre empezaba ganando. Y cuando mi suerte cambiaba y comenzaba a perder, seguía jugando con la esperanza de recuperarme. Las deudas se fueron acumulando día tras día hasta que...
—Hasta que el señor Howart las reclamó —dijo, angustiada—. Oh, Linus, cómo has podido hacer algo así.
—Lo siento, Georgina —sollozó Linus—. Lo siento tanto...
—No te preocupes —le dijo poniéndole una mano sobre el hombro, confortándolo—. Iré a hablar con el señor Howart. Quizá haya otra solución.

***

Al día siguiente, Malcolm Howart recibió la visita que tanto anhelaba. La recibió con una sonrisa sarcástica en los labios, y no se levantó cuando Georgina entró en su despacho, ni le ofreció un asiento, obligándola a permanecer de pie. Era el momento de empezar a mostrarle qué le esperaba en el futuro.
—Señor Howart —dijo ella en cuanto el criado abandonó la habitación—. Supongo que ya sabe de qué he venido a hablar.
—Exactamente, señorita Homestadd —contestó mirándola apreciativamente. Georgina se sintió como si él la estuviera desnudando con la mirada.
—Supongo que sabe que no voy a aceptar su propuesta.
—Entonces su querido hermano acabará en la cárcel. —Fijó los ojos en los de ella y torció su sonrisa. A ella le pareció el mismo diablo—. Y si todo acabara ahí... —continuó, echándose hacia atrás, y juntando las manos delante de sus labios como si estuviera rezando—. Pero la vida allí es muy dura, y tengo amigos que convertirán la existencia de nuestro querido Linus en un verdadero infierno.
Soltó la amenaza sin borrar la sonrisa del rostro. La vio temblar imperceptiblemente, y él ensanchó aún más la sonrisa.
—Pero... ¿por qué quiere casarse conmigo? —preguntó, indecisa.
—Para castigarla —contestó sin dudarlo. No quería que ella tuviera ninguna esperanza—. Porque soy un hombre vengativo y cruel, sin conciencia, que se cobra todas las afrentas. —Se levantó, rodeó la mesa y se puso delante de ella. La miró desde su altura de más de un metro ochenta, clavándola en el suelo como si fuese un conejo hipnotizado por una cobra con su fría mirada—. Porque el día que me despreciaste —añadió, tuteándola—, me juré que me las pagarías. ¿Y qué mejor manera que obligándote a convertirte en mi mujer? Mía, para hacer contigo todo lo que yo quiera. En mis manos, dependiendo de mi buena voluntad para sobrevivir. Mi esclava, para satisfacer todos mis brutales deseos.
Una llamarada de fuego se apoderó de los ojos de Georgina, y lo miró enfurecida.
—No hay esclavitud en Inglaterra, señor Howart. —Intentó ser contundente, pero su voz tembló. Empezaba a ver que no sería un hombre fácil de tratar, y que no atendería a razones.
—¿De veras? ¿Y no son esclavas de sus maridos, todas las mujeres casadas? —Ella tembló, reconociendo que en el fondo tenía razón—. Una mujer depende de su esposo en todos los aspectos —la instruyó él, por si acaso no acababa de comprender la vastedad de la idea—. Para comer, para vestirse, para ser atendida por el médico... incluso para salir a la calle. Si una mujer es maltratada, ¿qué puede hacer? Nada. Y si se vuelve demasiado molesta, puede recluirla en Bedlam sin ningún problema. Solo necesita firmar un documento y pagar generosamente al director del hospital. —Se calló, esperando que ella comprendiera—. ¿O me equivoco, Georgina?
—No. —Tragó, asustada—. No se equivoca.
—Bien. —Se separó de ella y caminó hasta el mueble bar. Se sirvió un vaso de whisky, se volvió a sentar en su silla detrás de la mesa y la observó detenidamente mientras hacía girar el líquido en el vaso—. Me alegra que lo comprendas. Ahora decide. ¿Te casas conmigo, con todas las consecuencias, o mando llamar a los alguaciles para que detengan a tu hermano?
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