Capítulo 1
Meryl Carrington siempre había soñado con volar. De pequeña, su muñeco favorito era un peluche con forma de avión; iba a todos lados con él, hinchando los carrillos de aire para expulsarlo entre los labios, vibrando como un motor. Se tiraba con él bajo el cielo, sobre el manto de hierba que rodeaba la granja en la que creció, y se pasaba las horas contemplando el cielo, viendo ovejas y vacas en las nubes, siguiendo con los dedos las estelas de los aviones que pasaban, silenciosos, a tanta distancia del suelo que eran como pequeñas manchas de compota de manzana.
Ser auxiliar de vuelo en una compañía de jets privados era un pequeño paso hacia el que estaba convencida que era su destino. Los cursos para ser piloto comercial eran muy caros, y su trabajo era la mejor manera de conseguir el dinero que necesitaba.
Podría haberse conformado con pilotar una pequeña avioneta, como su tío James, que tenía una pequeña empresa que se dedicaba a fumigar los campos; pero ella necesitaba más. Hubo un tiempo en que incluso barajó la posibilidad de ingresar en el ejército para poder estar al mando de un F—14, pero la disciplina militar no era lo suyo, y decidió que aquel no era su camino; ese día, su madre respiró tranquila por primera vez en mucho tiempo.
Lo suyo era la aviación comercial; y su sueño, estar al mando de un Airbus o un Boeing para cruzar el Atlántico.
—Mientras eso llega —se dijo—, confórmate con servir whisky añejo a un puñado de ricachones, y tener citas con un piloto que está para mojar pan.
Estaba sentada en el borde de la cama mientras se pintaba las uñas de los pies. Aquella noche tenía una cita con Maxwell Thompson, y había decidido empezar a prepararse bien temprano. En cuanto terminara de pintarse las uñas de los pies, comería cualquier cosa y volaría hacia la peluquería.
Se miró las manos y decidió que, ya puestos, se daría el lujo de una buena manicura. ¿Quizá uñas de porcelana? ¿Por qué no?
Max era un tío muy guapo, piloto en la compañía de jets privados en la que ella también trabajaba como auxiliar de vuelo, y siempre iba arreglado como un pincel. Cuando no iba con el uniforme impecable y sin una arruga, vestía de Lacoste o de Ralph Lauren, y nunca, jamás, tenía un pelo fuera de sitio.
Seguramente, la llevaría a algún restaurante elegante y pijo, de los que tenían el menú en francés e incluían a un maître estirado que la miraría con ojos entrecerrados y la haría sentir como si fuese vestida con un saco de arpilla.
Max y ella habían coincidido en el mismo vuelo unas cuantas veces, y él siempre le ponía ojitos de cordero degollado cuando la veía. Coqueteaba con la seguridad que da el saberse atractivo y buen partido y, aunque Meryl estaba convencida de que nunca llegaría a nada serio con él, no le importaba demasiado.
La vida era corta, y había que vivirla.
Max tenía fama de ser buen amante, y bien sabía Dios que ella necesitaba un polvo de forma urgente. La sequía le duraba ya hacía demasiado tiempo, y con veintisiete años había decidido que era el momento de dejarse de sueños románticos.
No se rendía en eso de encontrar al hombre de su vida; simplemente, había decidido que, mientras esperaba, era mejor hacerlo divirtiéndose.
Sarah, su compañera de piso y también auxiliar de Logan Airlines, entró en su cuarto estornudando como una posesa, con un pañuelo pegado a la nariz. Tenía los ojos llorosos y temblaba.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó, preocupada.
—Estoy enferma —gimió Sarah—. Voy a morirme.
—Qué exagerada eres —se rio. Sarah era así. A la que pillaba un simple resfriado, exclamaba a los cuatro vientos que estaba moribunda—. Es una gripe, nada más.
—Sí, pero no puedo ir a trabajar, y tengo programado un vuelo con, nada más y nada menos, que Rael Freesword. Me quiero morir —sollozó dejándose caer en la cama, a su lado.
—Llama a Raven. Seguro que encontrará a alguien dispuesta a cubrirte.
—¡Ya lo sé! Pero tú eres mi más mejor amiga, además de mi compañera de piso. Por eso te ofrezco a ti la oportunidad de suplirme. Podrás ver cara a cara al misterioso y guapísimo señor Freesword. ¡Cualquiera mataría por esa oportunidad!
—Qué obsesionada estás con morir o matar —se rio Meryl—. ¿Qué tiene ese hombre que no tenga cualquier otro?
—¿Aparte de ser un adonis, y uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta? Que da muy buenas propinas. La última vez me dio quinientos pavos, solo por sonreírle mientras le servía una soda.
—¿Quinientos pavos? —Meryl abrió mucho los ojos.
Madre mía. Quinientos dólares era mucho dinero.
—Sí, y te aseguro que no es de los que piden ni esperan cosas raras a cambio.
A veces, estos clientes tan ricos esperaban que las auxiliares de vuelo se comportaran como fulanas. Meryl se había encontrado en más de un apuro, consiguiendo salir indemne gracias a sus buenos reflejos y a una muy depurada técnica de defensa que deja los testículos de los señores un tanto, digamos, magullados.
Se había ganado más de una regañina oficial por parte de Raven, su supervisora, por tratar así a sus ilustres clientes; aunque después, cuando se quedaban a solas, le sonreía y le daba una palmada en la espalda mientras le susurraba un «bien hecho».
—¿A qué hora está previsto el vuelo?
—A las dos de la tarde.
—¡¿Qué?! ¡Pero eso es en dos horas! ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Porque tenía la esperanza de que el anti gripal funcionara y pudiera ir yo. Esos quinientos pavos me irían de lujo. Pero creo que estoy peor —gruñó, estornudando acto seguido.
—Pues será mejor que me dé prisa. ¿Qué destino tiene?
—Las Vegas. —Sarah soltó un sollozo—. Me quiero morir…
Meryl se aguantó las ganas de reírse por lo tragicómica que se ponía su amiga siempre que estaba enferma y, con mucho cariño, la empujó suavemente hasta su dormitorio, la metió en la cama y la arropó.
—No te preocupes. Yo te suplo.
—Eres un cielo, Meryl.
—Lo sé.
***
Rael Freesword podía ser un hombre poderoso, pero las largas reuniones en el Pentágono y en la Casa Blanca lo dejaban agotado como a cualquiera. O quizá más, porque, a diferencia de la mayoría de hombres de negocios que conocía, no disfrutaba con ellas.
Normalmente, dejaba estos asuntos a sus representantes. Él se limitaba a decirles qué quería y a qué se negaba, y ellos trabajaban sobre esa base. Pero, esta vez, el propio Presidente había exigido su presencia, y no había podido negarse a viajar hasta Washington para entrevistarse con él.
Había sido una semana bastante dura, negociando el nuevo acuerdo de colaboración con el gobierno de Estados Unidos, pero las reuniones habían sido fructíferas y los contratos que finalmente habían firmado reportarían a su compañía, Ninsatec, cuatro mil millones de dólares, además de otros beneficios.
—¿Llegaste a imaginar que podríamos disfrutar de algo así cuando aterrizamos en este planeta? —preguntó Uragan, su hermano y jefe de seguridad de Ninsatec, mientras la limusina hacía un giro para estacionarse paralelamente al jet privado que los estaba esperando.
Rael miró a su hermano, que lucía un brillo divertido en sus ojos azules tan pálidos que, a veces, parecían transparentes.
—Por supuesto que sí —contestó con seguridad.
—Claro. Por eso eres el jefe. —Uragan miró por la ventanilla hacia el avión—. Si hubiésemos dependido de mí, todavía estaríamos encerrados bajo el desierto, en nuestra destartalada nave espacial, sin saber qué hacer.
—Eso no es cierto, y lo sabes —respondió Rael devolviéndole la sonrisa—. Si hubiese sido por ti, habríamos iniciado una guerra y conquistado este mundo en seis meses. Ahora seríamos los amos y señores de la Tierra —bromeó.
—Conquistadores extraterrestres —musitó, pensativo—. Eso daría para una serie de televisión. —Giró el rostro y miró a Rael—. Por suerte, eres tú quién está al mando. Tomaste la mejor decisión. Y sigues haciéndolo.
—No te creas que, a veces, me gustaría poder dejar de hacerlo. Vender Ninsatec al mejor postor, y retirarnos a algún lugar apartado de la civilización en la que pudiésemos vivir en paz. ¿Tú no lo has pensado nunca?
—Por supuesto. Pero hacemos lo que hacemos para mantenernos a salvo en este lugar hostil. Ninsatec y su tecnología es nuestra salvaguarda, eso nos repites constantemente. Si alguna vez descubren lo que somos…
—Si eso ocurre alguna vez, nadie osará tocarnos.
Todos sus esfuerzos de los últimos treinta años, habían estado encaminados a conseguir esa meta: ser intocables en el caso de que los terrestres acabasen averiguando lo que eran en realidad. Porque sabía perfectamente cuál sería su destino y el de sus hermanos si el mundo descubría que eran alienígenas: pasarían el resto de su vida, larga o corta, encerrados en laboratorios, siendo objeto de experimentación, como conejillos de Indias. Los analizarían y diseccionarían, cortándolos en pequeños pedazos.
Y si descubrían que no eran simples extraterrestres…
Bajaron de la limusina y subieron al avión. Ambos tenían ganas de regresar a Belt, su hogar, para poder deshacerse de los trajes de corte impecable y de los zapatos italianos, y disfrutar en libertad con ropa cómoda en camaradería con sus otros cuatro hermanos.
Seis eran los que habían llegado a la Tierra hacía treinta años, procedentes de Ilkapt. Solo seis, de una población de varios millones, habían logrado escapar de la destrucción cuando su mundo estalló.
Cinco hombres y una mujer que ni siquiera eran considerados de los suyos por los ilkaptani. Eran ninsabu, soldados artificiales creados gracias a la experimentación y manipulación genética, engendrados en una probeta, gestados en un útero artificial en el sótano de un laboratorio secreto, y entrenados desde su nacimiento con una única finalidad: convertirlos en máquinas de matar capaces de aplastar a las demás ciudades estado y conseguir que Gaqli, su ciudad, se hiciese con el poder sobre las demás.
Subieron la escalerilla y en la puerta les esperaba la auxiliar de vuelo para darles la bienvenida y acompañarlos hasta sus asientos.
—Buenas tardes —les dijo con una luminosa sonrisa—, y bienvenidos a bordo. Me llamo Meryl Carrington y soy su auxiliar de vuelo. Cualquier cosa que necesiten, solo tienen que pedírmela.
Cuando la vio, Rael sintió un estremecimiento que le sacudió todo el cuerpo. Era una mujer muy hermosa, con el pelo rojo como el fuego recogido en un severo moño, y un uniforme azul recatado adaptándose perfectamente a las curvas de su cuerpo.
Aspiró con fuerza mientras ella hablaba, dilatándosele las aletas de la nariz, inhalando el aroma a vainilla y fresas que desprendía.
Tenía los ojos muy grandes, de un verde parecido a las hojas del aloe vera, con pintitas más claras dispersas en el iris. La nariz respingona estaba salpicada de pecas, y tenía el mentón afilado con un hoyuelo en la barbilla.
Posó los ojos en los labios, carnosos como las cerezas. Deseó abalanzarse sobre ella y besarla hasta dejarla sin aliento; y cuando ella se giró y empezó a caminar precediéndolos hasta los asientos, se mareó con el balanceo de sus caderas.
Qué mujer.
Sintió que todas las hormonas masculinas de su cuerpo se revolucionaban violentamente ante aquella visión divina, y deseó poder besarla, acariciarla, desnudarla y follarla allí mismo.
Volvió en sí de su locura transitoria cuando la risa burlona de Uragan traspasó la niebla de su cerebro.
—¿Se puede saber de qué te ríes? —le preguntó con un gruñido mientras se sentaba.
—Tío, te has puesto palote con la azafata —susurró para que ella no le oyera—. Si quieres, desaparezco un rato y os dejo solos. Seguro que la cabina de vuelo debe tener cosas súper interesantes para ver.
Rael tuvo ganas de borrar de un puñetazo la sonrisa burlona del rostro de su hermano.
—Qué te jodan —masculló.
—No es a mí a quien quieres joder, precisamente.
—Olvídame.
Rael cerró los ojos y Uragan dejó ir una última risa antes de acomodarse bien en su asiento y cerrar los ojos también. Tenían por delante un viaje de varias horas, y no era cuestión de provocar a Rael demasiado, estando encerrado con él y sin escapatoria. Porque no dudaba que, si este perdía los nervios y decidía machacarle la cara, él no podría hacer nada por impedirlo.
—No me acostumbro a estos vuelos tan primitivos —masculló un rato después, cuando el avión, ya en el aire, empezó a traquetear a causa de las turbulencias.
Rael abrió los ojos y miró por la ventanilla. Las nubes estaban bajo el avión y parecían un lienzo de algodón, limpio y suave.
—¿Echas de menos nuestro hogar?
La pregunta de Uragan le llegó como un murmullo lejano. ¿El hogar? No, no lo echaba de menos. Su hogar había sido un laboratorio primero, y una base militar después. Sus días transcurrían entre entrenamientos, castigos, gritos y esfuerzos; hasta que llegaron las misiones, y la sangre y la muerte se unieron a la lista. No tenían un respiro, ni libertad, ni paz. ¿Cómo iba a echar de menos eso?
—Por supuesto que no.
—Yo, tampoco. Aunque por lo menos, allí sabíamos a qué atenernos y qué se esperaba de nosotros.
—Sí, matar o morir por la gloria y supremacía de la familia Gaqli, eso se esperaba de nosotros —gruñó. Alzó la vista hacia donde estaba la auxiliar de vuelo. No podía verla porque una cortina cubría la puerta de acceso a su cabina, pero su aroma a vainilla y fresas llegaba hasta él con total claridad—. Aquí, por lo menos, hemos tenido la oportunidad de decidir qué hacer con nuestras vidas.
—Sí —murmuró Uragan, aguantándose la risa—, y me apuesto mil pavos a que sé qué es lo que a ti te gustaría hacer ahora mismo.
—Vete a la mierda.
—No, prefiero pedir una cerveza.
—¡No!
Rael no pudo impedirlo. Antes de que pudiera moverse, Uragan ya había apretado el botón de llamada.
Meryl se sobresaltó al oír el zumbido. El plato que tenía en las manos se le escurrió de entre los dedos y se estrelló en la moqueta. Por suerte, estaba vacío. Si ya hubiera puesto en él la comida, ahora tendría un buen problema.
Inspiró profundamente y atravesó la cortina que separaba la diminuta cocina del resto del avión. Intentó caminar con paso seguro, pero sentía las rodillas flojas y un extraño temblor en las manos.
Y todo era culpa de él. Solo de él.
¿Cómo iba a imaginarse que la descripción de Sarah iba a estar tan acertada? Rael Freesword era ese tipo de hombre que provocaba estremecimientos y desmayos en las mujeres.
Era alto, muy alto incluso para ella, que medía casi metro setenta y cinco. ¿Quizá mediría metro noventa? Probablemente. Tenía un rostro poderoso, con el mentón pronunciado, la nariz recta y unos labios apetitosos; era el tipo de cara que una le ponía a los sueños más húmedos.
Pero lo que más llamaba la atención en él, eran sus ojos, grandes, de un castaño terroso veteado de dorado en algunos puntos. Unos ojos de mirada intensa, que parecían brillar mientras te atravesaban.
Y el resto de su cuerpo, no se quedaba atrás.
Meryl suspiró. Hombros anchos, brazos fuertes, cintura y caderas estrechas, piernas largas y que se adivinaban musculosas debajo de ese pantalón oscuro impecable que vestía, a juego con la americana.
Sí, Sarah tenía razón, era un todo adonis.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó cuando estuvo a su lado.
—Podría ayudarnos en muchas cosas, señorita Carrington. ¿Es así como dijo que se llamaba? —preguntó Uragan, con los ojos brillando, divertidos.
—Sí, señor Freesword, Meryl Carrington.
—Es un placer. Yo soy Uragan, y este de aquí es mi hermano, Rael.
—Encantada.
Meryl no sabía a qué venía aquello de las presentaciones, y empezó a temer que quizás iban a pedirle algo que no iba en el menú, a pesar de que Sarah le había dicho que no era ese tipo de hombre.
Levantó la vista para mirarlo, y sus ojos se quedaron prendados, las miradas clavadas la una en la otra. Sintió un estremecimiento, como un presagio, un aviso de que su vida estaba a punto de cambiar. El corazón le palpitó con rapidez y sintió que un extraño calor le subía por el cuello hasta apoderarse de las mejillas.
«Dios mío, me estoy ruborizando», se escandalizó.
—Mi hermano y yo estamos hambrientos, y sedientos. Y nos preguntábamos si tendría algo por ahí. ¿Señorita Carrington? ¿Me está escuchando?
El tono divertido en la voz de Uragan hizo que volviera a la realidad. Parpadeó, sorprendida, y giró la mirada hacia él. ¿Qué había preguntado? Ah, sí. Comida y bebida.
—La comida estará lista dentro de una media hora, pero mientras tanto puedo servirles unos sandwiches, si les apetece.
—A mí me parece perfecto. ¿Y a ti, Rael? —Uragan miró hacia su hermano y vio que este no quitaba los ojos de la azafata. Tenía las manos aferradas a los brazos del asiento, y los nudillos blancos por la fuerza que ejercía. Si seguía así, los arrancaría. Mejor sería sacarlo de su trance—. También le parece bien. Y traiga un par de cervezas con esos sandwiches.
—Muy bien, señor.
Meryl se alejó caminando por el pasillo y los ojos de Rael siguieron el balanceo de sus caderas. La carcajada de Uragan no se hizo esperar.
—Joder tío, pareces ido —se burló—. Si tanto necesitas echar un polvo, invítala a cenar cuando lleguemos a Las Vegas. Seguro que puedes demorar tu regreso a Belt unas cuantas horas.
—Déjame en paz.
Rael giró el rostro hacia la ventanilla. No comprendía qué le pasaba. Le gustaban las mujeres, por supuesto, y había tenido innumerables amantes humanas en los treinta años que llevaban en la Tierra. Era un maestro del juego de la seducción que tanto les gustaba. Miradas, gestos, un baile quizá. Algún guiño. Las palabras adecuadas susurradas al oído. Y su aspecto hacía el resto.
No, no era un hombre célibe. Disfrutaba con el sexo.
Pero nunca, jamás, se había quedado prendado a primera vista de ninguna mujer.
Cuando necesitaba follar, acudía a Las Vegas a alguna de las numerosas salas de fiesta solo aptas para VIP´s. Oteaba a su alrededor, evaluaba a las candidatas, y siempre escogía a la que creía que más iba a hacerlo disfrutar. No siempre era la más hermosa, no era en eso en lo que se fijaba; prefería a las mujeres alegres, que rieran mucho, y que no tuviesen complejos con el sexo. Y, por supuesto, que no fuese un estado pasajero provocado por el alcohol.
Podía tardar media hora larga en escoger a su compañera de cama eventual.
Pero, esta vez, solo con posar los ojos en ella, había rugido de necesidad como si lo único importante en esta vida fuese tenerla entre sus brazos, besar su cuello de cisne, lamer las pecas que le salpicaban la nariz, y acariciar las deliciosas curvas que se adivinaban bajo ese rígido uniforme.
Tragó saliva cuando volvió a aparecer con una bandeja en la mano en la que llevaba un plato con los sandwiches y dos botellas de cerveza.
Por mucho que quisiera, no podía apartar los ojos de ella. Se sintió absurdo, casi como un acosador acechando en un callejón oscuro. Su mente voló y empezó a imaginar de cuántas maneras haría el amor con ella si surgía la oportunidad.
Qué demonios. Él haría que la oportunidad surgiera. En algún momento durante el vuelo. Uragan tenía razón. Le pediría una cita, la llevaría a cenar a uno de los restaurantes súper caros que había en Las Vegas, a un espectáculo de algún hotel y, después, subirían a la suite y follarían como conejos.
Seguro que no le decía que no. Nunca, ninguna mujer, le había dicho que no a un plan así.
—Deja de mirarla así, la haces sentir incómoda —susurró Uragan mientras ella se acercaba.
—¿Así? ¿Cómo?
—Como si fueses a devorarla. Estás de un intenso que das miedo, tío. ¿Amor a primera vista?
—Olvídame.
Se obligó a girar el rostro y mirar por la ventanilla. El aroma a fresas y vainilla flotaba en el aire, más intenso a medida que ella se acercaba. Tuvo que contener un estremecimiento cuando oyó la bandeja chocar contra la mesa baja que tenía delante, y el ruido del cristal de las botellas de cerveza al chocar entre sí.
—Muchas gracias —dijo Uragan—. ¿Me permite una pregunta? Mi hermano quería saber si…
—Si la comida tardará mucho —intervino Rael con voz cortante. A saber qué se disponía Uragan a preguntar en su nombre, pero viendo la risita entre dientes que soltó con su reacción, se imaginó qué camino llevaba. Maldito sea mil veces.
—En seguida estará lista, caballeros —contestó Meryl, extrañada. Hacía apenas cinco minutos que lo había dicho.
—Muchas gracias. No queremos entretenerla más.
Meryl se alejó con las piernas temblorosas. Dios. Si su presencia imponía, su voz, oscura, grave y aterciopelada, todo al mismo tiempo, era como una caricia para los oídos. ¿Cómo podía ser que un solo hombre poseyera todos y cada uno de los atributos que ella soñaba en un amante?
—Te estás volviendo loca —murmuró al cruzar la cortina y sentirse sola y a salvo de nuevo—, completamente loca.
Se abanicó con una mano mientras con la otra se apoyaba en el poyo de la diminuta cocina de a bordo, donde estaba sirviendo en platos adecuados el catering de lujo que la aerolínea tenía siempre dispuesto para sus clientes. Inclinó la cabeza hacia adelante y cerró los ojos.
¿Podía ser que Uragan estuviera a punto de insinuar que su hermano estaba interesado en ella? ¿Y que este se sintiera avergonzado por ello, y por eso lo interrumpió?
—Te estás imaginando cosas.
Se irguió, sacudiendo la cabeza, y se pasó las manos por el pelo para comprobar que el moño seguía impoluto y en su sitio.
Además, se lo imaginara o no, no importaba. Era una profesional y la principal regla que la mantenía lejos de problemas, era que no se citaba con clientes de la aerolínea.
Rael Freesword era un cliente habitual y, por lo tanto, estaba fuera de su alcance.
Meryl Carrington siempre había soñado con volar. De pequeña, su muñeco favorito era un peluche con forma de avión; iba a todos lados con él, hinchando los carrillos de aire para expulsarlo entre los labios, vibrando como un motor. Se tiraba con él bajo el cielo, sobre el manto de hierba que rodeaba la granja en la que creció, y se pasaba las horas contemplando el cielo, viendo ovejas y vacas en las nubes, siguiendo con los dedos las estelas de los aviones que pasaban, silenciosos, a tanta distancia del suelo que eran como pequeñas manchas de compota de manzana.
Ser auxiliar de vuelo en una compañía de jets privados era un pequeño paso hacia el que estaba convencida que era su destino. Los cursos para ser piloto comercial eran muy caros, y su trabajo era la mejor manera de conseguir el dinero que necesitaba.
Podría haberse conformado con pilotar una pequeña avioneta, como su tío James, que tenía una pequeña empresa que se dedicaba a fumigar los campos; pero ella necesitaba más. Hubo un tiempo en que incluso barajó la posibilidad de ingresar en el ejército para poder estar al mando de un F—14, pero la disciplina militar no era lo suyo, y decidió que aquel no era su camino; ese día, su madre respiró tranquila por primera vez en mucho tiempo.
Lo suyo era la aviación comercial; y su sueño, estar al mando de un Airbus o un Boeing para cruzar el Atlántico.
—Mientras eso llega —se dijo—, confórmate con servir whisky añejo a un puñado de ricachones, y tener citas con un piloto que está para mojar pan.
Estaba sentada en el borde de la cama mientras se pintaba las uñas de los pies. Aquella noche tenía una cita con Maxwell Thompson, y había decidido empezar a prepararse bien temprano. En cuanto terminara de pintarse las uñas de los pies, comería cualquier cosa y volaría hacia la peluquería.
Se miró las manos y decidió que, ya puestos, se daría el lujo de una buena manicura. ¿Quizá uñas de porcelana? ¿Por qué no?
Max era un tío muy guapo, piloto en la compañía de jets privados en la que ella también trabajaba como auxiliar de vuelo, y siempre iba arreglado como un pincel. Cuando no iba con el uniforme impecable y sin una arruga, vestía de Lacoste o de Ralph Lauren, y nunca, jamás, tenía un pelo fuera de sitio.
Seguramente, la llevaría a algún restaurante elegante y pijo, de los que tenían el menú en francés e incluían a un maître estirado que la miraría con ojos entrecerrados y la haría sentir como si fuese vestida con un saco de arpilla.
Max y ella habían coincidido en el mismo vuelo unas cuantas veces, y él siempre le ponía ojitos de cordero degollado cuando la veía. Coqueteaba con la seguridad que da el saberse atractivo y buen partido y, aunque Meryl estaba convencida de que nunca llegaría a nada serio con él, no le importaba demasiado.
La vida era corta, y había que vivirla.
Max tenía fama de ser buen amante, y bien sabía Dios que ella necesitaba un polvo de forma urgente. La sequía le duraba ya hacía demasiado tiempo, y con veintisiete años había decidido que era el momento de dejarse de sueños románticos.
No se rendía en eso de encontrar al hombre de su vida; simplemente, había decidido que, mientras esperaba, era mejor hacerlo divirtiéndose.
Sarah, su compañera de piso y también auxiliar de Logan Airlines, entró en su cuarto estornudando como una posesa, con un pañuelo pegado a la nariz. Tenía los ojos llorosos y temblaba.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó, preocupada.
—Estoy enferma —gimió Sarah—. Voy a morirme.
—Qué exagerada eres —se rio. Sarah era así. A la que pillaba un simple resfriado, exclamaba a los cuatro vientos que estaba moribunda—. Es una gripe, nada más.
—Sí, pero no puedo ir a trabajar, y tengo programado un vuelo con, nada más y nada menos, que Rael Freesword. Me quiero morir —sollozó dejándose caer en la cama, a su lado.
—Llama a Raven. Seguro que encontrará a alguien dispuesta a cubrirte.
—¡Ya lo sé! Pero tú eres mi más mejor amiga, además de mi compañera de piso. Por eso te ofrezco a ti la oportunidad de suplirme. Podrás ver cara a cara al misterioso y guapísimo señor Freesword. ¡Cualquiera mataría por esa oportunidad!
—Qué obsesionada estás con morir o matar —se rio Meryl—. ¿Qué tiene ese hombre que no tenga cualquier otro?
—¿Aparte de ser un adonis, y uno de los hombres más ricos y poderosos del planeta? Que da muy buenas propinas. La última vez me dio quinientos pavos, solo por sonreírle mientras le servía una soda.
—¿Quinientos pavos? —Meryl abrió mucho los ojos.
Madre mía. Quinientos dólares era mucho dinero.
—Sí, y te aseguro que no es de los que piden ni esperan cosas raras a cambio.
A veces, estos clientes tan ricos esperaban que las auxiliares de vuelo se comportaran como fulanas. Meryl se había encontrado en más de un apuro, consiguiendo salir indemne gracias a sus buenos reflejos y a una muy depurada técnica de defensa que deja los testículos de los señores un tanto, digamos, magullados.
Se había ganado más de una regañina oficial por parte de Raven, su supervisora, por tratar así a sus ilustres clientes; aunque después, cuando se quedaban a solas, le sonreía y le daba una palmada en la espalda mientras le susurraba un «bien hecho».
—¿A qué hora está previsto el vuelo?
—A las dos de la tarde.
—¡¿Qué?! ¡Pero eso es en dos horas! ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Porque tenía la esperanza de que el anti gripal funcionara y pudiera ir yo. Esos quinientos pavos me irían de lujo. Pero creo que estoy peor —gruñó, estornudando acto seguido.
—Pues será mejor que me dé prisa. ¿Qué destino tiene?
—Las Vegas. —Sarah soltó un sollozo—. Me quiero morir…
Meryl se aguantó las ganas de reírse por lo tragicómica que se ponía su amiga siempre que estaba enferma y, con mucho cariño, la empujó suavemente hasta su dormitorio, la metió en la cama y la arropó.
—No te preocupes. Yo te suplo.
—Eres un cielo, Meryl.
—Lo sé.
***
Rael Freesword podía ser un hombre poderoso, pero las largas reuniones en el Pentágono y en la Casa Blanca lo dejaban agotado como a cualquiera. O quizá más, porque, a diferencia de la mayoría de hombres de negocios que conocía, no disfrutaba con ellas.
Normalmente, dejaba estos asuntos a sus representantes. Él se limitaba a decirles qué quería y a qué se negaba, y ellos trabajaban sobre esa base. Pero, esta vez, el propio Presidente había exigido su presencia, y no había podido negarse a viajar hasta Washington para entrevistarse con él.
Había sido una semana bastante dura, negociando el nuevo acuerdo de colaboración con el gobierno de Estados Unidos, pero las reuniones habían sido fructíferas y los contratos que finalmente habían firmado reportarían a su compañía, Ninsatec, cuatro mil millones de dólares, además de otros beneficios.
—¿Llegaste a imaginar que podríamos disfrutar de algo así cuando aterrizamos en este planeta? —preguntó Uragan, su hermano y jefe de seguridad de Ninsatec, mientras la limusina hacía un giro para estacionarse paralelamente al jet privado que los estaba esperando.
Rael miró a su hermano, que lucía un brillo divertido en sus ojos azules tan pálidos que, a veces, parecían transparentes.
—Por supuesto que sí —contestó con seguridad.
—Claro. Por eso eres el jefe. —Uragan miró por la ventanilla hacia el avión—. Si hubiésemos dependido de mí, todavía estaríamos encerrados bajo el desierto, en nuestra destartalada nave espacial, sin saber qué hacer.
—Eso no es cierto, y lo sabes —respondió Rael devolviéndole la sonrisa—. Si hubiese sido por ti, habríamos iniciado una guerra y conquistado este mundo en seis meses. Ahora seríamos los amos y señores de la Tierra —bromeó.
—Conquistadores extraterrestres —musitó, pensativo—. Eso daría para una serie de televisión. —Giró el rostro y miró a Rael—. Por suerte, eres tú quién está al mando. Tomaste la mejor decisión. Y sigues haciéndolo.
—No te creas que, a veces, me gustaría poder dejar de hacerlo. Vender Ninsatec al mejor postor, y retirarnos a algún lugar apartado de la civilización en la que pudiésemos vivir en paz. ¿Tú no lo has pensado nunca?
—Por supuesto. Pero hacemos lo que hacemos para mantenernos a salvo en este lugar hostil. Ninsatec y su tecnología es nuestra salvaguarda, eso nos repites constantemente. Si alguna vez descubren lo que somos…
—Si eso ocurre alguna vez, nadie osará tocarnos.
Todos sus esfuerzos de los últimos treinta años, habían estado encaminados a conseguir esa meta: ser intocables en el caso de que los terrestres acabasen averiguando lo que eran en realidad. Porque sabía perfectamente cuál sería su destino y el de sus hermanos si el mundo descubría que eran alienígenas: pasarían el resto de su vida, larga o corta, encerrados en laboratorios, siendo objeto de experimentación, como conejillos de Indias. Los analizarían y diseccionarían, cortándolos en pequeños pedazos.
Y si descubrían que no eran simples extraterrestres…
Bajaron de la limusina y subieron al avión. Ambos tenían ganas de regresar a Belt, su hogar, para poder deshacerse de los trajes de corte impecable y de los zapatos italianos, y disfrutar en libertad con ropa cómoda en camaradería con sus otros cuatro hermanos.
Seis eran los que habían llegado a la Tierra hacía treinta años, procedentes de Ilkapt. Solo seis, de una población de varios millones, habían logrado escapar de la destrucción cuando su mundo estalló.
Cinco hombres y una mujer que ni siquiera eran considerados de los suyos por los ilkaptani. Eran ninsabu, soldados artificiales creados gracias a la experimentación y manipulación genética, engendrados en una probeta, gestados en un útero artificial en el sótano de un laboratorio secreto, y entrenados desde su nacimiento con una única finalidad: convertirlos en máquinas de matar capaces de aplastar a las demás ciudades estado y conseguir que Gaqli, su ciudad, se hiciese con el poder sobre las demás.
Subieron la escalerilla y en la puerta les esperaba la auxiliar de vuelo para darles la bienvenida y acompañarlos hasta sus asientos.
—Buenas tardes —les dijo con una luminosa sonrisa—, y bienvenidos a bordo. Me llamo Meryl Carrington y soy su auxiliar de vuelo. Cualquier cosa que necesiten, solo tienen que pedírmela.
Cuando la vio, Rael sintió un estremecimiento que le sacudió todo el cuerpo. Era una mujer muy hermosa, con el pelo rojo como el fuego recogido en un severo moño, y un uniforme azul recatado adaptándose perfectamente a las curvas de su cuerpo.
Aspiró con fuerza mientras ella hablaba, dilatándosele las aletas de la nariz, inhalando el aroma a vainilla y fresas que desprendía.
Tenía los ojos muy grandes, de un verde parecido a las hojas del aloe vera, con pintitas más claras dispersas en el iris. La nariz respingona estaba salpicada de pecas, y tenía el mentón afilado con un hoyuelo en la barbilla.
Posó los ojos en los labios, carnosos como las cerezas. Deseó abalanzarse sobre ella y besarla hasta dejarla sin aliento; y cuando ella se giró y empezó a caminar precediéndolos hasta los asientos, se mareó con el balanceo de sus caderas.
Qué mujer.
Sintió que todas las hormonas masculinas de su cuerpo se revolucionaban violentamente ante aquella visión divina, y deseó poder besarla, acariciarla, desnudarla y follarla allí mismo.
Volvió en sí de su locura transitoria cuando la risa burlona de Uragan traspasó la niebla de su cerebro.
—¿Se puede saber de qué te ríes? —le preguntó con un gruñido mientras se sentaba.
—Tío, te has puesto palote con la azafata —susurró para que ella no le oyera—. Si quieres, desaparezco un rato y os dejo solos. Seguro que la cabina de vuelo debe tener cosas súper interesantes para ver.
Rael tuvo ganas de borrar de un puñetazo la sonrisa burlona del rostro de su hermano.
—Qué te jodan —masculló.
—No es a mí a quien quieres joder, precisamente.
—Olvídame.
Rael cerró los ojos y Uragan dejó ir una última risa antes de acomodarse bien en su asiento y cerrar los ojos también. Tenían por delante un viaje de varias horas, y no era cuestión de provocar a Rael demasiado, estando encerrado con él y sin escapatoria. Porque no dudaba que, si este perdía los nervios y decidía machacarle la cara, él no podría hacer nada por impedirlo.
—No me acostumbro a estos vuelos tan primitivos —masculló un rato después, cuando el avión, ya en el aire, empezó a traquetear a causa de las turbulencias.
Rael abrió los ojos y miró por la ventanilla. Las nubes estaban bajo el avión y parecían un lienzo de algodón, limpio y suave.
—¿Echas de menos nuestro hogar?
La pregunta de Uragan le llegó como un murmullo lejano. ¿El hogar? No, no lo echaba de menos. Su hogar había sido un laboratorio primero, y una base militar después. Sus días transcurrían entre entrenamientos, castigos, gritos y esfuerzos; hasta que llegaron las misiones, y la sangre y la muerte se unieron a la lista. No tenían un respiro, ni libertad, ni paz. ¿Cómo iba a echar de menos eso?
—Por supuesto que no.
—Yo, tampoco. Aunque por lo menos, allí sabíamos a qué atenernos y qué se esperaba de nosotros.
—Sí, matar o morir por la gloria y supremacía de la familia Gaqli, eso se esperaba de nosotros —gruñó. Alzó la vista hacia donde estaba la auxiliar de vuelo. No podía verla porque una cortina cubría la puerta de acceso a su cabina, pero su aroma a vainilla y fresas llegaba hasta él con total claridad—. Aquí, por lo menos, hemos tenido la oportunidad de decidir qué hacer con nuestras vidas.
—Sí —murmuró Uragan, aguantándose la risa—, y me apuesto mil pavos a que sé qué es lo que a ti te gustaría hacer ahora mismo.
—Vete a la mierda.
—No, prefiero pedir una cerveza.
—¡No!
Rael no pudo impedirlo. Antes de que pudiera moverse, Uragan ya había apretado el botón de llamada.
Meryl se sobresaltó al oír el zumbido. El plato que tenía en las manos se le escurrió de entre los dedos y se estrelló en la moqueta. Por suerte, estaba vacío. Si ya hubiera puesto en él la comida, ahora tendría un buen problema.
Inspiró profundamente y atravesó la cortina que separaba la diminuta cocina del resto del avión. Intentó caminar con paso seguro, pero sentía las rodillas flojas y un extraño temblor en las manos.
Y todo era culpa de él. Solo de él.
¿Cómo iba a imaginarse que la descripción de Sarah iba a estar tan acertada? Rael Freesword era ese tipo de hombre que provocaba estremecimientos y desmayos en las mujeres.
Era alto, muy alto incluso para ella, que medía casi metro setenta y cinco. ¿Quizá mediría metro noventa? Probablemente. Tenía un rostro poderoso, con el mentón pronunciado, la nariz recta y unos labios apetitosos; era el tipo de cara que una le ponía a los sueños más húmedos.
Pero lo que más llamaba la atención en él, eran sus ojos, grandes, de un castaño terroso veteado de dorado en algunos puntos. Unos ojos de mirada intensa, que parecían brillar mientras te atravesaban.
Y el resto de su cuerpo, no se quedaba atrás.
Meryl suspiró. Hombros anchos, brazos fuertes, cintura y caderas estrechas, piernas largas y que se adivinaban musculosas debajo de ese pantalón oscuro impecable que vestía, a juego con la americana.
Sí, Sarah tenía razón, era un todo adonis.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó cuando estuvo a su lado.
—Podría ayudarnos en muchas cosas, señorita Carrington. ¿Es así como dijo que se llamaba? —preguntó Uragan, con los ojos brillando, divertidos.
—Sí, señor Freesword, Meryl Carrington.
—Es un placer. Yo soy Uragan, y este de aquí es mi hermano, Rael.
—Encantada.
Meryl no sabía a qué venía aquello de las presentaciones, y empezó a temer que quizás iban a pedirle algo que no iba en el menú, a pesar de que Sarah le había dicho que no era ese tipo de hombre.
Levantó la vista para mirarlo, y sus ojos se quedaron prendados, las miradas clavadas la una en la otra. Sintió un estremecimiento, como un presagio, un aviso de que su vida estaba a punto de cambiar. El corazón le palpitó con rapidez y sintió que un extraño calor le subía por el cuello hasta apoderarse de las mejillas.
«Dios mío, me estoy ruborizando», se escandalizó.
—Mi hermano y yo estamos hambrientos, y sedientos. Y nos preguntábamos si tendría algo por ahí. ¿Señorita Carrington? ¿Me está escuchando?
El tono divertido en la voz de Uragan hizo que volviera a la realidad. Parpadeó, sorprendida, y giró la mirada hacia él. ¿Qué había preguntado? Ah, sí. Comida y bebida.
—La comida estará lista dentro de una media hora, pero mientras tanto puedo servirles unos sandwiches, si les apetece.
—A mí me parece perfecto. ¿Y a ti, Rael? —Uragan miró hacia su hermano y vio que este no quitaba los ojos de la azafata. Tenía las manos aferradas a los brazos del asiento, y los nudillos blancos por la fuerza que ejercía. Si seguía así, los arrancaría. Mejor sería sacarlo de su trance—. También le parece bien. Y traiga un par de cervezas con esos sandwiches.
—Muy bien, señor.
Meryl se alejó caminando por el pasillo y los ojos de Rael siguieron el balanceo de sus caderas. La carcajada de Uragan no se hizo esperar.
—Joder tío, pareces ido —se burló—. Si tanto necesitas echar un polvo, invítala a cenar cuando lleguemos a Las Vegas. Seguro que puedes demorar tu regreso a Belt unas cuantas horas.
—Déjame en paz.
Rael giró el rostro hacia la ventanilla. No comprendía qué le pasaba. Le gustaban las mujeres, por supuesto, y había tenido innumerables amantes humanas en los treinta años que llevaban en la Tierra. Era un maestro del juego de la seducción que tanto les gustaba. Miradas, gestos, un baile quizá. Algún guiño. Las palabras adecuadas susurradas al oído. Y su aspecto hacía el resto.
No, no era un hombre célibe. Disfrutaba con el sexo.
Pero nunca, jamás, se había quedado prendado a primera vista de ninguna mujer.
Cuando necesitaba follar, acudía a Las Vegas a alguna de las numerosas salas de fiesta solo aptas para VIP´s. Oteaba a su alrededor, evaluaba a las candidatas, y siempre escogía a la que creía que más iba a hacerlo disfrutar. No siempre era la más hermosa, no era en eso en lo que se fijaba; prefería a las mujeres alegres, que rieran mucho, y que no tuviesen complejos con el sexo. Y, por supuesto, que no fuese un estado pasajero provocado por el alcohol.
Podía tardar media hora larga en escoger a su compañera de cama eventual.
Pero, esta vez, solo con posar los ojos en ella, había rugido de necesidad como si lo único importante en esta vida fuese tenerla entre sus brazos, besar su cuello de cisne, lamer las pecas que le salpicaban la nariz, y acariciar las deliciosas curvas que se adivinaban bajo ese rígido uniforme.
Tragó saliva cuando volvió a aparecer con una bandeja en la mano en la que llevaba un plato con los sandwiches y dos botellas de cerveza.
Por mucho que quisiera, no podía apartar los ojos de ella. Se sintió absurdo, casi como un acosador acechando en un callejón oscuro. Su mente voló y empezó a imaginar de cuántas maneras haría el amor con ella si surgía la oportunidad.
Qué demonios. Él haría que la oportunidad surgiera. En algún momento durante el vuelo. Uragan tenía razón. Le pediría una cita, la llevaría a cenar a uno de los restaurantes súper caros que había en Las Vegas, a un espectáculo de algún hotel y, después, subirían a la suite y follarían como conejos.
Seguro que no le decía que no. Nunca, ninguna mujer, le había dicho que no a un plan así.
—Deja de mirarla así, la haces sentir incómoda —susurró Uragan mientras ella se acercaba.
—¿Así? ¿Cómo?
—Como si fueses a devorarla. Estás de un intenso que das miedo, tío. ¿Amor a primera vista?
—Olvídame.
Se obligó a girar el rostro y mirar por la ventanilla. El aroma a fresas y vainilla flotaba en el aire, más intenso a medida que ella se acercaba. Tuvo que contener un estremecimiento cuando oyó la bandeja chocar contra la mesa baja que tenía delante, y el ruido del cristal de las botellas de cerveza al chocar entre sí.
—Muchas gracias —dijo Uragan—. ¿Me permite una pregunta? Mi hermano quería saber si…
—Si la comida tardará mucho —intervino Rael con voz cortante. A saber qué se disponía Uragan a preguntar en su nombre, pero viendo la risita entre dientes que soltó con su reacción, se imaginó qué camino llevaba. Maldito sea mil veces.
—En seguida estará lista, caballeros —contestó Meryl, extrañada. Hacía apenas cinco minutos que lo había dicho.
—Muchas gracias. No queremos entretenerla más.
Meryl se alejó con las piernas temblorosas. Dios. Si su presencia imponía, su voz, oscura, grave y aterciopelada, todo al mismo tiempo, era como una caricia para los oídos. ¿Cómo podía ser que un solo hombre poseyera todos y cada uno de los atributos que ella soñaba en un amante?
—Te estás volviendo loca —murmuró al cruzar la cortina y sentirse sola y a salvo de nuevo—, completamente loca.
Se abanicó con una mano mientras con la otra se apoyaba en el poyo de la diminuta cocina de a bordo, donde estaba sirviendo en platos adecuados el catering de lujo que la aerolínea tenía siempre dispuesto para sus clientes. Inclinó la cabeza hacia adelante y cerró los ojos.
¿Podía ser que Uragan estuviera a punto de insinuar que su hermano estaba interesado en ella? ¿Y que este se sintiera avergonzado por ello, y por eso lo interrumpió?
—Te estás imaginando cosas.
Se irguió, sacudiendo la cabeza, y se pasó las manos por el pelo para comprobar que el moño seguía impoluto y en su sitio.
Además, se lo imaginara o no, no importaba. Era una profesional y la principal regla que la mantenía lejos de problemas, era que no se citaba con clientes de la aerolínea.
Rael Freesword era un cliente habitual y, por lo tanto, estaba fuera de su alcance.
0 comentarios:
Publicar un comentario