Autora de novela romántica y erótica en DirtyBooks

Xemx. Agua. Prefacio y capítulo uno.

 



Prólogo


El tren redujo la velocidad antes de entrar en la estación. El traqueteo molestó levemente a Lesta, que se frotó la pierna con la palma de la mano. Andy, el androide que lo acompañaba, tan perfecto que pasaba por humano, alzó la mirada y la fijó en él. Sus ojos castaños lo observaron con preocupación.

—¿Está bien, señor? —le preguntó. 

Lesta asintió con la cabeza mientras miraba por la ventana.

—Sí, estoy bien.

«Todo lo bien que puedo estar», pensó con amargura.

Descubrir que Boss, el «hombre» que estaba detrás de los atentados que sufrió su familia, en realidad era Qualba, fue un golpe demoledor. Pero no una sorpresa, teniendo en cuenta todo el dolor que él le había ocasionado. Durante años, abusó de ella física y emocionalmente. ¿Quién puede aguantar años de malos tratos sin acabar volviéndose loco? ¿Sin culpar a todo el mundo por el dolor que te están provocando? ¿Sin que el odio y el rencor acumulados estallen desencadenando un alud de decisiones desesperadas? ¿Sin tener la necesidad de causar en aquellos que consideras responsables, el mismo sufrimiento?

Pero la responsabilidad por los actos de Qualba era totalmente de Lesta, de nadie más, y soportaba ese peso sobre los hombros igual que el titán Atlas soportaba el del cielo por castigo de Zeus.

«¿Tu vanidad no tiene límites? —se preguntó esbozando una sonrisa agria y culpable—. Ahora te comparas con un ser divino y mitológico».

Suspiró y se frotó el rostro con la mano mientras el tren seguía su camino hacia el andén. 

—¿A qué vamos a Nueva York, señor?

La voz de Andy lo devolvió a la realidad. Apartó la mirada de la ventana para enfocarla en su acompañante.

—A cumplir con mi destino.

Su destino. Qué ridículo y grandilocuente sonaba, pero era tal y como lo sentía.

Cuando Qualba regresó a Belt después de estar desaparecida durante meses, lo hizo para rescatar a su esbirro, el coronel Mikkelstone; pero no pudo evitar la tentación de buscar a Lesta para enfrentarse a él; o, quizá, para volver a secuestrarlo. El poder que demostró tener durante el enfrentamiento lo pilló por sorpresa. Qualba jamás logró resistirse a obedecer una orden suya y, en aquel momento, no solo lo rechazó, sino que envió una andanada mental que lo dejó fuera de combate. Fue como si unas manos invisibles agarraran su cerebro para sacudirlo como un vaso de cóctel, y apretaran con fuerza para desmenuzarlo.

Jamás antes manifestó un poder semejante, y Lesta se preguntó si el hecho de liberarse del condicionamiento que la obligaba a cumplir con todas sus exigencias tenía algo que ver.

Tenía que investigarlo, aunque para hacerlo tuviese que recurrir a la información guardada en los archivos que más temía.

Cuando sus creadores los enviaron a la última misión, la misma que acabó con la destrucción de Il—Kapt, Lesta ideó un plan para huir. ¿Cómo iba a permitir que sus hermanos destruyeran una nave espacial? ¿Un vehículo que podían usar para escapar de la esclavitud que los sometía, y llevarlos más allá de las estrellas, buscando la libertad?

No podía permitirlo.

La noche anterior logró despistar a su vigilantes y acceder a los ordenadores de la base militar en la que vivían recluidos. No le costó nada derribar las defensas y penetrar en el sistema principal para robar toda la información que estaba almacenada: todas las investigaciones en marcha en todos los laboratorios de la corporación, sus planes de guerra, el desarrollo de armas, y cientos de miles de informes más. 

Incluso los que detallaban el proceso seguido para crearlos a ellos.

Lo guardó todo en un micro disco óptico y se lo llevó a la misión. Cuando llegaran a su nuevo hogar a bordo de la flamante nave que pensaba robar, toda aquella información serviría para fundar una nueva civilización, en cualquier mundo que encontrasen apto para ello.

Ninguno de sus hermanos conocía la existencia de aquel micro disco. Todos seguían creyendo que la información usada para desarrollar la tecnología de Ninsatec estaba en su propia cabeza o en los archivos de la nave que robaron.

No era el todo cierto. La mayor parte de la información utilizada la sacó de aquel diminuto disco transparente que sacó de la base escondiéndolo bajo su propia lengua.

Durante años, los archivos referidos al experimento que llevó a la creación de los Ninsabu permanecieron cerrados. Jamás se atrevió a acceder a ellos para leerlos. No quiso constatar que lo que le habían dicho sus creadores era cierto, que él era un psicópata inestable que necesitaba exteriorizar la violencia para evitar convertirse en un loco babeante que no sería capaz ni de mantener el control sobre su propia vejiga. Lo horrorizaba la idea de perder el dominio sobre su propia mente, de convertirse en un extraño para sí mismo. Pero más lo aterrorizaba descubrir que no era cierto.

Hasta lo ocurrido con Qualba.

Sentir aquel intangible poder oprimiéndole el cerebro, hurgando en su interior como tentáculos; notar cómo los hilos con los que intentaba controlar su mente se enroscaban y pegaban, minando su voluntad y su razonamiento, fue demasiado aterrador. 

La necesidad de saber más sobre su propio origen y su creación se presentó como un invitado inesperado y no pudo evitar satisfacerla. Durante las semanas siguientes hurgó en los archivos que había ignorado con miedo durante toda su vida para descubrir la verdad. ¿Qué era Qualba en realidad? ¿Qué era él? Los poderes sobre los elementos que tenían sus hermanos, ¿había sido algo planeado o un mero accidente? Sus creadores, ¿les habían contado toda la verdad, o era una mentira que escondía algo mucho más escalofriante?

«Ojalá hubiese buscado esas respuestas mucho antes», se recriminó con amargura.

Pero el miedo a la verdad era demasiado fuerte para alguien tan cobarde como él. Prefirió complacerse en el placer que recibía al hacerle daño a Qualba. Era como una droga. La inyección de poder que obtenía cada vez que ella se sometía a su voluntad era brutal. Lograba que se sintiera poderoso e imparable, algo que compensaba con creces la inseguridad y el complejo de inferioridad que lo atormentaban cuando estaba junto a sus hermanos, y se negó a renunciar a ello a pesar de las dudas que ya tenía. 

Saber la verdad le habría quitado la excusa para seguir experimentando ese subidón brutal. La verdad los habría obligado a enfrentarse a algo para lo que no estaban preparados, ninguno de ellos.

«Algo para lo que jamás estaremos preparados», aceptó, mientras se levantaba del asiento y seguía a Andy, que caminaba delante de él por el pasillo del vagón.

Una pobre excusa que no le sirvió para sentirse mejor, porque no había nada que justificara los años de maltrato que sufrió Qualba.

—¿A dónde vamos ahora, señor?

Andy interrumpió sus nefastos pensamientos. Lesta parpadeó con la intensa luz que iluminaba York Penn Station y miró a su alrededor. Cientos de personas abarrotaban el andén, moviéndose con rapidez, arrastrando las maletas.

—Necesitamos un taxi.

—Muy bien, señor.

Andy accedió al mapa de la estación a través de internet. Lesta lo supo porque notó el leve brillo metálico que iluminó brevemente sus ojos artificiales. Le bastó unas décimas de segundo para conocer el camino a seguir en aquella red intrincada de andenes, pasillos y escaleras mecánicas.

—Sígame, señor.

Lesta asintió y cerró el puño en un acto instintivo, echando de menos el bastón que había dejado sobre la cama del hotel.

No saber la verdad y aceptar las parcas explicaciones de sus creadores, fue la excusa perfecta para seguir complaciéndose en el dolor de Qualba sin sentir remordimientos. No era culpa suya ser un cabrón insensible. No era su culpa excitarse con el dolor ajeno. Era así porque así lo habían creado. La culpa era de sus creadores, que la pifiaron y no les importó, limitándose a ofrecerle una forma fácil de controlar su defecto.

«Malditos hijos de puta, —pensó, no por primera vez—. Si estuviesen vivos, los mataría con mis propias manos para hacerles pagar todo el daño que han causado».

«Y maldito tú, también», le habló la conciencia. Porque de abrir antes aquellos malditos archivos, hubiese descubierto la verdad y buscado una solución al problema.

Pero le pondría remedio. Lograrían llevar a Qualba de regreso a casa y allí, en la seguridad del hogar, teniéndola bajo control, encontraría la manera de «curarla».

No sería fácil. Antes que nada, debía demostrar al resto de la familia que ella era Boss, y por eso no estaba escondiendo su rastro. Quería que Xemx lo siguiese desde Washington. Su propio rastro lo llevaría hasta Qualba y, cuando viese la verdad, avisaría al resto de hermanos. 

Era muy poderosa, pero dudaba de que pudiese controlar con su mente a toda la familia a la vez. La reducirían sin hacerle daño, a pesar de todo lo que había hecho para dañarlos. La protegerían, incluso de sí misma, y la llevarían de vuelta a casa.

Solo esperaba que fuese a tiempo, antes de que lo matara.



Capítulo uno


En el espacio, el sonido no viaja. Da igual lo intensa que pueda ser una explosión, incluso cuando es un planeta entero el que estalla. El silencio lo envuelve todo, convirtiendo un suceso trágico y estremecedor en algo irreal, como una ilusión contemplada a través de la holovisión.

Al principio, todo parecía correcto. Mientras la nave, pilotada por la inteligencia artificial, se alejaba de Il—Kapt y se preparaba para dar el salto al hiperespacio, Xemx observaba a través de la gigantesca pantalla en la pared metálica del puente de mando, cómo su planeta iba haciéndose más y más pequeño. Era una esfera irregular y grisácea, salpicada de nubes de contaminación de un amarillento sucio moviéndose con lentitud. Le recordó a los charcos de barro con espuma radioactiva que salpicaban los páramos alrededor de su ciudad. Las cúpulas de metal que protegían las gigantescas ciudades emergían entre aquella bruma de aspecto pegajoso, confundiéndose con el plomizo del cielo.

No sintió nostalgia, ni pena. Al contrario. Un sentimiento liberador cayó sobre él como una manta, arropándolo y aliviando el más que natural miedo a lo desconocido. Fuese lo que fuese lo que los esperaba, no podía ser peor que lo que dejaban atrás. Una vida de esclavos, soldados artificiales creados en un laboratorio, obligados a luchar en una guerra eterna que estaba asolando el planeta entero; duros entrenamientos hasta que caían agotados, con el cuerpo lleno de heridas y moratones, bajo la estricta vigilancia de los guardias armados preparados para responder con contundencia al más mínimo atisbo de rebelión; noches eternas encerrados en sus celdas asépticas; los viajes constantes a la enfermería, sometidos a dolorosas pruebas médicas; y los castigos lacerantes cuando los objetivos no eran cumplidos.

Para sus creadores, para toda la gente que los rodeaba, no eran seres vivos. No tenían derechos ni se los merecían. Eran objetos propiedad de la casa Gaqli tal—Gisem, creados para la guerra, con la finalidad de derrotar a las casas enemigas y alzarse con el poder absoluto en Il—Kapt.

Por eso aprovecharon la única oportunidad que se les presentó, robando aquella nave antes de destruir las instalaciones y alzando el vuelo aún sin saber qué les esperaba.

Cualquier cosa iba a ser preferible que lo que dejaban atrás.

Xemx, al igual que sus hermanos, se sintió libre por primera vez en su vida. Todo sería mejor desde aquel momento, estaba seguro, y enfrentó el futuro con esperanza y el corazón ligero.

Hasta que el planeta estalló.

No hubo un aviso previo de lo que iba a ocurrir. Todo parecía estar bien y, de pronto, ya no lo estuvo. La superficie del planeta se fragmentó de una manera rápida y violenta, con millares de explosiones brillantes cubriéndola de repente, resquebrajándola; hasta que, en pocos segundos, explotó en el más absoluto de los silencios, convirtiéndose en una miríada de asteroides lanzados al espacio, acompañados por una visible onda expansiva, brillante y rojiza, que alcanzó su nave y la zarandeó, igual que un huracán sacude un pequeño yate sorprendido en alta mar.

Por suerte, la IA de la nave cumplió con su trabajo de una forma excepcional, esquivando las rocas que se dirigían hacia ella a gran velocidad y consiguió mantenerlos a salvo. Ni uno solo de aquellos asteroides gigantescos que, hasta hacía unos segundos, eran su planeta de origen, consiguió siquiera rozar el casco.

Cuando se alejaron lo suficiente para que la IA pudiera calcular con seguridad el primer salto hacia su destino, todos estallaron en vítores de alegría y alivio. Todos, menos Xemx. Él se quedó mirando la pantalla, justo hacia el punto en el que había estado su planeta, y oyó con total claridad los gritos de agonía de una civilización entera. Se llevó las manos al rostro y supo, sin lugar a dudas, que aquello lo había causado él con su ataque de rabia y pánico cuando se quedó encerrado por error en la sala de mando de la base militar en la que habían incursionado.

Toda la euforia que había sentido al saberse libre de la esclavitud, se esfumó, y dio paso a la culpabilidad. Había matado a millones de personas. Todas, inocentes o culpables, jóvenes, viejas o infantes, estaban muertas por su culpa. Él había liberado su poder de una manera inconsciente y salvaje con el único objetivo de escapar, había hurgado con él hasta las entrañas del planeta, destrozando los ordenadores que controlaban la base, activando sin querer la secuencia de autodestrucción, iniciando una reacción en cadena que los había llevado al desastre.

Los gritos. Los gritos silenciosos e inaudibles de millones de personas se clavaron en su mente y ya no volvieron a abandonarle jamás.


Xemx se despertó cubierto de sudor, con el grito mudo atascado en la garganta, ahogándolo. Otra noche más, otra pesadilla más. Siempre le ocurría cuando hacía demasiado tiempo que no visitaba el salón de madame Valerie. La profunda y miserable culpa que sentía por lo ocurrido aumentaba con cada día que pasaba sin castigarse.

Se levantó de la cama y fue al baño para refrescarse echándose agua fría en el rostro. Se miró en el espejo y arrugó el ceño al ver las ojeras. Cuando empezaba el ciclo con las pesadillas, cada noche dormía menos y peor, hasta acabar tan agotado que a duras penas le funcionaba el cerebro. Aquella misma noche, en cuanto   estuviese de regreso en Belt, llamaría a Madame Valerie para hacerle una visita a su local. Lo necesitaba.

Por suerte, Lesta había terminado por fin el trabajo que les llevó a Washington. Habían sido dos semanas intensas en El Pentágono instalando el nuevo software que controlaría todo el sistema armamentístico del país, y que a ellos les serviría para intentar detener el desastre que, estaban seguros, se avecinaba. 

Los últimos acontecimientos indicaban que la Tierra estaba al borde del colpaso total y sabían de primera mano qué consecuencias traía cuando ocurría algo así. Lo mismo que, siglos atrás, pasó en su propio planeta. Cuando los recursos escasean, sobreviene una guerra de todos contra todos para tener el control sobre ellos, y a ninguna de las facciones enfrentadas les importa lo más mínimo el efecto de sus acciones. Utilizan cualquier tipo de arma con tal de imponerse sobre los demás: armas químicas y biológicas, bombas nucleares y termobáricas, munición de uranio empobrecido… Todas son armas que diezman la población y envenenan el medio ambiente hasta convertirlo en un lugar en el que es imposible que la vida prevalezca.

Antes de las Guerras Blancas, Il—Kapt era un lugar muy parecido a la Tierra, con valles preciosos, vegetación y agua abundante, habitada por millones de especies animales y vegetales. Después, fue un erial venenoso con el aire irrespirable, un gigantesco cementerio en el que era imposible aventurarse sin ir debidamente protegido. La gente se vio obligada a vivir en ciudades cubiertas con cúpulas, la mayoría en una situación insostenible de pobreza y servilismo hacia las castas superiores. El aire y el agua eran reciclados constantemente, y esta última estaba racionada. No había productos frescos para cocinar. Los cultivos hidropónicos y la ganadería eran escasos y acababan en el mercado a precios imposibles, solo asequibles para los más ricos. La mayoría de la población se veía obligada a alimentarse de pequeños cubos artificiales producidos en masa en fábricas, que contenían las proteínas, vitaminas y minerales necesarios para sobrevivir, pero tenían un sabor realmente asqueroso y una textura arenosa. El crecimiento de la población estaba limitado, por lo que los nacimientos estaban sometidos a un férreo control gubernamental; nadie podía tener hijos sin un permiso especial, y solo se permitía el mismo número de nacimientos que de muertes para mantener la cifra exacta de población que la ciudad podía permitir. «Afortunadamente», la guerra producía millares de muertes al cabo del año, lo que facilitaba las cosas para las parejas jóvenes.

No querían que en la Tierra se repitiese la historia y, desde su llegada allí, trazaron un plan que lo evitase. Por eso fundaron Belt y enfocaron la mayor parte de sus esfuerzos en desarrollar tecnología eco sostenible y sistemas energéticos limpios. Y, también, de una manera furtiva y cautelosa, trabajaron en varios proyectos que les permitiese tomar el control de la situación si el desastre se convertía en algo inevitable. Belt era uno de ellos, una ciudad auto sostenible en la que vivían los científicos más brillantes del mundo, con un sistema de defensa y protección que les mantendría a salvo del resto del mundo cuando el caos lo dominase. O el sistema de control armamentístico que Lesta acababa de instalar en El Pentágono, con el que podrían evitar una guerra termonuclear que devastaría el planeta.

Xemx se quitó el pijama y se metió en la ducha, teniendo en la cabeza los funestos recuerdos. De todos sus hermanos, creía que él era el que más pensaba en el pasado. Los demás, por suerte para ellos, habían dejado atrás los recuerdos dolorosos y enfrentaban el futuro con optimismo. Rael, Uragan y Nirien compartían sus vidas con Meryl, Jennifer y Myriam, tres mujeres extraordinarias. Las amaban y eran amados. Incluso Rael estaba a punto de ser padre, un acontecimiento que jamás habían ni siquiera soñado.

Pero Xemx estaba solo, y seguiría así. No se merecía amar, ni ser amado. Estaba convencido de que ni siquiera merecía seguir vivo; no, teniendo en su conciencia la muerte de millones de personas, y seguía adelante por simple rutina. Más de una vez tuvo la tentación de poner fin a todo, pero quitarse la vida era la solución rápida y fácil, y tampoco se merecía dejar de sufrir.

Salió de la ducha con el pijama bajo el brazo y una toalla envuelta en la cintura. Tiró el pijama sobre la cama y cogió ropa limpia del armario para vestirse. La maleta yacía en la parte baja y la sacó también. La prepararía en cuanto desayunara.

Paró atención al salón de la suite mientras se ponía los pantalones. NO se oía ningún ruido procedente de allí, y era raro. A aquella hora, Lesta ya solía estar levantado y había pedido el desayuno al servicio de habitaciones. ¿Se le habrían pegado las sábanas? Salió de su cuarto sin llegar a ponerse la camiseta y cruzó la sala para llamar a la puerta de Lesta. Era extraño que Andy, el androide de vigilancia, no hiciese guardia allí, como siempre.

Una alarma empezó a zumbar en su cabeza.

Abrió la puerta del dormitorio de su hermano y entró. 

Estaba vacía.

Ni Lesta ni Andy estaban allí. El armario estaba abierto de par en par, también vacío. La maleta no estaba por ningún lado. Sobre la cómoda, un papel llamó su atención.

«Voy a por Qualba. Sé dónde está».

—Maldito cabrón —exclamó, arrugando la nota en el puño antes de tirarla al suelo con furia.

Por suerte, habían previsto algo así. Antes de su partida, Xemx y Rael habían hablado largo y tendido sobre esta posibilidad. Lesta seguía empeñado en que el hijo de puta que quería matarlos, en realidad era Qualba. Que era ella la que se había presentado en Belt y había rescatado a Mikkelstone, el ex militar que dirigía al grupo de mercenarios que ya habían intentado matarlos varias veces.

Llamó a Rael inmediatamente, sin importarle las tres horas de diferencia horaria entre ambas ciudades. Su hermano contestó inmediatamente con voz soñolienta.

—¿Qué ocurre?

—Lo que nos temíamos. Lesta se ha esfumado del hotel. Ha dejado una nota diciendo que sabe dónde está Qualba y que va tras ella. 

—Como nos imaginábamos que pasaría.

—Te aseguro que esperaba estar equivocado. ¿Crees que tiene razón? ¿Que Qualba está detrás de todos los atentados y secuestros?

—Sigo rezando para que no sea así, pero… —contestó, compungido por la idea.

—Pero cada día que pasa estás más convencido de que está en lo cierto.

—Sí. Lo cierto es que explica muchas cosas.

—Sí. —Xemx hizo una pausa. Se pasó un dedo por la cicatriz que tenía en la mejilla, un gesto involuntario que calmaba sus nervios—. Voy a usar el localizador para ubicarlo, pero me gustaría que desde el CC comprobaran si ha dejado algún rastro electrónico.

—Por supuesto. Ahora mismo llamo a Nirien para que se ocupe de ello. Te llamará en cuanto sepa algo.

—Muy bien. Será mejor que me ponga en marcha.

—De acuerdo. Xemx —añadió con voz preocupada—, ten cuidado. Si Qualba es tan peligrosa como cree Lesta…

—Lo tendré.

Cortó la comunicación y abrió la app de rastreo. Como todos los hermanos, Lesta llevaba un chip debajo de la piel que emitía una señal para ser localizado en cualquier momento y lugar, sin importar la distancia.  Decidieron usar algo así por precaución, cuando los problemas con Mikkelstone empezaron. El atentado contra el avión en el que viajaban Rael y Uragan, que los dejó perdidos en mitad del desierto de Mohave, o los secuestros de Maryl y Lesta después, les hizo ver la necesidad de llevar algo así como protección.

Según la app, Lesta se movía a buena velocidad en dirección a Nueva York.

—Parece que me toca volar a la Gran Manzana —murmuró.

Quince minutos después, ya en el taxi que lo llevaba al aeropuerto donde lo esperaba el jet privado, la llamada de Nirien confirmó su destino. LEsta había usado su tarjeta para comprar un billete en un tren con destino a Nueva York. Por qué en tren y no en avión, y, por qué no había escondido su rastro, cuando era perfectamente capaz de hacerlo, eran preguntas que no tenían respuesta.


El rastro mental que lo llevaba hasta Qualba era claro y diáfano, como el camino de baldosas amarillas que siguió Dorothy en el cuento del mago de Oz. No había dudas de que estaba dentro de aquel rascacielos. La conexión con ella era tan fuerte que hacía que le doliese la cabeza. Los pinchazos en las sienes y detrás de los ojos eran punzantes y provocaban pequeños estallidos dorados e incandescentes en la periferia visual.

Lesta pagó al taxista con la tarjeta de crédito y bajó, seguido por Andy. Sabía que Xemx usaría el chip que llevaba bajo la piel para seguirlo, pero debía asegurarse de que iban a encontrarlo. 

Había dejado la maleta en una taquilla de la estación, por lo que no tuvo que preocuparse del equipaje. Dudaba que, cuando cayese en sus manos, Qualba lo dejara mudarse de ropa interior mientras lo tenía prisionero.

Soltó una risa irónica ante la idea. El cerebro era un órgano muy extraño, incluso para él, y era capaz de correlacionar pensamientos estúpidos en momentos tan trascendentales como aquel. Iba a ponerse en manos de una mujer que lo odiaba hasta el punto de querer verlo muerto, aunque no antes de torturarlo con cruel minuciosidad. Aunque no podía culparla por ello. Se lo había ganado a pulso durante todos aquellos años.

Miró cómo el taxi se alejaba y giró la vista para observar el edificio. Era un rascacielos moderno, con toda la fachada de cristal reflectante, como un gigantesco espejo. Cerró los ojos y se concentró. ¿En qué piso se escondía Qualba? Con cautela, tanteó su poderosa mente intentando no ser percibido. Como un mosquito molesto, revoloteó sin zumbar apenas hasta encontrar las respuestas que buscaba.

Entró en el edificio, con paso firme. El portero les salió al paso, intentando detenerlos.

—¡Señor! ¡Un momento! No puede pasar sin…

—Vengo a ver a mi hermana Mary —lo interrumpió intentando poner un gesto inocente en su rostro, sin detenerse.

—¡Pero tengo que anunciarlo, señor! —protestó el portero, un chico de no más de veinticinco años.

—Oh, pero me arruinarás la sorpresa… —Lesta se mostró decepcionado durante unos segundos antes de que una sonrisa intencionada ocupara su rostro—. Quizá podríamos arreglarlo —continuó, sacando un billete de cincuenta dólares de la cartera para mostrárselo al muchacho. El rostro circunspecto de Ulisses S. Grant pareció sonreírle.

—Bueno, las sorpresas siempre son buenas, ¿no? —concedió el portero cogiendo el billete con un gesto rápido—. Pero si le preguntan, yo no estaba en el mostrador. No quiero que me despidan.

—No te preocupes. Dudo mucho que mi hermana presente una queja.

—Apartamento 17D. Buena suerte con la sorpresa.

Lesta le agradeció con un gesto de la cabeza y entró en el ascensor.

En pocos segundos, llegaría a su destino.

—Pase lo que pase —le dijo a Andy—, no intervengas, ¿entendido?

—Entendido, señor.

En cuanto puso un pie en el pasillo, un comité de bienvenida se lanzó sobre él y lo redujo sin dificultad. Lesta jamás destacó como guerrero y no pudo hacer nada por defenderse. Con el rostro aplastado contra la moqueta beige, y con varias manos inmovilizándolo en el suelo, oyó la voz de Qualba.

—Cuando te percibí tan cerca, no pude creerlo. ¿De verdad eres tan tonto como para ponerte en mis manos de forma voluntaria?

—He venido para intentar convencerte de que desistas de tus planes.

—Tu arrogancia es increíble. Llevadlo adentro —ordenó a sus esbirros—. Tú, —se dirigió a Andy que, como le habían ordenado, se mostraba impasible y no había actuado para defender a Lesta—, a partir de ahora, solo obedecerás mis órdenes.

Sin esperar a que el androide contestara, segura de que tenía total poder sobre él, Qualba siguió a los mercenarios y entró en el apartamento. Nadie fue testigo de lo ocurrido, ni asomó la cabeza para ver qué eran aquellos ruidos.

En cuanto Andy cruzó la puerta, Qualba la cerró con una sonrisa maliciosa curvándole los labios. 


El portero se envaró cuando vio a Xemx cruzar el portal media hora después de Lesta y, cuando le describió a este y le preguntó que a qué piso había ido, se pensó durante unos segundos si decírselo o no. El anterior visitante inesperado no parecía un criminal, como este. Con la ropa de motero que vestía, unos pantalones de cuero ajustado y una cazadora llena de cremalleras inútiles, estaba totalmente fuera de lugar en un edificio como aquel.

Pero cuando le enseñó un billete de cien dólares, el rostro de Benjamín Franklin le susurró que lo aceptara y lo dejara pasar, el que tío era buen tipo aunque no lo pareciese.

«Dejarlo pasar», se burló de sí mismo. El hombre que tenía enfrente era un palmo más alto que él y, aunque no era excesivamente musculoso, saltaba a la vista que alguien como él no podría hacer nada por detenerlo si pasaba a la fuerza.

Cogió el billete y lo guardó en el bolsillo con el de cincuenta dólares. Por lo menos, con aquel dinero podría hacerle un buen regalo a su novia y llevarla a cenar el fin de semana.

—Apartamento 17D —le dijo y volvió a sus obligaciones, dejando de prestarle atención. Al fin y al cabo, ¿qué podría pasar? Allí nunca pasaba nada.

Xemx se metió en el ascensor y subió hasta la planta diececiseis, haciendo el último tramo hasta la diecisiete por las escaleras. Por si acaso. No quería que pudiesen sorprenderlo. Prefería ser prudente y actuar como si Qualba fuese realmente Boss y tuviese a sus órdenes a todo un ejército de mercenarios.

Abrió un poco la puerta y observó el pasillo a través de la rendija. Estaba despejado. La cruzó y caminó con precaución hasta el apartamento 17D. Todo parecía en silencio y tranquilo. Dejó a su poder actuar y la humedad del ambiente se condensó hasta semi solidificarse alrededor de la cerradura. Un leve empujón, los engranajes giraron, e hizo «click». Xemx abrió un poco la puerta, con el cuerpo tenso y preparado para lo peor.

Lo primero que vio fue a Lesta en mitad del apartamento, de rodillas sobre la alfombra. La mesa de café que debía haber ocupado aquel sitio estaba volcada a un lado, entre el sofá y la pared. Qualba estaba de pie ante él, con Mikkelstone a su lado. El rostro de ella estaba contraído por el odio y sus ojos brillaban de una forma que nunca antes le había visto. 

Xemx no solía tener miedo. Para él, la vida era un cúmulo de catástrofes y malas decisiones que te acompañaban inevitablemente hasta la muerte, y saber que esta llegaría tarde o temprano, era un consuelo.

Pero, al ver aquellos ojos oscurecidos y tormentosos, y la mueca del rostro de Qualba, lo tuvo. Un estremecimiento de horror le reptó por la espalda hasta instalarse en la nuca, punzante como un cuchillo, erizándole el pelo. Aquella no era su hermana, no era la amiga cómplice y comprensiva que siempre intentaba aliviar el sufrimiento de los demás. Era la viva imagen del odio más profundo y la crueldad más insana. Pero, ¿acaso podía culparla?

No. Pero el hecho de que comprendiera perfectamente su odio, no le impediría salvar a Lesta. Le necesitaban, a pesar de todo.

Mikkelstone tenía la mirada fija en el hombre que estaba arrodillado delante. Y tres mercenarios más rodeaban al humillado Lesta. Andy, con la espalda contra la pared, lo miraba todo impávido. ¿Por qué no hacía nada por ayudar a su amo? Era incomprensible que, en una situación como aquella, se mantuviera quieto y sin actuar. Las directrices que gobernaban sus actos deberían compulsarlo a intervenir.

Nadie se dio cuenta de la presencia de Xemx hasta que todas las cañerías del apartamento estallaron, junto al sistema anti incendios, inundándolo en décimas de segundo. Los grifos saltaron por el aire y el agua salió, impetuosa, arrasándolo todo. Xemx aprovechó el caos que provocó para irrumpir. Atacó con los puños al mercenario que tenía más cerca mientras empujaba un torrente de agua sobre el segundo, para desestabilizarle y tirarlo al suelo. Se giró, dispuesto a golpear al tercero antes de abalanzarse sobre Mikkelstone.

Pero cometió un error. De todos los presentes, los hombres no eran los más peligrosos. Cuando una ola de fuerza invisible lo lanzó contra la pared, miró a Qualba, atónito. Ella tenía una mano levantada en su dirección y una sonrisa de suficiencia en el rostro. Sin pensarlo, impulsado por su instinto de guerrero, Xemx se incorporó de un salto y se lanzó contra ella para derribarla, pero no llegó a alcanzarla. A medio camino, su  mente estalló en mil fragmentos dolorosos, los ojos se le llenaron de lágrimas y gritó llevándose las manos a la cabeza. Era como si una gigantesca mano metálica agarrara su cerebro y apretara para convertirlo en puré. Como si las voces de todos los muertos de Il—Kapt gritasen al unísono en su cabeza. Como si todos los alfileres del mundo hubiesen decidido utilizarla como acerico, clavándose profundamente mientras bailaban claqué.

Oyó un disparo, una explosión que sonó distante y amortiguada entre el ruido intenso que oía en su propia mente. Durante un instante, se preguntó a quién habían disparado. Pero, cuando sintió el calor de la bala penetrando en su cabeza, todas las preguntas murieron junto al dolor, las voces de los muertos y la culpabilidad atronadora.

Lo último que vieron sus ojos antes de cerrarse, fue a un impávido Mikkelstone de pie ante él, con una pistola humeante en la mano apuntando a su cabeza.

—Levantaos, inútiles. —La voz de Qualba rompió el silencio. El agua, ya calmada, encharcaba el suelo y mojaba sus pantalones—. Deshaceos de su cuerpo.

—Deberíamos abandonar este apartamento —dijo Mikkelstone, siempre pragmático—. Ya no es seguro.

—Por supuesto —concedió ella, mirando el cuerpo de Xemx con un punto de lástima. De todos los hermanos, era al que menos odiaba. Él tenía sus propios demonios que lo absorbían y era lógico que jamás se hubiese percatado del infierno en el que ella vivía. Así y todo, no sintió remordimiento alguno.

—¿Por qué? —susurró Lesta, todavía de rodillas. No podía creer lo que acababa de ocurrir. Xemx estaba muerto y, con él, cualquier posibilidad de ser rescatado había desaparecido.

—Por tu culpa —contestó Qualba, impasible—. ¿No estás contento? Al fin y al cabo, lograste conseguir tu propósito en esta vida: volverme completamente loca.

—No estás loca. Solo estás llena de odio y rencor.

—Bueno, ¿no viene a ser lo mismo? —replicó con sarcasmo, haciendo revolotear una mano—. ¿O acaso eres de los que piensa que la función de una mujer es ser siempre comprensiva y que debe perdonarlo todo? ¿Que no tiene derecho a odiar y a buscar venganza?

—Pero Xemx no era culpable de nada.

—Se convirtió en cómplice de tus torturas al mirar hacia otro lado. Al igual que Rael, Uragan o Nirien.

—Ellos no miraron hacia otro lado. ¡Ni siquiera sabían lo que estaba pasando! 

—¡Porque no quisieron verlo! —estalló, cerrando los puños llena de furia—. ¿Acaso todas las pruebas no estaban ante sus ojos? ¿Acaso se preguntaron, alguna puta vez, por qué yo mostraba tanto miedo cuando tú estabas presente? ¿Por qué me dejaba avasallar por ti, o me encogía involuntariamente ante cualquier gesto brusco tuyo? ¿Por qué siempre tenía el cuerpo dolorido? Jamás se lo preguntaron porque no les importaba, no mientras tú fueses útil y les hicieses ganar dinero. Lo único que les ha importado siempre ha sido su gran plan para salvar este mundo, y te necesitan a ti para hacerlo. Pues, ¿sabes una cosa? A mí, este mundo me importa una mierda. Al fin y al cabo, no será el primero que nos cargamos, ¿verdad, esposo mío?

Lesta no contestó. Apretó la mandíbula y cerró los ojos. A Qualba no le faltaba razón. Las evidencias de su maltrato estuvieron muy presentes para quien quisiese verlas, pero no creía que su ceguera involuntaria fuese motivo suficiente como para condenarlos. El remordimiento de conciencia que tenían cada uno de ellos eran más que suficiente.

—Tenemos un pequeño problema.— La voz de Mikkelstone llamó la atención de Qualba, que miró hacia él. Tenía el móvil de Xemx en la mano y miraba la pantalla—. Por lo visto, aquí el finado pudo seguir al prisionero gracias a una app de rastreo. ¿Tienes un chip de localización implantado, chico? —preguntó a Lesta. Este se encogió de hombros sin contestar—. Bueno, da igual. Una buena descarga eléctrica lo bastante potente seguramente pondrá fin a eso. Será doloroso, pero eficiente. Y, si no lo es, me encargaré de rajarte la piel milímetro a milímetro hasta que lo encuentre.




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