Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Mi dulce sumisa. Capítulo uno.





A Brian Lincoln no le gustaban demasiado las fiestas de empresa. Eran eventos en los que se reunía demasiada variedad de gente, y donde se veía obligado a socializar. No es que las personas le disgustaran, pero la mayoría eran molestas y ruidosas, y no tenía interés alguno en conocerlas. Pero uno de sus mejores amigos, Michael Horns, lo había invitado, y la firma de abogados de la que era socio representaba a su propia empresa siempre que entraban el litigios.



Se movió por la sala de fiestas, adornada con toda clase de cosas doradas: globos, espumillones, cenefas colgando del techo, velas… Los hombres vestían con esmoquin de riguroso negro, pero las mujeres todas llevaban un vestido dorado, pues esa era la temática que los organizadores habían escogido: el color dorado. ¿Había una temática más absurda y sosa que esa? 

Suspiró con desgana, llevándose a los labios la copa de champán para darle un sorbo. 

¿Qué diablos hacía allí? Buscó con la mirada a Michael, con la intención de saludarlo para hacerle saber que había asistido, y largarse de allí inmediatamente después. Lo encontró cerca de la barra, rodeado de mujeres, como siempre. El pelo dorado de su amigo hacía juego con los vestidos brillantes a su alrededor, de todos los tamaños y formas: largos, cortos, estrechos, vaporosos, escotados, recatados… 

Cuando lo vio venir, su amigo se deshizo de ellas y se acercó hasta Brian tendiéndole una mano para saludarle. 

—¡Brian! Al final has podido venir… 

—Y no sé qué hago aquí. Sabes que este tipo de fiestas no me gustan demasiado. 

—Lo sé, lo sé, pero es que hoy ha ocurrido algo extraordinario y tenía que contártelo —replicó ensanchando la sonrisa con un toque de pícaro, como si él supiese algún secreto retorcido que Brian no. 

—Existen los teléfonos —rezongó—. Pero me alegro de verte, después de tanto tiempo. 

—Sí, muchos meses. La última vez fue en el Dangeons; estuviste de espectador cuando tuve la sesión con aquella sumisa que resultó ser todo un descubrimiento. —Brian asintió. ¿Cuánto hacía de aquello? ¿Seis meses? El tiempo pasaba volando—. ¿Por qué no has vuelto a ir? 

Brian se encogió de hombros, desganado. 

—Ya sabes, demasiado trabajo. 

—El exceso de trabajo no te había impedido nunca disfrutar de los placeres de la vida. ¿Qué ocurre de verdad? 

Brian observó a su amigo, sopesando el decirle la verdad. 

—Que me aburro en el club, Michael. Eso es lo que pasa. Siempre están las mismas sumisas, y ya no suponen un desafío. Las conozco a todas y sé lo que les gusta y lo que no, y cuáles son sus límites. 

—Me imaginaba algo parecido. —Michael sonrió con suficiencia y le pasó un brazo por los hombros mientras se metía la otra mano en el bolsillo del pantalón—. Por eso te he pedido que vinieras. Verás: hace dos días tuve que ir a recursos humanos a solucionar un pequeño problema, y descubrí una joya escondida entre pantallas de ordenador, archivadores y montones de papeleo. Una perita en dulce de ojos celestes y pelo dorado como el sol, con mirada tímida y muy recatada en el vestir. No es mi tipo, ya sabes que a mí me gustan explosivas, pero pensé inmediatamente en ti. 

Brian miró a su amigo alzando una ceja. 

—¿Por qué pensaste en mí? 

Brian lo soltó antes de proferir una carcajada. 

—¿En serio tengo que decírtelo? Está bien, como quieras: porque es perfecta para ti. Es el tipo de mujer que a ti te gusta: menuda, delgada, tímida, vergonzosa, complaciente… Además, la he hecho investigar, y está en la situación perfecta para conseguir de ella lo que quieras. Su padre murió hace unos meses y no dejó a la familia precisamente en una buena situación económica. Las facturas del hospital son abultadas, y están en riesgo de perder la casa en la que viven. ¿Me vas pillando? 

—Sí, creo que sí —afirmó Brian curvando los labios en una sonrisa torva—. ¿Y quién es este dechado de virtudes femeninas? 

—Se llama Candy Cooper, y te aseguro que su nombre le hace justicia. Todos dicen que es una chica muy dulce que se esfuerza por agradar a todo el mundo, que ama con locura a sus hermanos pequeños, y que haría cualquier cosa por ellos y por su madre. La cuestión es: ¿cuál será su límite? 

—Voy viendo las posibilidades… 

—¡Sabía que lo harías! —Michael le palmeó la espalda mientras echaba una risotada—. Ya verás cuando la veas. Además, hay muchas posibilidades de que nadie la haya tocado antes, lo que es extremadamente raro en una mujer de veinticinco años. Sabes que tengo buen olfato para las vírgenes —se tocó la nariz con un dedo y soltó una risa entre dientes—, aunque hoy en día sean tan difíciles de encontrar como un perro con tres cabezas. 

Guapa, menuda y tímida. Brian sintió que la vieja sensación de excitación iba apoderándose de él. ¿Sería la muchacha tan especial como Michael decía? Si era así, podía ser la oportunidad que estaba buscando para deshacerse del aburrimiento mortal en el que se había sumido los últimos meses. Al menos, durante una temporada. Ardía en deseos de conocerla y evaluar su potencial. 

—¿Y vas a presentármela? 

—No. Se pone muy nerviosa cada vez que yo me acerco, cosas de ser el jefe; es mejor que lo hagas por tu cuenta. Mira —alzó una mano disimuladamente para señalar—, es esa de allí, la del vestido recto hasta las rodillas y sin escote. 

Brian siguió la dirección que marcaba el dedo extendido de su amigo y sus ojos fueron a parar a una chica que estaba apoyada en la pared, a unos metros de ellos. Tenía la mirada baja, ocupada en mirar la copa que sostenía entre las manos, como si en su interior hubiese algo extraordinario que mereciera su atención. Tenía el pelo largo recogido en un tocado muy sencillo que dejaba al descubierto uno rostro ovalado de piel rosada y un largo cuello de cisne. La repasó de arriba abajo. Era menuda, sí, con pechos pequeños y cintura y caderas estrechas, y aunque su vestido recatado resaltaba su esbelta figura, no dejaba entrever mucho más que unas piernas delgadas aunque bien torneadas. Unas piernas que quedarían perfectas si le calzaba alguno de los zapatos extremadamente altos de su colección. 

Sonrió para sus adentros, deleitándose con la imagen de ella de pie, completamente desnuda, vestida solo con unas sandalias doradas con tacón de veinte centímetros y las restricciones en sus muñecas, con el pelo suelto cayéndole sobre el rostro. 

Sintió que la polla crecía de tamaño, reaccionando a su imaginación como si realmente lo estuviera viviendo. Era una grata sorpresa después de tantos meses de sentirse como un trozo de corcho, con un miembro viril perezoso que solo le servía para mear. 

—Pídele a la orquesta que toque algo muy lento —le dijo a Michael con una sonrisa ladeada ocupándole el rostro. Dejó la copa sobre la barra, carraspeó para aclararse la voz, y caminó con decisión hacia la mujer con nombre de dulce. «Un nombre que no volverás a oír en una larga temporada, si todo sale bien», pensó, regocijándose. 

Cuando ella lo vio acercarse, las primeras notas de Thinking out loud empezaban a sonar. La voz cálida del vocalista, que imitaba bastante bien a Ed Sheeran, se derramaron por toda la sala de baile. Las luces se suavizaron, las risas y las conversaciones se atemperaron, y el ambiente se tiñó de una pátina romántica perfecta para sus objetivos. 

—Llevo rato observándote —le dijo en un susurro cuando estuvo a su lado—, y me pregunto qué les pasa a los hombres de aquí que permiten que alguien especial como tú, permanezca sola. 

Candy sonrió con timidez y aleteó los ojos con nerviosismo. Ella también lo había estado observando durante un rato, cuando una de las carcajadas del señor Hornes llamó su atención. Se quedó prendada de su estampa masculina, del aura de poder que emanaba de su presencia, que incluso eclipsaba la de su jefe. Le temblaron las manos y casi derramó la copa que sostenía. Brian la cogió con delicadeza, impidiendo que se vertiera, y llamó con un gesto a uno de los camareros que se acercó raudo a hacerse cargo de ella. 

—Vamos a bailar. 

La voz masculina, a pesar de sonar suave, le resultó atronadora. Un estremecimiento la sacudió, deslizándose por su columna vertebral y derramándose por todo su cuerpo. No quería bailar, no con él. La intimidaba de una manera que la apabullaba, pero no fue capaz de decir que no. La intensa mirada de Brian la había atrapado como una trampa aprisiona a un pajarillo, y aquella simple frase, dicha con firmeza, la obligó a coger la mano que Brian le tendía y a seguirlo hasta la pista de baile para dejar que aquellos fuertes y amenazantes brazos la rodearan. 

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Brian. No podía dejar que ella supiera su juego antes de tiempo, o huiría sin remedio. Tenía que actuar como si no supiera nada de ella, por lo menos, durante aquella velada, para considerar si realmente estaría abierta a su proposición cuando fuese el momento. 

—Candy, señor —contestó con voz queda. 

«Señor». Oírla pronunciar aquella palabra de manera espontánea fue un regalo inesperado. Sintió que su polla, ya de por sí excitada, reaccionaba aumentando de tamaño. A este ritmo, sería muy incómodo bailar. 

—Es un nombre muy bonito, tan bonito como tú. ¿Cómo es que estabas sola? 

—Yo no… no soy una buena compañía para los hombres. —Se ruborizó a causa de la vergüenza que sentía. Brian sonrió al ver el color rosado intenso cubrir su rostro—. Supongo que no les resulto atractiva y no suelen acercarse a mí. 

—Eso es porque están ciegos, o son tontos. 

—No, es solo que les gustan las mujeres más… ya me entiende —añadió en un balbuceo azorado. 

—No, no te entiendo. —Brian le cogió la barbilla con un dedo y la obligó a levantar el rostro para mirarlo—. Explícamelo. 

—Yo… —Brian la miraba con intensidad, esperando su respuesta, y Candy se vio obligada a esforzarse. Tragó saliva con nerviosismo y, cuando intentó apartar la mirada, él no se lo permitió. Le mantuvo el rostro inmóvil con una suavidad inaudita, presionando con el dedo—. No soy exuberante —dijo al fin—, y me visto como una anciana, eso dicen todos. No les resulto atractiva. 

—Lo que yo decía, son ciegos. Es evidente que debajo de esta ropa tan recatada, hay una mujer esperando a ser descubierta. Eres como un valioso regalo que ha sido mal envuelto, nada más. 

—Oh, no, no es eso, señor. Ellos saben que el regalo no vale la pena. 

—Qué inocente eres. —Brian sonrió con indulgencia y se acercó a ella, empujándola hacia él con suavidad con la mano que mantenía recatadamente en el final de su espalda, hasta que sus cuerpos quedaron pegados y fue evidente para ella la tremenda excitación que ocultaban los pantalones—. Esto, es por ti. Solo por ti —le susurró acercando tanto los labios al oído femenino, que ella pudo sentir el cálido aliento sobre la piel—. Ninguna otra mujer de esta sala ha provocado una reacción así en mí. Todas me han parecido superficiales y vacías, ninguna ha merecido que perdiera más de treinta segundos de mi tiempo en observarlas, ninguna ha conseguido que se me acelerara el corazón y me sintiera intrigado. Me intrigas, Candy, y me gustaría conocerte mejor. Mucho mejor. 

El brillo en los ojos de Brian le dijeron a Candy con claridad a qué se refería con aquello. Estaba excitado por ella, la deseaba. A ella. Entre todas las mujeres que asistían a la fiesta, la había escogido para bailar y le estaba susurrando al oído unas palabras que nunca antes había escuchado. No es que jamás se le hubieran acercado hombres con la intención de llevársela a la cama, pero ninguno lo había hecho como Brian, con palabras suaves que le erizaban la piel, con susurros quedos que le aceleraban el corazón, con una intensidad contenida que la hacía desear entregarse a él solo para verlo perder el control. 

—Es… Yo… 

—No digas nada, Candy. Simplemente disfruta de este baile entre mis brazos y piensa en la posibilidad de tener mucho más. Mucho, mucho más. 

Era perfecta, decidió Brian mientras la sentía moverse contra su cuerpo, siguiendo su guía con facilidad, aceptando con naturalidad el bailar tan pegados que su polla se rozaba contra el vientre de Candy sin ningún tipo de pudor. 

Dios, si no iba con cuidado, acabaría corriéndose en los pantalones como un quinceañero virgen. 

La guió por la pista, con la mano al inicio de su perfecto trasero, muriéndose por deslizarla sobre los tentadores glúteos, imaginándose metiéndola bajo la falda y acariciarla en el lugar secreto entre sus piernas. La tentación de arrastrarla hacia un lugar oscuro y apartado para hacerla suya fue muy grande, pero Brian nunca había sido un tipo impulsivo. 

—Apoya la cabeza en mi pecho, dulce Candy, y oirás cómo retumba mi corazón —le susurró al oído. 

Ella obedeció sin oponer resistencia, ni siquiera intentó objetar a pesar de que sabía que, al día siguiente, estaría en boca de todos. La oficinas de Hastings, Lokwood y asociados eran como un lago lleno de chismorreos y murmuraciones, y todo el mundo andaba ávido de encontrar el más jugoso y comprometedor. 

Pero estaba perdida entre los brazos de un hombre apuesto que hacía que su corazón palpitara demasiado rápido, un hombre cuyo aroma masculino conseguía que desease algo que nunca había experimentado. Un completo desconocido del que ni siquiera sabía el nombre. ¿No era una completa y absoluta locura? 

Cuando terminó la canción, Brian la acompañó de vuelta al lugar en el que la había encontrado. Le besó el dorso de la mano como si fuese un antiguo caballero, antes de acercarse a ella, intimidándola con su cuerpo mucho más grande. Posó una mano sobre la pared por encima de su cabeza e inclinó el rostro para hablarle al oído. 

—Piensa en lo que te he dicho —le susurró—. Dentro de unos días, tendrás noticias mías y te haré una pregunta. —Le levantó el rostro con el dedo para poder mirarla a los ojos. Sus labios estaban tan cerca que casi se rozaron. Se los imaginó alrededor de su polla, chupándola, con los ojos vidriosos por la lujuria. Crispó los dedos y tensó la mandíbula, conteniendo a duras penas el torrente de sensaciones que aquella imagen le provocaba—. Espero que tu respuesta sea un sí, porque no voy a aceptar otra posibilidad —dijo apretando los dientes, intentando no asustarla. 

Se alejó de ella, dejándola con el cuerpo tembloroso y con mil preguntas bulléndole en la cabeza. 

Candy sería suya, no iba a aceptar otro resultado. La tendría en sus manos muy pronto para moldearla como si fuese arcilla hasta convertirla en una perfecta esclava sexual de la que disfrutaría durante un tiempo. Hasta que el aburrimiento volviese a hacer presa de él.
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