Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Nirien. Fuego. Prefacio y Capítulo uno

  


Prefacio


—Han pasado tres meses y no hemos averiguado nada.

Los cinco hermanos estaban en el despacho de Rael, sentados en los sofás. Él estaba de pie, con los brazos cruzados y el trasero apoyado en la mesa, mirándolos con el ceño fruncido y los ojos castaños veteados de dorado entrecerrados.

—Es como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

Uragan se revolvió, incómodo. Se echó hacia adelante y apoyó los codos en las rodillas. Era el más alto y musculoso de los cinco. Con su pelo rapado al uno y sus ropas estilo militar, parecía un mercenario fuera de lugar.

—Ha de haber algún rastro en alguna parte —insistió Rael—. Estamos en la era digital, siempre hay un rastro que seguir, por pequeño que sea.

—Pues no es así —intervino Nirien. Estaba, como siempre, vestido de negro de pies a cabeza. Los únicos colores que llevaba encima eran el rojizo de sus ojos inquisitivos y su melena arco iris, recogida en una coleta alta—. Parece que sabe ocultarlo muy bien.

—No sé por qué estáis empeñados en encontrarla —rezongó Xemx. Más que sentado, estaba tirado sobre el sofá, con las piernas apoyadas sobre la mesa de café. Llevaba unos vaqueros desgastados y los pies embutidos en unas botas de motero. La camiseta negra lucía un enorme «fuck you» sobre una mano que mostraba el dedo corazón—. Dejadla en paz.

Rael miró el rostro de su hermano. La cicatriz que Xemx lucía en la mejilla derecha tembló un poco, señal de que no estaba tan relajado como quería parecer.

Hablaban de Qualba, su hermana, que hacía varios meses que había huido, abandonando a su familia y a Lesta, su pareja.

En realidad, ninguno de ellos eran realmente hermanos. Eran ninsabu, y habían nacido en un lejano planeta llamado Ilkap; eran una nueva raza de soldados creados en unos laboratorios de bio ingeniería genética, y estaban destinados a poner fin a la interminable guerra que había asolado su planeta natal. Pero, antes de que pudieran conseguirlo, Ilkapt saltó por los aires, destruyéndose, siendo ellos los únicos que lograron escapar a bordo de una nave que los trajo hasta la Tierra.

—¿No te olvidas de la situación en la que nos encontramos? —lo atajó Lesta, molesto por la indiferencia mostrada por Xemx—. Hay un grupo de chalados que quieren vernos muertos. Qualba debería estar aquí, donde podemos mantenerla a salvo.

—Y para que esté a tu alcance,¿no? —Uragan apretó los puños mientras le dirigía a su hermano una mirada asesina—. Para poder seguir torturándola a placer.

La relación entre Lesta y Qualba había sido de abuso constante por parte de él. Lesta, con una mente hiper desarrollada, tenía un carácter inestable y muy propenso a los estallidos de violencia. Sus creadores temieron que llegara a convertirse en un verdadero peligro para ellos, y crearon a Qualba con la única finalidad de mantenerlo estable y que no desarrollara alguna psicopatía. Qualba, condicionada desde el mismo momento de su concepción en el laboratorio, fue su fiel esclava durante muchos años, soportando abusos y torturas sin ser capaz de pedir auxilio a sus otros hermanos. 

—Sabes perfectamente que no. —Lesta desvió la mirada y la fijó en la alfombra del suelo, avergonzado. Sabía que sus hermanos jamás le perdonarían todo lo que había hecho, y que solo le soportaban porque él era el único capaz de convertir la tecnología extraterrestre en algo compatible con la existente en la Tierra—. No desde que…

No pudo seguir hablando. El recuerdo de lo que él mismo había sufrido a manos de sus secuestradores estaba muy presente en su mente. Las torturas, el dolor, la angustia de no saber qué le deparaba el minuto siguiente. ¿Moriría aquella mañana? ¿Al día siguiente? Las risas de sus torturadores estaban grabadas a fuego, al igual que sus propias súplicas. ¡Había llegado a rogar tantas veces por su propia muerte! Su mundo se redujo a las cuatro paredes de su celda y a la oscuridad que lo rodeaba. Un mundo sin esperanza.

Apretó con fuerza el bastón en el que tenía que apoyarse para caminar y rechinó los dientes. Jamás volvería a ser el mismo. Quizá su cuerpo se recuperara del todo con el tiempo, al fin y al cabo, una de sus muchas alteraciones genéticas estaba destinada a proporcionar a los ninsabu inmunidad a cualquier virus, gérmen o bacteria, y una aceleración de la curación de las heridas. Pero su mente… su mente permanecería herida por el resto de su vida, con sus propios gritos y súplicas mezclados con los de Qualba.

«La culpa es una auténtica mierda», pensó.

—Eso es lo que dices tú, que desde que viviste en tus propias carnes lo que le hiciste a Qualba, no serías capaz de repetirlo. Pero yo no te creo, Lesta.

Uragan, que había estado muy unido a su hermana hasta el punto de que había provocado unos celos irracionales en Lesta, jamás le perdonaría. Lo mantendría vigilado constantemente, buscando una excusa para matarlo. Lesta sabía bien que, si lo habían rescatado y seguía con vida, se debía únicamente a Rael, que los había convencido de que era imprescindible para Ninsatec.

—Basta, Ur. —La voz autoritaria de Rael puso fin a aquella conversación—. Debemos centrar nuestros esfuerzos en encontrarla. A ella y al coronel Mikkelstone.

—Tampoco tenemos nada sobre él. —Era Nirien el que habló—. Solo el nombre y la descripción que Lesta hizo después de ser rescatado. No hay ningún archivo sobre él en el Pentágono, ninguna mención, nada en absoluto, como si no hubiera existido nunca.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Rael, exasperado—. Tenemos cientos de millones de dólares invertidos en equipos informáticos, ¿y no has encontrado ni siquiera una foto de él?

—Ya te digo que no hay nada. Ni fotos, ni su nombre en algún informe. Nada. He rebuscado hasta en los rincones más absurdos, y desencriptado archivos secretos. Ni siquiera en la dark web se le menciona. Es un auténtico fantasma.

—Si es un militar retirado, ha de haber algo en alguna parte —insistió Lesta.

—¿Y cómo sabes que es un militar retirado? —lo atajó Uragan—. Lo único que tenemos es tu palabra. ¿Cómo sabemos que no te lo has inventado todo? Sigo creyendo que tú eres el Boss que está detrás de toda esta conspiración contra nosotros, y que tu finalidad es hacerte con el control total de Ninsatec.

El Boss, se suponía, era un extraño y desconocido personaje que estaba detrás de los atentados que los hermanos habían sufrido y del secuestro de Lesta. El coronel Mikkelstone trabajaba para él y tenía a un grupo de mercenarios a sus órdenes que ya habían intentado matarlos

—Y yo sigo pensando que eres estúpido —lo contraatacó Lesta, mirando a su hermano con los ojos azul tormenta relampagueando—. ¿De veras crees que ordené mis propias torturas?

—¿Y por qué no? Estás completamente chalado —exclamó con desprecio—. A saber qué pasa por tu mente enferma…

—¡Basta! —Rael se irguió con toda su estatura e impuso orden antes de que la discusión les llevara a un estallido de violencia inútil e improductiva—. Discutiendo entre nosotros no vamos a llegar a ninguna parte.

—No vamos a llegar a ninguna parte de ninguna manera. Y yo tengo cosas más importantes que hacer que perder el tiempo en esta absurda reunión para decirnos que seguimos sin tener nada. —Uragan se levantó y se encaminó hacia la puerta—. Voy a tomarme el día libre. Estoy harto. 

Pasó por delante de Lesta sin mirarlo y se fue dando un portazo.

—Creí que enamorarse de Jen habría suavizado su carácter —se burló Xemx, levantándose también—, pero ya veo que sigue igual de arisco que siempre. Bueno, si esta reunión se ha terminado…

—Largaos —dijo Rael, consciente de que nadie quería seguir después de aquello—. Pero seguid buscando. Ha de haber algún indicio por alguna parte. Sed creativos.


«Sed creativos». 

Qué gracioso podía llegar a ser Rael cuando se lo proponía. Nirien casi dejó ir una risa seca mientras se metía en el ascensor, camino del C.C., o Centro de Control, el lugar desde el que vigilaban toda la ciudad de Belt. Con Uragan ausente, le tocaba a él hacerse cargo del trabajo.

«¿Cómo demonios voy a ser creativo? Mikkelstone es un puto fantasma. ¿Cómo se puede buscar a un fantasma?».

Su rostro no aparecía en ningún lado; aunque había usado el software de reconocimiento facial más preciso que existía, desarrollado en la propia Ninsatec, no había obtenido resultados. No solo había buscado en los archivos del pentágono, sino que había ido más allá. Con un software de rejuvenecimiento y gracias al retrato robot que habían obtenido de Lesta, había creado varias imágenes del coronel en diferentes etapas de su vida, desde la infancia hasta la actualidad, y había puesto a trabajar todo el sistema informático de Ninsatec.

No había encontrado ningún rastro. Ni en redes sociales, archivos escolares, universitarios, bibliotecas, departamentos de tráfico… Había hackeado el Pentágono, la CIA, la NSA, el FBI… Incluso había ido más allá, expandiendo su búsqueda por todo el mundo, buscando aunque fuese una pista ínfima. Le hubiera bastado una foto de un Mikkelstone de quince años haciendo una barbacoa en el patio de un antiguo amigo para poder tirar del hilo. Pero no encontró nada. Algo completamente imposible en un mundo gobernado por la tecnología digital, en el que podías encontrar cualquier información de cualquier persona con un solo clic.

¿Quién demonios era aquel tío? ¿Y cómo había conseguido hacer desaparecer todo rastro de su existencia?

El ascensor se detuvo silenciosamente y Nirien salió de él, adentrándose en el C.C. El turno había empezado a las seis de la mañana y sus hombres estaban concentrados en su trabajo. Un software controlaba las cámaras de vigilancia de la ciudad, alertando de cualquier movimiento o comportamiento extraño. En Belt no solía haber problemas. La mayoría de sus habitantes eran científicos entregados a su pasión, pero sus familias eran otra cosa. Había adolescentes impulsivos que, de vez en cuando, provocaban algún problema, pero nada realmente grave o importante. Todos se sabían vigilados y, aunque se comportaban con naturalidad, eran muy conscientes de que ningún crimen pasaría desapercibido a los ojos electrónicos.

Hasta se había infiltrado en las cámaras de tráfico de Las Vegas. El instinto le decía que Mikkelstone estaba muy cerca, vigilándolos, y era muy probable que se hubiera instalado en la cercana ciudad, atestada constantemente de turistas. Su grupo había tenido una célula operando desde allí, y aunque habían acabado con algunos de sus hombres, era posible que hubiese más. 

De pronto, tuvo una idea, y se quedó inmóvil ante la puerta de su despacho.

«Soy estúpido —se dijo—. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?».

Debería darse de tortas, por idiota. Sí que había un hilo del que tirar, después de todo: los hombres que habían matado en la incursión al bar, cuando buscaban a Lesta. Sabía sus nombres y, si los investigaba a fondo, seguro que daría con más miembros del grupo. Y, encontrándolos a ellos, acabaría por encontrar al coronel.


Capítulo uno



La luna se recortaba en el cielo, una esfera casi perfecta rodeada de un manto de estrellas que titilaban sobre la oscuridad. Por la noche, el cielo del desierto era un espectáculo deslumbrante, incluso si se admiraba desde una de las calles de Belt, cuya contaminación lumínica atenuaba el brillo de los astros.

El merodeador se llenó los pulmones de aire, haciendo una larga inspiración, para soltarlo poco a poco. El corazón le retumbaba bajo el pecho y el nerviosismo por lo que estaba a punto de hacer, hacía que sus manos temblaran ligeramente a causa de la expectación. Se sentía como un niño a punto de abrir un regalo largamente esperado.

El viento del desierto llegó hasta él convertido en una ligera brisa que meció los árboles de la cercana plaza, a pesar de los muros de protección que rodeaban la ciudad, manteniéndola aislada del exterior. Unos muros que, al igual que las cámaras de seguridad de las calles, o de los aparatos que inhibían la señal de los teléfonos móviles, servían para proteger todos los secretos que se ocultaban en los laboratorios de Ninsatec.

El merodeador caminó en silencio hacia la plaza. Eran las nueve de la noche, los comercios ya habían cerrado y los camareros del restaurante se apresuraban a recoger las mesas de la terraza que habían quedado libres, amontonándolas a un lado, dando un mensaje inequívoco a la única pareja que todavía estaba sentada.

El hombre no era tan alto como sus hermanos, pero su porte atlético, su ropa negra y su pelo de múltiples colores, siempre lo hacían destacar sobre el resto. En cambio, ella era mucho más anodina, con un ordinario pelo castaño recogido en un moño tirante, y un insulso traje chaqueta. Ni siquiera sus zapatos de vieja, planos como una barca y de cordones, llamaban la atención si no era para dar pena.

El merodeador los observó y apretó los puños con rabia. Se quedó allí unos minutos, examinándolos como si fuesen ratas de laboratorio, hasta que la pareja por fin se levantó y se encaminó hacia la bocacalle más alejada. Charlaban animadamente y la risa de ella le llegó transportada por la brisa. Él se le unió al cabo de pocos segundos con una carcajada que le retumbó en los oídos como un chirrío molesto, un sonido que le pareció de lo más vulgar.

«Ríe mientras puedas», pensó, con una mezcla de ira y euforia por lo que estaba a punto de hacer.

Se apartó de la pared en la que había estado apoyado y caminó por las calles desiertas, alejándose de la plaza y del restaurante. Eran calles pulcras, con edificios de muros blancos, jardines perfectos y flores coloridas. Sus pisadas silenciosas no perturbaron la paz ni el silencio. A aquella hora de la noche, todo el mundo estaba en sus casas, cenando, viendo la televisión o preparándose para irse a dormir. A aquella hora, Belt era suya.

Un empleado que se había quedado a trabajar hasta más tarde, caminaba bajo la luz de las farolas dando grandes zancadas mientras murmuraba algo entre dientes. Era joven, de unos treinta años, aunque su espalda encorvada y las canas que se adivinaban en su cabeza lo hacían parecer más viejo.

«Hola, Richard, ¿trabajando hasta tarde, como siempre?». La voz burlona de su cerebro sonó igual de sarcástica que si lo hubiese pronunciado en voz alta. 

El merodeador lo observó acercándose a él mientras una sonrisa le iba ensanchando paulatinamente los labios. Se quedó quieto bajo la farola y cuando pasó junto a él sin percibir su presencia, dejó ir una risa contenida.

El hombre se paró un segundo, extrañado, y alzó la mirada para observar a su alrededor: le había parecido sentir una respiración en el cuello. Pero la calle estaba desierta, no había nadie allí, así que se encogió de hombros, murmuró algo entre dientes y siguió su camino, perdido en sus pensamientos.

El merodeador sonrió, complacido, y se giró hacia la cámara de vigilancia que apuntaba directamente hacia él. Alzó una mano y la sacudió, saludando, antes de reemprender su camino tras el hombre que se alejaba.


***


Belt era preciosa de noche. Las luces de la calle, de un tono amarillento muy suave, le daban un aire irreal. La pulcritud de sus calles, los pequeños parterres de flores, las fachadas limpias y encaladas de blanco, el suave empedrado del suelo, los árboles que lucían lustrosos y los jardines delanteros con el césped perfecto, hacía que pareciera que paseaban por un escenario de película, con cada pequeño detalle ocupando su sitio correcto. Y el cielo, plagado de estrellas que parpadeaban, era como un techo mágico que los arropaba.

Nirien nunca se había dado cuenta de ese hecho, hasta el momento en que empezó a verlo todo de nuevo a través de los ojos de Myriam. Para él, Belt no era más que un lugar que habían construido con el único propósito de mantenerse a salvo del resto del mundo y de proteger la nave en la que él y sus hermanos habían llegado a la Tierra, y que se mantenía oculta a muchos metros bajo la misma superficie sobre la que estaban paseando.

Miró a su acompañante. La doctora Myriam Sloan todavía lucía un atisbo de la sonrisa que le había provocado su último comentario sobre la película que habían ido a ver. Era extraño cómo habían terminado siendo amigos, teniendo tan poco en común, pero no podía evitar sentirse atraído por ella. La consideraba una mujer guapa, aunque ella no hiciese nada por resaltar ese hecho. Al contrario, era una profesional que había ido a Belt a desempeñar un trabajo, y parecía que ese era el mensaje que se empeñaba en transmitir a través de la forma en la que se vestía y arreglaba. No es que fuese desaliñada, ni mucho menos. Iba tan pulcra como las calles que pisaban, con su traje chaqueta gris, tan insípido como el cemento, y siempre llevaba el pelo castaño recogido en una coleta o un moño apretado sin que un solo mechón escapase a su control.

«Tan distinta a Nayär…», pensó.

El corazón le dio un vuelco y lo sacudió un pinchazo, como si alguien lo hubiese pellizcado con saña, igual que siempre que recordaba a su antiguo amor. El cargo de conciencia que arrastraba por ella seguía tan latente como el primer día aunque debía admitir que, desde que Myriam había llegado a su vida, algo había cambiado.

—¿Qué te apetece hacer mañana? —le preguntó, intentando quitarse de la mente aquellos malos recuerdos.

—Trabajar, por supuesto —contestó ella con una sonrisa pícara.

—Ja, ja. Me refiero a cuando termines, ya lo sabes. ¿Cine? ¿Paseo? ¿Bolos?

Miryam se dio un golpe suave en la barriga y arrugó el ceño.

—Estás interfiriendo en mi agenda, ¿lo sabías? Después del trabajo y antes de cenar, siempre pasaba una hora en el gimnasio, pero desde que te conozco, has alterado mis rutinas, y mi barriga y mis músculos se están resintiendo. A este paso, voy a ponerme fofa como una almohada.

—Pues yo no he notado que hayas engordado ni un ápice. —Nirien se encogió de hombros. Su cuerpo seguía tan atlético como el día que la había conocido—. ¿Qué te parecería si iniciásemos un nuevo hábito? Ven al gimnasio de la mansión cada día, te entrenas conmigo, y después salimos a cenar.

—¿Y que todo el mundo todavía cuchichee más a nuestra costa? No, gracias. Bastantes habladurías corren ya.

—Que hablen lo que quieran. Somos amigos, ¿no? No tenemos nada de lo que avergonzarnos.

—En eso tienes toda la razón, pero no estoy acostumbrada a que haya rumores sobre mí. Siempre me he esmerado en mantener un perfil bajo en cuanto a cuestiones sociales relacionadas con el trabajo. Es todavía demasiado común que asocien el ascenso profesional de una mujer con actividades que nada tienen que ver con su buena labor, y ya hay compañeros que creen que tu hermano me ha puesto al frente del departamento solo por mi relación contigo, y eso no me gusta.

—Pero tú sabes que no es así. Rael jamás dejaría que algo así influyese en una decisión tan importante. Y todos aquí deberían saberlo ya a estas alturas añadió con desprecio.

—Quizá, pero el ser humano es envidioso por naturaleza, y cuando es presa de la frustración por no haber conseguido sus objetivos, tiende a echarle la culpa a otros por interferir en su camino. Desgraciadamente, la comunidad científica no se libra de ello. Podemos gritar a los cuatro vientos que la racionalidad es la que controla nuestros actos, pero en el fondo somos tan irracionales como el resto.

—No tienes muy buen concepto de la humanidad, por lo que veo.

—¿Y tú, sí?

—Bueno, la verdad es que todavía no he llegado a una conclusión porque es muy difícil generalizar. Si te tomo a ti como ejemplo, tendría que decir que la humanidad es perfecta. —«Pero si tomo de ejemplo a la gente que ha intentado matarnos y que secuestraron a Lesta…». No terminó aquel pensamiento porque la carcajada de Myriam lo interrumpió.

—No digas bobadas, yo no soy perfecta, en absoluto.

—Bueno, a mí me lo pareces.

Hubo unos minutos de silencio después de aquella confesión. Myriam se replegó en sí misma, algo que hacía habitualmente cada vez que Nirien dejaba ir un cumplido. Lo miró de soslayo y, por enésima vez, un cosquilleo agradable se le instauró en el estómago. Su amigo era un hombre muy guapo y sexy, a pesar de la extravagancia de su largo pelo teñido a mechones de colores. Sus ojos castaños rojizos fulguraban a veces cuando la luz incidía en ellos en un ángulo específico, sobrecogiéndola siempre. Era alto y delgado, pero los músculos que se adivinaban debajo del largo abrigo que siempre llevaba puesto estaban muy bien definidos, y su manera de caminar le recordaba a los grandes felinos de África.

Nirien le gustaba. Mucho. Se sentía atraída por él igual que el hierro es atraído por un imán, pero tenía claro que jamás permitiría que entre ellos surgiera algo más que una simple e inocente amistad. Las relaciones entre jefe/empleada no solían terminar demasiado bien y, aunque no se imaginaba a  Nirien siendo vengativo después de una ruptura, no quería arriesgarse. Llegar a Ninsatec le había costado demasiado esfuerzo como para echarlo todo por la borda a consecuencia de una aventura sexual, por mucho que le apeteciera retozar entre las sábanas con él.

«Quizá ni siquiera debería permitirme ser su amiga», se dijo con cierto regusto amargo. Pero no podía evitar aceptar cada vez que le proponía salir porque con él estaba descubriendo de nuevo qué era divertirse de verdad, reír a carcajada limpia como si no tuviese preocupaciones, y dejar que pasaran los minutos sin sentir la presión de las obligaciones. 

Durante toda su vida, Myriam se había centrado en sus objetivos sin dejar que nada interfiriera en ello. Primero fueron sus estudios; después, su carrera profesional. Cuando le llegó la oportunidad de entrar a trabajar en Ninsatec, ni siquiera se lo pensó antes de aceptar. ¡Era un auténtico sueño! La empresa más puntera en casi todas las ramas tecnológicas, quería que ella entrara a formar parte de su equipo de I+D de telecomunicaciones. Había pasado muchos años en un departamento anodino, investigando sujeta a presupuestos austeros y a la interminable burocracia, a exámenes periódicos de su trabajo y a una falta casi total de libertad intelectual.

Estaba segura de que en Ninsatec iba a ser diferente. Todo el mundo sabía que el sector privado era mucho mejor, aunque presionasen para obtener resultados que pudieran comercializarse.

Todavía recordaba el primer día que había llegado a Belt, y lo sobrecogedora que le resultó la imagen de la ciudad, con la torre de cristal alzándose sobre ella. Su entrevista con Lesta Freesword, un hombre tan frío y distante que le puso los pelos de punta; y su encuentro con la ahora ausente Qualba Freesword, que resultó ser todo lo contrario y que le proporcionó una bienvenida cálida y agradable consiguiendo que se sintiera como en casa.

—Entonces, ¿qué dices? ¿Nos vemos mañana?

Habían llegado a la puerta del edificio en el que vivía. Myriam se quedó quieta ante la puerta y se giró para mirarle. Sus ojos refulgían con una calidez que la atraía y deseó poder sentirse arropada por ella. ¿Cómo sería sentir sus brazos rodeándola? Alzó la mirada y, durante un instante que le pareció eterno, sus miradas se quedaron atrapadas. Vio la nuez de Nirien bailar en su cuello cuando tragó saliva y una urgente necesidad de besarlo se apoderó de ella.

—No, lo siento. Buenas noches.

Puso la palma sobre el cerrojo electrónico y, cuando la puerta se abrió, se precipitó en el interior, huyendo del leve atisbo de decepción que había visto en los ojos de Nirien.

 

Nirien suspiró en cuanto la puerta se cerró. Dejó caer los hombros, abatido, y la brisa nocturna revolvió su pelo haciendo que un molesto mechón le cayera sobre el rostro. En un acto impulsivo, sacó del bolsillo la goma que siempre llevaba allí y, con brusquedad, se hizo un moño descuidado.

¿Qué diablos le pasaba? Myriam era una mujer genial, con ella se lo pasaba muy bien, y había estado a punto de estropearlo todo cuando sintió el impulso de besarla. Pero, ¡es que hacía tanto que no sentía algo igual! Su corazón revoloteaba cada vez que la veía aparecer, con su andar seguro, la frente alta y esa sonrisa que le iluminaba el rostro. 

Sus ojos bailaban divertidos cuando reparaba en él, y solo había habido una persona en su vida que hiciese algo semejante: Näyar.

En aquella época, él todavía era «Fantasma», el nombre por el que le llamaban por su piel pálida y su pelo blanco, un pelo que se encargaban de raparle a menudo porque ponía nerviosos a los soldados que lo custodiaban. Näyar era una simple enfermera, o eso creía él, y formaba parte del personal de la base militar en la que vivían y se entrenaban. Cuando acababan en la enfermería después de un entrenamiento, algo que sucedía con frecuencia, les atendía con esmero y mostraba por ellos un respeto que nadie más ofrecía. Para todos, sus hermanos y él eran unos engendros, unas cosas, unas máquinas que solo servían para matar. El haber sido creados en un laboratorio los convertía en objetos, una propiedad, y no merecían más respeto que una pistola, un fusil o un explosivo.

Pero Näyar era diferente. Ella hablaba con ellos, se interesaba más allá de su simple cometido. Incluso bromeaba.

Y sus ojos bailaban de alegría cuando lo miraba.

Jamás se dijeron una palabra al respecto, pero Nirien estaba convencido de que también había llegado a amarlo tanto como él a ella. Lo sentía en la manera en que lo miraba, o cómo se demoraba en apartar las manos cuando tenía que tocarlo por algo. Pasaba con delicadeza los dedos sobre su piel, apenas un roce, mientras le curaba las heridas, y sus mejillas se encendían con un rubor delicioso.

Incluso habían podido mantener alguna conversación corta, como el día en que le dijo que él le parecía muy guapo y que no debía avergonzarse de su pelo. Por ella, lo llevaba largo. Por ella, lo teñía de mil colores. Porque así le había dicho que le gustaría que lo llevara.

Pero Näyar desapareció de la base en cuanto empezó a correr el rumor de que Fantasma estaba enamorado de ella. Porque no era una enfermera cualquiera, porque era una dama que pertenecía a la familia Gaqli tal—Gisem, la misma familia que gobernaba la ciudad que llevaba su nombre; la misma familia en cuyos laboratorios se había desarrollado la técnica que les había creado; la misma familia a la que él y sus hermanos pertenecían.

Y estaba prometida al coronel que dirigía con mano de hierro la base en la que se entrenaban.

Cuando consiguieron escapar de Il—kapt antes de que el planeta estallara por los aires, hacía años que no sabía de ella. Un año después de su desaparición, uno de los soldados que los custodiaban le hizo saber, entre risas divertidas y palabras obscenas, que la dama Näyar había cumplido con su obligación de darle un heredero a su esposo y protector. Fue la primera y única vez en que Nirien tuvo la tentación de dejar que su poder estallara y arrasara con todo. Se imaginó el fuego saliendo de sus manos, propagándose por las instalaciones, calcinándolo todo a su paso, extendiéndose al resto de la ciudad. Sería un espectáculo digno de verse. Y también fue la primera vez que se preguntó por qué seguían allí. Con sus poderes, los seis hermanos podrían escapar. Nadie podría detenerles. Rael haría temblar la tierra, Uragan haría que el viento los aniquilara, Xemx podría inundar la burbuja en la que vivían con las aguas putrefactas y venenosas del exterior, y él haría que el fuego terminase el trabajo. Cualquiera de las otras ciudades estado de Il—kapt los acogería encantados porque tenerlos de su lado, los llevaría a una victoria segura y terminaría con la guerra que lo había devastado todo. Lesta llevaría consigo todo el conocimiento de la familia Gaqli y lo pondría al alcance de quien los acogiera.

Pero Qualba hizo su trabajo. Le puso la mano en el hombro y, con ese simple contacto, toda la rabia se disolvió, convirtiéndose en polvo inerte.

Por eso no escapaban. Por eso no se rebelaban. Porque Qualba siempre estaba allí para cumplir con su cometido y mantenerlos a raya. Incluso aunque no lo deseara, porque no podía evitar ser lo que era, la pacificadora, el alma que los mantenía unidos y dóciles.

Siempre había recordado a Näyar como el amor de su vida, un amor que no había podido ser pero que atesoraba en su corazón porque le recordaba que era mucho más que un soldado, un ser creado para luchar y matar en una guerra interminable. 

Pero desde la aparición de la doctora Myriam Sloan, su recuerdo había empezado a ocupar un segundo plano.

Al principio, había sido algo casi imperceptible. La sorpresa de descubrirse sonriendo al recordar su mirada o el sonido de su voz. El hechizo de esos pequeños gestos que lo hipnotizaban, como la manera en que tenía de inclinar ligeramente la cabeza cuando se concentraba, o el mohín que hacía con los labios cuando el café era demasiado suave; la forma distraída en la que enrollaba un mechón de pelo en sus dedos cuando leía algún informe con atención, o el modo en que cerraba los ojos cuando saboreaba un buen trozo de tarta de chocolate.

Todos esos momentos habían hecho que se fuese enamorando de ella poco a poco, casi imperceptiblemente, y que sintiese que un minuto pasado lejos de ella era un minuto de su vida que había malgastado.

Pero no se atrevía a decirle nada al respecto, y mucho menos, dar un paso en esa dirección. Porque si ella lo rechazaba, temía que su dolor fuese demasiado intenso y el precio a pagar, demasiado alto. Sus hermanos creían que él era el más sensato y calmado de todos, el que menos se dejaba llevar por las emociones, el más prudente, que todo lo analizaba antes de tomar una decisión; pero no sabían que el fuego que corría por su interior era demasiado intenso y que necesitaba poner toda su atención en controlarlo, sobre todo desde que Qualba y su efecto calmante habían desaparecido. Si la ira, el dolor, o la rabia, aparecían de improviso, como aquel día en Il—kapt, podría arrasarlo todo sin llegar a ser consciente de ello.

Y eso le producía un terror inimaginable.

«Debería apartarme de Myriam, —pensó mientras caminaba por las calles de Belt en dirección a su hogar—. Debería hacer como Qualba, abandonar Belt e intentar recomponerme sin pensar en nada más que en mí mismo. Olvidar a Myriam, a Näyar, todo. Pero no lo haré, y menos ahora que mis hermanos me necesitan. Quizá cuando todo esto acabe y la gente que quiere destruirnos esté pudriéndose en el desierto, tenga el valor suficiente para hacerlo».

Mientras tanto, era consciente de que sería incapaz de apartarse de la doctora Sloan. Seguiría buscándola y acudiendo a ella como la polilla busca la llama, a pesar del riesgo de quemarse las alas y morir.




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