Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Cautiva de mi Señor. Capítulo uno




Branden Ware era un capullo. Guapo, sí, eso no podía negarlo, con un aura sexy que la ponía muy nerviosa, con esos fuertes pómulos, los labios jugosos y ese cuerpazo de infarto que le quitaba la respiración. Pero un capullo, al fin y al cabo, que la había tenido trabajando hasta las tantas de la noche buscando antiguos informes y resoluciones para uno de sus casos. 

Branden era una de las estrellas en auge de la firma de abogados en la que trabajaba como archivista, Hooper, Maloney y asociados, y no entendía por qué narices tenía que ponérsele la piel de gallina cada vez que lo veía. 

—Capullo —repitió por lo bajo mientras subía las escaleras del metro. 

Eran las diez de la noche pasadas, y la calle estaba desierta. El calor empezaba a ser molesto, y Jailyn se había quitado la chaqueta y la llevaba colgada del brazo. Vestía un traje chaqueta gris clarito, el uniforme del despacho, como ella lo llamaba, con una blusa blanca y unos zapatos de salón de tacón bajo, formales pero cómodos. Subió el último escalón y respiró profundamente, cerrando los ojos durante un instante. El lunes acababa de terminar y preveía una semana larga y terriblemente aburrida hasta el próximo fin de semana. 

Enfiló la calle en dirección a su casa. Compartía apartamento en el SoHo, en una típica casa de fachada amarilla que habían dividido en pequeños estudios. Le gustaba vivir allí. A pesar de la gentrificación, el barrio todavía mantenía ese aspecto bohemio tan característico que la hacía viajar a los años setenta, cuando aquel lugar era un reducto de artistas despreocupados. El alquiler no era bajo, pero su sueldo era bastante decente y compartir los gastos con Kendra, su amiga y compañera de trabajo, lo hacía asequible. 

Sus tacones resonaron sobre el pavimento de la acera y el eco rebotó contra las paredes. Jailyn se desabrochó los dos botones de arriba de la blusa y se abanicó con la mano. Junio estaba siendo especialmente caluroso, y la ropa que la obligaban a llevar en el trabajo no era fresca precisamente. 

Pasó por delante del Victor’s, un pequeño restaurante italiano cuyo dueño estaba bajando la persiana, terminada ya su jornada. Lo saludó con una sonrisa y este se la devolvió. Solían ir allí con Kendra a menudo, sus pizzas eran de las mejores y su lasaña… mmmm. Se le hizo la boca agua solo de pensarlo. 

Giró la esquina y apresuró el paso. Ya podía ver la fachada de su casa. Se daría un baño en cuanto llegara, se tomaría una copa de vino y, si Kendra se lo permitía, se metería en la cama. Aunque podía ser que la estuviera esperando para ver el nuevo episodio de Anatomía de Grey, con un gran bol de palomitas preparado. Si era así, no tendría más remedio que acompañarla. ¡La de cosas que hacía por la loca de su amiga! 

Como acompañarla al Taboo, el club de BDSM al que se empeñó en ir el sábado pasado. Todavía se moría de vergüenza al recordar lo que había pasado en aquel tétrico lugar. De todas las personas que hubiese imaginado encontrar, desde luego, Branden Ware no era una de ellas. Pero allí estaba, vestido de una manera informal que jamás le había visto, con un pantalón vaquero y una camiseta ajustada que le sentaba como un guante, mirándola con aquellos penetrantes ojos castaños que la hacían temblar como si fuese un polllito recién salido del cascarón. 

—Capullo —volvió a musitar, como si aquella palabra se hubiese convertido en un mantra para mantenerlo alejado de su mente—. La curiosidad mató al gato, pero a ti te ha metido en una buena encerrona. 

Apenas le quedaban cien metros para llegar a su portal. Inspiró profundamente para controlar el temblor que la sacudió al pensar en lo que le había hecho y apretó la mandíbula con fuerza, decidida a quitárselo de la cabeza. Branden no era para ella. Por muy sexy que fuese, hasta el punto de babear solo al pensar en él; por mucho que ansiara volver a sentir sus grandes manos sobre su piel, y por mucho que en su mente reviviera el espectacular orgasmo que había vivido entre sus brazos, tenía que cerrar de un portazo esa diminuta parte de su vida y mantener el recuerdo bien enterrado para que no volviera a molestarla. 

Absorta en sus pensamientos, y deseosa de llegar a su casa, no se dio cuenta de la furgoneta oscura con cristales tintados que giró por la esquina y se acercó a ella por detrás, a una marcha lenta, hasta que fue demasiado tarde. El vehículo se detuvo en seco a su lado, alguien abrió la puerta lateral, y un hombre con pasamontañas saltó para agarrarla. Jailyn intentó gritar, pero una gran mano le tapó la boca con un trapo húmedo al tiempo que con la otra la agarraba por la cintura y la alzaba del suelo. Pataleó, intentando defenderse, pero el hombre era alto y fuerte, y no la soltó. La metió dentro de la furgoneta sin que ella dejara de forcejear. Le clavó las uñas en las manos y consiguió arrearle una patada en la espinilla. El hombre gritó y aflojó la mano que le tapaba la boca, momento que ella aprovechó para gritar primero y morderlo después. 

—¡Jailyn, joder! 

Esa voz, a pesar de estar distorsionada por el pasamontañas, le resultó conocida. Jailyn se quedó quieta, estupefacta. ¿Quién era? No podía recordar, pero estaba segura de que lo conocía. Intentó seguir peleando, pero su cuerpo empezaba a notar los efectos del sedante que le habían hecho respirar. «El trapo», pensó, mientras sus ojos pesados empezaban a cerrarse. El trapo húmedo que le había puesto en la boca debía estar mojado con algún tipo de tranquilizante. 

—Vaya chapuza estás haciendo, de esta nos meten en la cárcel —oyó decir a una voz masculina desconocida, con un tono divertido que le pareció fuera de lugar. 

—Cierra la boca y arranca —contestó la voz conocida, evidentemente molesto con la chanza—. No te preocupes, nena —fue lo último que Jailyn le oyó decir antes de caer en la inconsciencia. La voz estaba cargada de una ternura que no supo si permitir que la reconfortara o que la alarmara todavía más—. No voy a hacerte daño.
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