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Novelas febrero 2025

 El mes de febrero fue bastante jodidillo, con algunos picos de ansiedad que me fastidiaron bastante el ritmo de lectura que logré durante enero, así que solo he podido leer una novela. ¡Pero mejor una que ninguna!



El castillo ambulante

Autora: Diana Wynne Jones

En el país de Ingary, donde existen cosas como las botas de siete leguas o las capas de invisibilidad, que una bruja te maldiga no es algo inusual. Cuando la Bruja del Páramo convierte a Sophie Hatter en una anciana, la joven abandona la sombrerería familiar para pedir ayuda en el único lugar mágico que se le ocurre: el castillo ambulante que atemoriza a los habitantes de Market Chipping. Pues dentro no sólo se halla un demonio del fuego, sino también el perverso mago Howl, tan diestro en realizar hechizos como en robar los corazones de las damas. 


¿Has visto la película El castillo ambulante, que produjo Studio Ghibli en 2004? Es la adaptación de esta novela, tan mágica y maravillosa (o más) que la propia película. 

Y, como siempre ocurre, en la novela descubrí muchas cositas interesantes que no se explican en la peli, cositas que me callo para no hacer spoilers 😉 .

¿Vale la pena leerla? Por supuestísimo. Es más, si eres fan de la peli, DEBES leerla.

Mi puntuación: 9/10

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Novelas enero 2025

 Estamos a finales de febrero y todavía no he hablado de mis lecturas de enero. ¿Me he vuelto una perezosa? Puede ser 😂 En la entrada anterior prometí que vendría a hablar de cositas y, desde entonces, no he dicho ni mu. ¡Lo siento! 🙏

En enero me leí la saga Blackwater completa. No es una hazaña, aunque son seis entregas, son novelas cortitas que se pueden leer en un suspiro; pero, y es un gran pero, teniendo en cuenta el bloqueo lector que vengo sufriendo desde hace años, sí es un gran logro para mí.



Saga Blackwater

Autor: Michael McDowell

Títulos:

  1. 1. La riada
  2. 2. El dique
  3. 3. La casa
  4. 4. La guerra
  5. 5. La fortuna
  6. 6. La lluvia

Las gélidas y oscuras aguas del río Blackwater inundan Perdido, un pequeño pueblo al sur de Alabama. Allí, los Caskey, un gran clan de ricos terratenientes, intentan hacer frente a los daños causados por la riada. Liderados por Mary-Love, la incontestable matriarca, y Óscar, su obediente hijo, los Caskey trabajan por recomponerse y salvaguardar su fortuna. Pero no cuentan con la aparición de la misteriosa Elinor Dammert. Una joven hermosa pero parca en palabras con un único objetivo: acercarse a los Caskey cueste lo que cueste.


Es una saga familiar que transcurre desde principios del siglo XX hasta los años 70, en la que se explica la vida y milagros de la familia Caskey, reina indiscutible del pueblecito de Perdido, en Alabama. Así, entre matrimonios, nacimientos, muertes y otros eventos, asistimos a la transformación y modernización de una sociedad todavía muy anclada en el pasado esclavista. 

¿Es una saga costumbrista? Sí, podría decirse que lo es. Pero no solo es eso. Porque los tintes de terror y paranormales que salpican parte de la narración, la convierte en algo más.

Personalmente, consiguió atraparme desde el primer momento, con la súbita e inexplicable aparición de Elinor, la mujer que será el hilo que unirá todos los acontecimientos (normales y extraños) que seguirán a lo largo de las seis novelas.

Mi puntuación: 7/10

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Series enero 2025

 


¡Hola, mis amores! He decidido recuperar una sección que inicié durante el confinamiento en la pandemia, en la que contaba con qué series, películas y libros me entretenía, y que abandoné poco después de que las restricciones por el Covid desaparecieran.

No voy a hacer reseñas ni análisis, no tengo los conocimientos técnicos para hacerlo; pero sí sé lo que me gusta y lo que no, así que si compartes los mismos gustos que yo, quizá encuentres alguna recomendación que te valga la pena.





Special Ops: Lioness

SkyShowtime


Es un thriller de espionaje protagonizado por Zoe Saldaña (sí, la Gamora de Guardianes de la Galaxia). Dicen las malas lenguas que la serie está basada en un cuerpo de operaciones especiales que existe realmente, pero esto es un dato irrelevante y que pongo solo para rellenar un poco 😂
Tiene dos temporadas, y es un gustazo ver una serie de estas características protagonizada por mujeres. Tiene acción, suspense, intrigas políticas, mucho drama, y también somos testigos de lo difícil que es conciliar un trabajo como este con una familia.

9/10







Tulsa King

SkyShowtime


Adoro al yayo Stallone, y me encanta en esta serie en la que interpreta a Dwight «el general» Manfredi, un mafioso de la vieja guardia que, después de 25 años en la cárcel, sale dispuesto a comerse el mundo. Pero su jefe cree que va a ser un estorbo, porque los tiempos son muy diferentes y los métodos de El General ya no se llevan, así que lo envía a Tulsa, Oklahoma, con la excusa de que quieren expandir el negocio, para quitárselo de encima.

En clave de comedia, con un humor muy, muy negro y sangriento, seremos testigos de todos los teje manejes de Stallone con la única finalidad de convertirse en el amo y señor de la ciudad de Tulsa.

9/10


Estas son las series más destacables de todas las que he visto durante enero. ¿Las habéis visto? ¿Os llaman la atención? ¡Decidme en comentarios!


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El fuego del drakko. Capítulos uno y dos.



1. El rey se está muriendo


—Me estoy muriendo, Nahar.

La voz del rey Bakris sonó preocupada y triste. Nahar, el comandante de la Guardia Real, lo miró con sorpresa y desconcierto. Sus dos corazones se saltaron un latido al unísono. Durante todos los años que llevaba a sus órdenes, jamás le había visto así, abatido y sin esperanza.

El rey miraba a través del ventanal hacia la ciudad que se extendía por la ladera a los pies de palacio, Riofuego, la capital ancestral de su reino. Nahar solo podía ver su espalda, curvada bajo la túnica roja como si fuese un anciano, y su pelo blanco cayendo desordenado en cascada, como si hubiese pasado largo rato mesándoselo. La mano que apoyaba en la pared estaba engarfiada como si intentase contener una gran rabia, y la otra asía con fuerza el cinturón de cuero que le rodeaba la cintura.

—No digáis eso, majestad —intentó consolarlo, asustado de ver así a su señor y amigo—. Solo estáis algo triste.

—No es solo tristeza, amigo mío —replicó sin mirarlo—. Estuve triste cuando murió mi reina, y me pongo triste cuando pienso en el inútil de mi único hijo. —Su voz también dejó traslucir algo del desprecio que sentía por el príncipe Ryle, el heredero al trono—. Pero esto es distinto. —Se giró hacia el comandante y sacudió la cabeza, compungido. El dragón dorado enroscado en sí mismo, bordado con hilos de oro sobre la túnica carmesí, también parecía abatido—. Somos drakkos, Nahar. Hombres dragón. Los drakkos sabemos cuándo la muerte nos acecha, y la mía está muy cercana. Lo siento en los huesos —terminó con un suspiro resignado.

Nahar sacudió la cabeza, uniéndose a la tristeza del rey. Sus palabras eran verdaderas. Los drakkos sabían cuándo se acercaba la hora de su muerte, ese fue uno de los regalos emponzoñados de Vixmir, la diosa drakko. El otro, y quizá el que más dolía, que no hubiese hembras en su especie, lo que les obligaba a buscar pareja entre las demás razas de Aina.

—¿Cuánto tiempo, majestad? —preguntó con un susurro, sin querer realmente conocer la respuesta.

—Un año, a lo sumo. Quizá menos. —La mueca de Nahar hizo que el rey sonriera con amargura. Caminó hacia él, las pisadas de sus botas de cuero resonando en la estancia, y le puso una mano en el hombro para confortarlo—. No te entristezcas, amigo mío. He tenido una larga vida.

—No lo bastante larga, Bakris. —En esos momentos de intimidad fraternal, Nahar se atrevió a dejar de lado el protocolo y llamarlo por su nombre, algo que hacía en muy contadas ocasiones—. Tu padre vivió más de trescientos largos años. Tú, apenas has llegado a los ciento cincuenta. Todavía eres muy joven.

Bakris le dio unas leves palmadas en el hombro y asintió con la cabeza antes de alejarse de Nahar. Regresó a la ventana y miró más allá de la ciudad, hacia donde estaba el bosque en el que a su amada Nomir le gustaba tanto cabalgar. No podía verlo, los tejados rojizos y las cúpulas doradas de los otros palacios se lo impedían, pero no necesitaba hacerlo para rememorar el dolor.

—Mi padre tuvo a mi madre a su lado durante la mayor parte de ese tiempo. Ella fue el amor de su vida y le dio fuerzas para no sucumbir. Yo llevo solo demasiado tiempo, Nahar. Sabes qué nos ocurre a los drakkar cuando perdemos a nuestras parejas.

Nahar asintió en silencio. Otro venenoso regalo de la gran Vixmir. Si un drakko quiere que su semilla conciba, debe vincular su alma con la de su pareja. El fuego del dragón es peligroso y, sin ese lazo espiritual, la hembra corre el peligro de morir abrasada. Pero cuando el vínculo se rompe a causa de la muerte de la hembra, el drakko jamás lo supera. Durante el resto de su vida sentirá que es la mitad de lo que era, tendrá un vacío que jamás podrá ser llenado por nada ni por nadie, y el dolor y la desesperanza acaban haciendo mella en él.

—Que nos invade una profunda tristeza que nos merma las fuerzas y las ganas de vivir —contestó al fin.

Nahar sonrió con gran pesadumbre y dolor, recordando su pasado. Él tuvo la fortuna de ser lo bastante listo como para no caer en la trampa, y dio gracias por no tener nada que legar a un heredero, ni fortuna, ni apellido, ni título. Solo era un soldado nacido en el barro que tuvo la suerte de ser bueno en el campo de batalla y ganarse el favor del rey. Vincularse con una humana era algo muy peligroso porque, aunque la unión solía protegerlas de la vejez y de las enfermedades, y les proporcionaba una vida mucho más larga de la que tendrían como humanas, no era algo infalible. Pensó en la difunta reina Nomir, muerta en un accidente durante una cacería que casi también le cuesta la vida al príncipe Ryle.

Sacudió la cabeza de forma imperceptible. Las humanas son mucho más frágiles, incluso con el vínculo. Y sus hijos, hasta que alcanzan la adolescencia y el dragón se manifiesta, son como el cristal, muy fáciles de romper.

Alzó la cabeza y miró hacia el tapiz que había encima de la chimenea. En él, una inmaculada Vixmir, con su pelo llameante cayendo alrededor de su cuerpo cubierto con un traje de cazador hecho de piel de dragón, empuñaba una lanza y miraba hacia el frente con una expresión feroz en el rostro.

«¿Por qué no te ocupaste de crear a hembras drakko en lugar de condenarnos a emparejarnos con otras razas mucho más débiles?» le espetó con rabia desde lo más profundo de su alma. Pero su boca no pronunció palabra. Decir algo así en voz alta sería una ofensa que la diosa no se tomaría a bien.

—Así he vivido yo desde la muerte de mi dulce Nomir —dijo el rey. Inspiró profundamente, recordando el sueño de la noche anterior, el mismo que lo había trastornado tanto hasta despertarlo empapado en sudor. En él, su amada esposa lo visitó, enfurecida, para recriminarle que no hubiese preparado adecuadamente a su hijo Ryle para ocupar el trono, y exigirle que hiciese algo para remediarlo, antes de que fuese demasiado tarde—. ¿Dónde está el príncipe Ryle?

Nahar carraspeó, incómodo, y movió imperceptiblemente los pies como si tuviese el impulso de salir corriendo de allí para no tener que responder a aquella pregunta.

—No volvió a palacio anoche, majestad. Se fue antes de cenar, para asistir a una fiesta que dio en su honor uno de sus primos.

—¿En su honor? —El desprecio en sus palabras ocupó toda la estancia, convirtiendo el aire en algo pegajoso—. ¿Qué honor? Ni siquiera sabe qué significa esa palabra. —Se frotó el rostro y abandonó la ventana, caminando con decisión hacia la chimenea. Alzó la vista para mirar el tapiz de Vixmir y se agarró las manos por detrás de la espalda—. Madrás, supongo.

—Sí, majestad.

—De todos sus primos, tenía que hacerse inseparable del inútil de Madrás. Son tal para cual. —Se giró bruscamente hacia Nahar, en sus ojos una mirada llena de determinación y rabia—. Busca a mi hijo y tráelo a mi presencia. A rastras, si es necesario.

Nahar abandonó su pose relajada para ponerse firmes. Se dio un golpe en el pecho con la palma de la mano derecha e inclinó la cabeza en señal de obediencia.

—Como ordenéis, majestad.

En cuanto Nahar abandonó la estancia, Bakris sacudió la cabeza, la culpa golpeándolo con fuerza. Si alguien era responsable del errático e irresponsable comportamiento del príncipe, era él, por mimarlo demasiado y no obligarlo a cumplir con sus obligaciones. La muerte de Nomir y la casi pérdida de su hijo en el mismo accidente, le hizo tomar demasiadas decisiones equivocadas. Verlo sufrir durante días, con el cuerpo roto cuando todavía no tenía a su dragón para curarle las heridas, caminando al borde de la muerte, delirando… Bakris apretó los puños y cerró los ojos con fuerza. Todavía tenía pesadillas con aquellos funestos días. Los médicos no sabían cómo ayudar a su hijo, ninguna de las pócimas de los hechiceros le quitaban el dolor que estaba sufriendo, y sus gritos constantes se oían por todo el palacio.

Hasta que se obró el milagro. El dragón acudió a él antes de tiempo y, aunque el proceso fue doloroso, logró sanar sus heridas y recomponer su cuerpo. Los huesos rotos se soldaron, los músculos desgajados se repararon, los tajos infectados se curaron, y Ryle se salvó. Su cuerpo volvió a ser el mismo de antes del accidente, pero su alma…

Pasó de ser un niño respetuoso y obediente a comportarse como un auténtico salvaje. Bakris lo atribuyó a todo lo ocurrido, a la muerte de su madre y a su propia agonía para recuperarse de las heridas sufridas. Le dio tiempo para sanar y superar la pérdida. Pensó que, al crecer y madurar, su fase irresponsable también desaparecería. Cuando llegó el momento de ocupar su lugar como príncipe heredero, intentó razonar con él. Con dieciséis años ya se le consideraba un adulto y era hora de abandonar los juegos y rabietas infantiles y empezar a comprender cuáles eran sus responsabilidades. Pero Ryle se negó en redondo a cumplirlas. Jamás acudía a las reuniones del Consejo, se escapaba de las maniobras de entrenamiento con la guardia, no se presentaba en las recepciones de palacio y se escabullía de las sesiones de justicia real. Sus mentores se desesperaban porque siempre había una buena excusa para no asistir a las clases que, hasta el momento del accidente, adoraba.

Bakris siempre lo justificó diciéndose que era cosa del dolor por la pérdida y el propio sufrimiento que había padecido. Que solo necesitaba tiempo para asimilarlo y madurar.

Pero el tiempo no había sido suficiente. Veinte años habían pasado desde aquel infortunado día, y Ryle seguía igual de cabezahueca.

Ya no tenía más tiempo para darle. Su muerte estaba demasiado cerca y Ryle se vería obligado a ocupar su lugar en el trono. ¿Hacia qué desaste llevaría al país si no era capaz de sentar la cabeza y comportase como debía hacerlo alguien en su posición?

Suspiró, sus dos corazones atenazados por el dolor y la culpa. Tragó saliva, enderezó los hombros, y compuso en su rostro un gesto de seriedad. Tenía una reunión con el Consejo del Reino, había asuntos graves que tratar y, aunque lo único que quería era saltar por la ventana, abrir sus alas de dragón y desaparecer en el cielo, no tenía más remedio que asistir y tomar decisiones.

Era su obligación como rey.



2. El príncipe que no quería serlo


Ryle entreabrió los ojos con la mente todavía nublada por la confusión. Se los frotó en un vano intento por despejarse e intentar recordar dónde estaba. La luz del sol entraba difusa a través del cristal esmerilado de las tres ventanas ojivales que había a su izquierda. Parpadeó y se llevó la mano al pecho desnudo.

«Estoy en una cama, pero no es la mía», pensó, sin un ápice de alarma. Era algo normal en él despertar en camas ajenas.

Alguien roncó junto a su oreja. Giró levemente el rostro, sin saber aún dónde se encontraba, y se encontró formando parte de un revoltijo de cuerpos desnudos. La mujer que roncaba a su lado era joven y hermosa, y tenía una mata enmarañada de pelo rojo como el fuego. Miró hacia el techo, y sonrió aliviado al reconocer el mural de tonos pastel con ninfas desnudas bañándose en un estanque, todas en actitudes sensuales y muy cariñosas entre ellas. 

Estaba en el dormitorio de su primo Madrás, en el palacete que ocupaba junto al palacio de su tío y gran duque Arkax, de la casa real Alasangre.

Se incorporó y vio la cabeza de su primo apoyada sobre una nalga femenina. Dormido y todo, su mano aferraba el culo de la muchacha como si le fuese la vida en ello. Soltó una carcajada silenciosa y lo sacudió un paralizante dolor de cabeza. Se llevó la mano a la sien. 

La mujer que roncaba a su lado se despertó perezosa y le dirigió una sonrisa provocadora. Movió el brazo de forma indolente, pasando los dedos entre sus desnudos pechos, hasta que la mano llegó a la entrepierna cubierta de vello tan rojo como el de su cabeza. Entreabrió los labios y abrió los muslos, invitándolo con sus gestos a poseerla de nuevo.

—Ahora no —la rechazó Ryle con la lengua espesa a causa de la resaca.

La fiesta de la noche anterior había terminado como siempre acababan las reuniones en casa de Madrás: en una delirante orgía de borrachos, con los invitados desnudos persiguiéndose por todas las habitaciones del palacete, para acabar follando en cualquier sitio. En el aire todavía se podía oler el fuerte tufo de la hierba de denalia que habían estado fumando con las pipas, mezclado con el hedor del alcohol y los efluvios del sexo.

Ryle se frotó la cabeza y después, con movimientos comedidos, se levantó de la cama. Todavía tenía la mente algo espesa a consecuencia del humo de la denalia. Le dolía todo el cuerpo y las náuseas se le arremolinaron en el estómago. Acabó vomitando en el orinal, arrodillado en el suelo, con las arcadas aguijoneándole.

Una risa harto conocida precedió a la aparición del rostro de Madrás asomando por el borde de la cama.

—¿Te encuentras mal, primo? —le preguntó con sorna.

—Vete a la mierda —masculló, limpiándose la boca con el borde de la sábana. Después, escupió en el orinal y se levantó, apoyándose en la cama.

—Esta sábana es de la más pura seda —se quejó Madrás—, no deberías usarla de servilleta.

—Cómprate otras.

El exabrupto de su primo hizo que Madrás soltara una risa cascada.

Ryle empezó a buscar su ropa entre el desastre que era el dormitorio. Allí había de todo y de todos los colores: delicadas túnicas de seda con intrincados bordados; calzas de lana gruesa o de cuero, de colores oscuros; cinturones de cuero con anchas hebillas; escarpines forrados de tela con diferentes adornos; medias que habían cubierto las delicadas piernas femeninas; camisolas de lino; un par de dcorpiños con brocados dorados, y otro más de terciopelo color vino; varios jubones de algodón; incluso encontró dos sobrevestas con el escudo del Gran Duque bordadas en el pecho, signo inequívoco de que algunos guardias se habían unido espontáneamente a la fiesta sin ser invitados.

Madrás lo observó, divertido. Se deslizó por la cama hasta que su espalda quedó apoyada en el cabecero. Las dos mujeres se arrimaron a él, una a cada lado, intentando reclamar su atención.

—¿Dónde cojones está mi ropa? —masculló Ryle, rindiéndose. Nada de lo que había diseminado por allí le pertenecía—. Y, ¿qué hace todo esto aquí?

—Tú lo trajiste —contestó Madrás—. La idea de robarles la ropa a los invitados te pareció de lo más divertida. Dijiste que sería muy gracioso ver cómo se las apañaban cuando quisieran irse.

—Pues no ha sido gracioso porque no he podido verlo. Vas a tener que dejarme algo para volver a palacio.

—¿Ya quieres irte?

Ryle se dejó caer sentado en la cama, de espaldas a su primo, y miró hacia el reloj. La mujer pelirroja abandonó a Madrás para acercarse a él y aferrarse a su cintura para empezar a darle pequeños bocados en el cuello.

—Son más de las doce del mediodía. Mi padre estará furioso. Esta mañana había una reunión del Consejo a la que quería que asistiese.

La chica deslizó una mano hacia su polla para acariciarla, y esta despertó, provocando un ahogado gemido que surgió de la garganta de Ryle.

—Entonces será mejor que no regreses hasta dentro de unas horas, cuando se haya calmado —sugirió Madrás.

—Sí, alteza —le susurró la pelirroja al oído—, haced caso a vuestro primo y volved a la cama conmigo.

Ryle giró el rostro y se apoderó de la boca de la mujer para besarla con fuerza. Ella emitió un lánguido gemido que, junto a la constante caricia en su polla, lo enardeció.

—No me tientes, bruja —le susurró sobre los labios cuando dio por terminado el beso.

—Además —intervino Madrás—, deberías comer algo antes de irte. A estas horas, mis cocineras estarán preparando cosas realmente deliciosas.

Ryle rompió a reír mientras se dejaba empujar sobre la cama por la mujer.

—¿Tú quieres que le vomite encima a mi padre? —preguntó, divertido con la imagen que se apareció en su mente.

—¡Por Vixmir! —exclamó Madrás horrorizado, llevándose una mano abierta al pecho—. ¡Por supuesto que no! Tu padre me mandaría ahorcar por traición y poco importaría que fuese de su misma sangre. Lo único que quiero es que te quedes a disfrutar de los placeres que nos ofrecen estas dos señoritas.

Madrás agarró los pechos de la que estaba a su lado y empezó a amasarlos, jugando con los pezones. La mujer gimió con los labios entreabiertos y se colocó encima de él. Agarró la polla enhiesta y la guió entre sus piernas hasta que la penetró.

—¡Oh, joder! El bastardo de tu marido tiene razón —le dijo a la mujer—, eres una puta viciosa, ¿eh, lady Alina?

La mujer le puso una mano sobre la boca para silenciarlo.

—Aquí, solo soy tu puta, mi señor —contestó.

—Que le den a mi padre y al reino —exclamó Ryle entre dientes. Agarró a la muchacha que estaba sobre él, dedicada a besarle todo el cuerpo, y la volteó hasta que quedó a cuatro patas. Se puso detrás de ella y le dio una nalgada en el trasero. La mujer dio un pequeño grito al que siguió una carcajada—. ¿Eres tú mi puta? —le preguntó con los dientes apretados mientras la penetraba por detrás de un solo golpe.

—¡Sí, mi príncipe! —gritó ella.

Empezó a follarla con dureza mientras Madrás hacía lo propio con la suya. El trasero de la mujer era delicioso, blanco como la leche y de piel suave como la seda, y se estremecía con cada sacudida. La señal rosada de la nalgada brillaba sobre la pálida carne. Ryle clavó los dedos en las nalgas mientras seguía empujando, golpeando la pelvis con cada penetración.

Sexo, alcohol, y el humo de la denalia en sus pulmones y su cerebro, eran las tres únicas cosas que lograban que olvidara. Su padre lo despreciaba por lo que era, un drakkos débil y sin fuerza de voluntad, que no servía para nada. Un hedonista sin corazón que solo vivía para el placer y al que el resto del mundo le importaba una mierda. Pero él se despreciaba aún más por ser incapaz de olvidar y sobreponerse al dolor. Las pesadillas lo atormentaban, y los recuerdos del día en que su madre murió y de todo lo que vino después, jamás lo abandonaban. El eterno dolor que parecía no tener fin estaba muy presente en su vida. Cada hueso roto, cada músculo desgajado, cada tendón destrozado, recordaba el calvario por el que su cuerpo pasó como si estuviese prisionero en aquel momento, sumergido en un bucle infinito.

Oyó los gemidos de Madrás al correrse, y eso disparó su propia libido. El orgasmo lo alcanzó y, al terminar, se dejó caer en la cama, su alma tan vacía como habían quedado sus propios testículos.

La mujer que acababa de follarse, de la que ni siquiera sabía su nombre o condición, se arrastró hacia él para acurrucarse a su lado. Podía ser tanto una de las putas que había pagado Madrás, como una de las muchas damas de la corte de su padre. Quizá estaba casada, como lady Alina, o quizá no tenía marido. Por suerte para ellos, la semilla de los drakkos no arraigaba en ningún vientre femenino a no ser que hubiese un vínculo previo. Somnoliento, se preguntó cómo lo hacían los varones humanos, o de otras razas, para no ir dejando bastardos por ahí.

Un estruendo en el pasillo lo sacó bruscamente de su sopor. Se oyeron voces y gritos aterrorizados. Se incorporó, alerta, y miró hacia Madrás, que tenía en su rostro la misma expresión de sorpresa que él. La puerta del dormitorio se abrió de golpe, chocando contra la pared. Nahar irrumpió, flanqueado por dos miembros de la Guardia Real, y lo miró con ferocidad con sus ojos anaranjados como un atardecer.

—Príncipe Ryle —dijo con voz solemne—, Su Majestad requiere vuestra presencia en palacio.

Ryle dejó ir una risa desganada.

—¿No ves que estoy ocupado? Dile que iré en cuanto me sea posible.

Nahar no respondió. Hizo un gesto con la cabeza hacia los dos guardias que le acompañaban y estos se abalanzaron sobre el príncipe. Lo aferraron con fuerza y lo sacaron a rastras de la cama. Ryle no opuso resistencia. Podría haberlo intentado, pero sabía que si se producía una lucha, él tenía todas las de perder. Nahar le ganaría incluso llevando una mano atada en la espalda, sin importar si peleaban en forma humana, drakko o dragón. Acabarían destrozando el dormitorio de su primo, y sería una forma poco elegante de agradecerle a aquel lugar todas las horas de placer que había vivido entre sus cuatro paredes. 

Madrás se quedó quieto en su lugar: sabía muy bien que no le convenía oponerse a Nahar. A pesar de ser sobrino del rey e hijo del gran duque Arkax, si el comandante de la Guardia Real estaba allí con órdenes expresas del rey, cualquier intento de detenerlo podría llevarlo a dar con sus huesos en una celda sin que nadie, ni su propio padre, pudiese hacer algo por evitarlo.

—¡Vuelve esta noche! —le gritó al príncipe sin moverse de la cama—. ¡Seguiremos con la fiesta!

Nahar se volvió hacia él y lo fulminó con la mirada. El anaranjado de sus ojos fulguró como una hoguera, y Madrás supo que lo único que contenía el fuego del dragón del comandante era el hecho de que formaba parte de la familia real. Nahar lo odiaba y despreciaba, y no se escondía de demostrarlo siempre que podía.

—El príncipe no volverá a poner los pies en este antro en mucho tiempo —sentenció con voz profunda. 

Madrás sintió que se le erizaba la piel mientras veía al comandante darle la espalda y salir de su dormitorio.

Estaba claro que al rey Bakris III, apodado el Justo por sus súbditos, se le había acabado la paciencia.

«Pobre Ryle» pensó. Y casi le dio lástima de verdad.
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Mitos de Aina



«MITOS DE AINA es una serie de novelas de fantasía romántica para adultos, totalmente independientes entre sí, cuyo único nexo es el mundo en que transcurren: Aina. En ellas podemos encontrar cualquier tipo de seres mágicos y/o mitológicos, lugares y artefactos extraños, y cada novela cuenta la historia de una pareja concreta, con su romance, conflictos y aventuras en un mundo en el que cualquier cosa es posible».








A la venta en Amazon.
Incluida en Kindle Unlimited.

Ryle Alasangre y Sascha Saltadunas no podrían ser más diferentes.

Él es un príncipe hedonista que odia a su padre, y que pasa los días y las noches de fiesta en fiesta. Ella es tripulante del Insolente, un barco de arena que cruza el desierto con la bodega llena para comerciar. Él ha tenido una vida fácil y cómoda. Ella es una mujer independiente, luchadora y una valiente guerrera. Él es un drakko. Ella, una usaha. 

¿Qué tienen en común? Nada. Excepto que, cuando el destino los une, surge entre ellos una poderosa atracción muy difícil de evitar. 

¿Es solo pasión? ¿O hay algo más? ¿Será Sascha la mujer destinada a robarle el corazón? ¿Será Ryle el hombre que consiga que ella se atreva a amar?



Bienvenidas a Mitos de Aina.
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Cómo no enamorarme de mi vecino el Sexy

 

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Atenea no confía en los hombres. Sabe por propia experiencia que son unos mentirosos y, aunque no renuncia a ellos, siempre protege su corazón. 

Cameron llega a Nueva York para hacerse cargo de un proyecto importante. No busca pareja, ni tiene en mente enamorarse. 

Pero el destino ha querido que sean vecinos y que salten las chispas entre ellos.

Sus corazones les dicen que lo que sienten es amor. Sus cabezas lo niegan rotundamente. 

Y, mientras intentan decidir si vale la pena arriesgarse, el asesinato de un desconocido pone en jaque sus vidas.


«Una novela romántica, con algo de suspense y un ligero toque de comedia. Y pasión, mucha pasión».
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Cómo no enamorarme de mi vecino el Sexy. Capítulo uno y dos


Capítulo uno




¡Diez! 

¡Nueve! 

¡Ocho! 

La gente gritaba siguiendo la cuenta atrás. 2022 estaba a punto de terminar y todo el mundo quería celebrarlo. A mis pies, Times Square estaba a rebosar de gente, bien abrigados para soportar el frío y tan apretujados que daba hasta agobio verlo. 

Había sido un año extraño para todos, intentando recuperar la normalidad después de la pandemia. Las pasadas fiestas habían estado a punto de suspenderse y, aunque al final no pasó, Rachel y yo decidimos celebrarlo en la intimidad de nuestro apartamento, en pijama y viéndolo todo en la televisión. Somos jóvenes alocadas pero no estúpidas y, aunque nos habíamos vacunado, decidimos ser prudentes. 

A mí me dolía la cabeza, más a causa de la borrachera que llevaba a cuestas y del frío que hacía en la terraza, que por los berridos de las personas que me rodeaban. Rachel, mi mejor amiga, tenía los ojos brillantes por la emoción. Estaba esperando la caída del Ball Drop, en el edificio del New York Times, mientras daba pequeños sorbitos a su cóctel. Es un poco emotiva, esta chica, pero la quiero un montón. 

Yo estaba con un bajón de campeonato. Aquel mismo día recibí el enésimo rechazo editorial y habría preferido quedarme en casa, compadeciéndome de mí misma, llorando a moco tendido y agarrada a un enorme bote de helado de chocolate. Pero Rachel se puso su sombrero de Pepito Grillo y me hizo saber lo mal amiga que sería si la dejaba plantada en el último momento después de lo que nos costó conseguir entradas para la fiesta en el AMC. 

—¡Atenea Westwood! —me dijo en un tono que me recordó a mi madre (algo que me produjo tremenda angustia y temblores por todo el cuerpo), parada frente a mí con los brazos en jarras—. Levanta tu culito del sofá y ve a arreglarte ahora mismo.Vas a pasarlo bien, —añadió en un tono más suave. Me obligó a levantarme tirándome de la mano y me arrastró por el pasillo hacia mi dormitorio—. ¡Piénsalo! Una cena de lujo, barra libre durante toda la noche, música, ¡y acceso VIP a la terraza de la sexta planta! ¿Tú sabes la de años que llevo soñando con ver la caída del Ball Drop desde allí? 

Accedí, por supuesto. Metí mi autocompasión en la mochila de las cosas malas y me arreglé como si aquella noche fuese a encontrarme con mi príncipe azul: vestido de Versace cubierto de cristales Swarovski para confundirme con las bolas del árbol de navidad; unos Manolo Blahnik plateados como el vestido, con una preciosa hebilla y unos tacones perfectos para suicidarme con ellos; y un bolso de mano hecho de plumas de color lavanda, de Bgo & Me, que me sería muy útil para guardar… casi nada. 

Me dejé arrastrar hasta la fiesta sin oponer resistencia, procurando poner la mejor cara posible dadas las circunstancias. Rachel, además de ser mi compañera de piso, es mi mejor amiga y, por ella, soy capaz de hacer cualquier sacrificio. Incluso el de asistir a una fiesta de fin de año a la que no me apetece nada ir. Por ella, al fin del mundo o al mismísimo infierno, si hace falta. 

Pero que accediese a ir e intentara pasármelo bien, no quería decir que lo lograra. En mi cabeza no paraba de resonar esa vocecilla tan apestosamente insistente que me repetía que nunca conseguiría mi sueño (publicar con una editorial) y convertirme en best seller del New York Times. Pocas mujeres han logrado destacar en un género literario como es la ciencia ficción, y las que lo han conseguido son auténticos genios de la pluma. 

«Y tú eres mediocre, siendo generosos. Dedícate a otra cosa». 

Supongo que por eso me agarré al alcohol como un náufrago a una tabla flotante, para que la puñetera voz en mi cabeza se callase y me dejara en paz, al menos durante unas horas. Bebí tanto que perdí el sentido común, el decoro y la sensatez. Las ahogué en alcohol, a las tres, sin sentir remordimiento alguno. 

El alcohol es la causa de muchos males en este mundo. Y fue la causa de que, cuando el Ball Drop cayó y todo el mundo empezó a felicitarse por el nuevo año y a besarse, yo me agarrara al cuello del tío que tenía más cerca y le plantase un beso con lengua de los que quitan el sentido. 

Al principio, el pobre hombre, pillado por sorpresa, se quedó rígido como una estatua. Pero cuando reaccionó… ¡Madre mía, cuando reaccionó! Me devolvió el beso con una intensidad y una maestría de las que deberían crear escuela. Se apoderó de mi boca con lentitud, moviendo la lengua lo justo para provocarme pero sin que me hiciese sentir invadida. Sus manos, posadas ligeramente en mi cintura, me acercaron más a él y me acarició con suavidad, siguiendo el ritmo del beso. Giró levemente el rostro para poder profundizar más y, cuando empezaron los fuegos artificiales, os juro que pensé que solo estaban en mi cabeza y que eran una consecuencia de la excitación que me había invadido. 

Cuando separó su boca de la mía, solté un lánguido suspiro y abrí los ojos, parpadeando levemente. Lo miré y me di cuenta de que era el hombre más guapo que jamás había visto. 

—Hola —susurré con mi media lengua producto de la borrachera. 

Él sonrió con unos labios carnosos que me hipnotizaron y sentí sobre mi piel el efecto de su caricia aunque no me tocaban. 

—Hola —me contestó. Su voz era profunda y muy masculina. Alcé mis ojos hacia los suyos y creí caer en un mar embravecido. Eran de un azul oscuro y tormentoso en el que casi pude ver la espuma del oleaje furioso estampándose contra un acantilado. 

—¿Quieres follar? —le pregunté. Jamás en mi vida hubiese hecho esa pregunta si no fuese porque estaba como una cuba. Hundí mis manos en su media melena ondulada e intenté besarlo de nuevo. 

Me hizo la cobra. 

¡Me hizo la cobra! ¿Os lo podéis creer? 

—Nunca me he aprovechado de una mujer borracha, y no voy a empezar ahora, cielo —se disculpó con delicadeza. Su voz profunda reverberó como una caricia en mi piel haciendo que se erizase. Ni siquiera tuve tiempo de enfadarme por el rechazo, porque añadió—: pero te aseguro que, si no fuese por eso, te llevaría a mi hotel para lamerte y saborearte de arriba abajo. 

—Te doy permiso para aprovecharte de mí —contraataqué, poniendo mi mejor pose sexy que, seguro, estando en aquel patético estado de embriaguez, debió resultar muy graciosa porque soltó una carcajada contenida. 

—Gracias, pero no. No voy a saltarme mis principios, ni siquiera por un caramelo como tú. Mi conciencia no me lo perdonaría. 

Me dejó con la boca abierta. Jamás me había encontrado con un hombre así, capaz de rechazar un avance sexual directo e inequívoco solo porque estaba borracha. Cualquier otro no se hubiese resistido, me habría llevado al primer baño libre, bajado las bragas y follado contra la puerta sin temor a sentirse culpable al terminar. 

Pero este desconocido tenía conciencia y me respetó, a pesar de que yo estaba lo bastante borracha como para no respetarme a mí misma. 

Se apartó de mí sin dejar de sonreír, me dio un beso en la mano como si fuese un caballero inglés y yo una dama, y se alejó sin mirar atrás, dejándome completamente confundida. 

Me giré hacia Rachel, que había sido testigo de todo, y la pillé disimulando con el teléfono. 

—¿Qué haces? —le pregunté, aunque lo sospechaba. 

—Grabarlo todo, por supuesto, para dejar constancia para la prosperidad de la existencia de un espécimen súper sexy como nunca se ha visto antes. 

—¿Y lo has grabado todo? 

—De principio a fin. 

—Bien. Después me lo pasas porque esta noche pienso tocarme viéndolo, que el cabrón me ha puesto como una moto y se ha largado sin hacer nada al respecto. ¡Y ni siquiera puedo cabrearme con él porque se ha comportado como un auténtico caballero! 

—¡No seas cerda! —se rió, empujándome. 

—Ni tú tan mojigata, que no te pega. 

Ambas nos reímos a carcajadas. Otro efecto del alcohol, supongo: hace que nos riamos hasta de los chistes que no tienen gracia. 




*** 




Cameron Montgomery estaba en el aeropuerto, en la cola de la puerta de embarque para subir al avión que lo llevaría de vuelta a Chicago. Miró el reloj. Pensó en llamar a Sarah, su socia, para contarle cómo había ido la reunión, pero allí serían las cuatro de la madrugada y, a pesar de ser fin de año, seguramente estaría durmiendo. Lo estuvo intentando desde que salió del edificio del New York Times para contarle las buenas noticias, pero su teléfono siempre le daba la señal de que estaba desconectado o fuera de cobertura. Quizá lo había apagado para poder disfrutar de su propia fiesta, o quizá las líneas estaban saturadas. 

Su mente volvió al beso con la desconocida. Lo pilló por sorpresa y su cuerpo reaccionó con una excitación salvaje que casi no pudo controlar. Su aroma a Chanel le inundó las fosas nasales y sus labios exigentes despertaron en él una necesidad que hacía años que no sentía. No creyó que fuese capaz de declinar su invitación, sobre todo cuando aquellos ojos de color miel se quedaron fijos mirando sus labios con ávida glotonería. Y cuando los alzó y lo miró directamente a los ojos… lo sacudió una descarga eléctrica que se dirigió con rapidez al centro de su deseo, para quedarse allí, haciendo que su polla pulsara con una necesidad voraz y egoísta. 

«Debería haberle preguntado su nombre y número de teléfono», se recriminó. Al fin y al cabo, si todo iba bien, se mudaría a Nueva York a vivir y podrían haberlo retomado donde lo dejaron, siempre y cuando ella estuviese sobria. 

La cola empezó a moverse y su teléfono sonó. Era Sarah. Contestó con rapidez. 

—¿Qué haces despierta a estas horas? 

—El pequeño demonio que tengo en mi vientre ha decidido patear mi vejiga —gruñó la voz de Sarah al otro lado—, y ya que estaba despierta, he pensado en llamarte. ¿Cómo ha ido la reunión? 

—Nos ofrecen comprar el Chicago News Web por cuatro millones de dólares. —Al otro lado, Sarah bufó de sorpresa. Eso era mucho dinero—. Pero eso no es todo. Quieren hacer algo parecido para Nueva York. El formato les ha gustado mucho y nos ofrecen todos sus recursos para crearlo de cero. 

—Yo no voy a trasladarme a Nueva York —exclamó Sarah sin dudarlo. Cuatro millones de dólares era mucho dinero, pero si las condiciones no le convenían, no aceptarían el trato—. Estoy embarazada, y tengo una vida y un marido aquí, en Chicago. 

—Eso es exactamente lo que les he dicho, por eso te ofrecen seguir en Chicago como la directora editorial con un buen sueldo, siempre y cuando yo acepte venir y hacerme cargo del futuro New York News Web. Te he enviado por mail la oferta detallada, para que puedas echarle un vistazo. —Dirigió la vista hacia el principio de la cola y vio que ya casi le tocaba—. Estoy a punto de embarcar, he de dejarte. 

—Ok. Mañana nos vemos y lo estudiamos todo con los abogados. Que tengas un buen viaje. 

—Hasta mañana. Y dile a ese pequeño demonio tuyo que te deje descansar. 

Antes de colgar, pudo oír la risa apagada de Sarah al otro lado. 




*** 




Me desperté cerca del mediodía, con una resaca de mil demonios. Parpadeé, aturdida, mirando al techo. ¿Cómo demonios había llegado hasta mi dormitorio? Recordaba la fiesta, los cócteles que me bebí como si fuesen agua, el beso con el desconocido, las risas que le siguieron… Después, todo se fundía en negro. 

Me tiré de la cama como una kamikaze y me arrastré hasta la cocina en busca de café, pasando de largo del espejo porque no quería ni ver las consecuencias de mi apoteósica borrachera de la noche anterior. 

Rachel ya estaba levantada y preparando el desayuno, fresca como una rosa, como si no hubiese bebido tanto o más que yo. 

—Te odio —le gruñí en cuanto crucé la puerta. Me dejé caer en la silla y apoyé la frente en la mesa. Me sentía como si me hubiese pasado por encima una manada de caballos salvajes, pisoteándome hasta el alma—. Me dan ganas de tirar de ese moño que me llevas. 

Rachel se llevó la mano al pelo para atusárselo. Era largo y rizado, de un color castaño rojizo que le envidiaba profundamente. Si lo tuviese como ella en lugar de lacio, sin vida y de un rubio indefinido, jamás me lo habría cortado a lo garçon. Sonreí al recordar la cara de pasmo que se le quedó a mi madre cuando me vio así por primera vez. Solo por eso, el sacrificio de mi melena había valido la pena. 

—Siempre me dices lo mismo después de una borrachera. Menos mal que no lo haces con frecuencia. —Sirvió el café y me puso delante un plato con tortitas empapadas en sirope de chocolate. Me dieron arcadas solo de pensar en comer, y eso que me chiflan—. ¿Qué te ocurre? —me preguntó, sentándose ante mí para cogerme las manos con cariño. En su mirada había auténtica preocupación—. ¿Es por el rechazo de tu manuscrito o hay algo más? 

—Estoy pensando en tirar la toalla —admití. Al decirlo en voz alta, el corazón me dio un vuelco lleno de angustia. ¿De verdad iba a rendirme?—. Está claro que no sirvo para esto. He escrito tres novelas que se han paseado por todas las editoriales que conozco, grandes, medianas y pequeñas, y su respuesta ha sido siempre un rotundo «no». 

Rachel suspiró y torció la boca en una mueca que era señal inequívoca de que estaba a punto de decir algo que sabía que no iba a gustarme. 

—¿No has pensado en autopublicar? —soltó al final—. Mucha gente ha empezado así y ha terminado con buenos contratos editoriales. 

—No me siento preparada, no después de tantos rechazos. 

—Los rechazos no significan nada —le quitó importancia haciendo aletear una mano ante mi cara. 

—¿Cómo que no? —me indigné. ¿Cómo era posible que mi mejor amiga fuese incapaz de comprenderlo?—. Significan que no lo hago bien. Que soy un desastre. Que no sirvo. 

—Todo eso son pamplinas, y de las gordas. A mí me gusta como escribes. 

—Tú solo lees las etiquetas de los champús, y solo para saber si te vienen bien para tu pelo rizado —rezongué entre dientes. 

—Eso es muy injusto —protestó, haciéndose la indignada—. Tus novelas me las he leído todas. 

—Lo sé, y te lo agradezco —contesté, intentando calmarla—, pero no tienes con qué comparar. He de buscarme a alguien que haya leído mucha ciencia ficción —pensé en voz alta—, para que pueda decirme qué hay de malo en mis novelas. 

—¿Por qué no se lo pides al señor Fanning? Ese hombre ha leído de todo. 

Owen Fanning era nuestro jefe directo, el encargado de planta en la librería Burnes & Noble de la Quinta Avenida, donde ambas trabajábamos. Se pasaba el día planeando sobre nosotras como un halcón, vigilándonos con sus ojillos brillantes escondidos detrás de unas gafas pasadas de moda, esperando que metiéramos la pata en cualquier nimiedad para venir a corregirnos. No era mal tipo, en realidad, solo un poco pesado, aunque siempre me dio un poco de grima. Además, era un cotilla que no podía tener la boca cerrada. Cuando se enteró de que yo era una auténtica Westwood, y que pertenecía a una de las familias más ricas, influyentes y poderosas de la ciudad, le faltó tiempo para contárselo a todo el mundo. Me cabreó, y a día de hoy todavía no he podido perdonárselo. 

—¿Y que todos en la tienda se enteren? No, gracias, bastante inquina me tienen ya por mi apellido. Esto les daría un estupendo motivo para reírse a mis espaldas. Puedo imaginármelos a todos riéndose de mí a mis espaldas. —Me llevé las manos a la cabeza para ver si así podía detener al tamborilero cabrón que estaba dando un concierto en ella—. Me voy a tomar una aspirina y a acostarme. No puedo con mi vida. 

—Eres una cobarde, huyes de la conversación. 

—Esa soy yo, la cobarde mayor del reino. 

Me levanté para rebuscar el frasco de aspirinas en el armario sin decir nada más. 

—Por cierto, ¿ya se ha recuperado tu madre del disgusto de la fiesta de Navidad? 

Gemí, de dolor y por mi madre, que no acababa de comprender cómo su hija le había salido una rebelde a la que no era capaz de manipular ni controlar para que hiciese lo que ella quería. 

—Todavía no me ha perdonado, y no ceja en su empeño de hacérmelo saber. Seguro que tengo el buzón de voz repleto con mensajes suyos recriminándome mi comportamiento. «No paras de darme disgustos» —la imité, poniendo voz dramática y llevándome una mano al pecho—. «Todo lo hago por tu bien y tú me pagas así, no comprendo qué he hecho mal en esta vida para merecer este castigo divino». 

Rachel se rio. ¡Qué gran actriz se perdió Broadway cuando mi madre decidió casarse con mi padre! Habría hecho carrera y llegado al estrellato. Pero Natalia Westwood era una Arlington de nacimiento, miembro de una ilustre familia dedicada a la política desde la época de la guerra civil, y una hija obediente incapaz de cometer la locura de querer ser actriz. Entre los difuntos Arlington había un puñado de senadores, congresistas y algún que otro Secretario de Estado y, aunque en la época en que mis padres se casaron la familia había perdido un poco de lustre (consecuencia de unos herederos masculinos disolutos que tenían más afición por las fiestas, la bebida y las drogas que por la política, benditos años ochenta), seguían siendo unos estirados que mantenían una rígida vigilancia sobre sus hijas. 

Estoy convencida de que mi madre habría sido mucho más feliz si hubiera seguido su vocación de actriz en lugar de plegarse a los deseos de su padre, mi augusto abuelo Arlington, un hombre con el que no me llevé bien ni siquiera de pequeña, y al que no le dirijo la palabra desde hace años. Que le den al viejo carca. 

—Bueno, lo que le hiciste al pobre Angus fue un poco… bestia. 

—Angus Fairbanks es un pedante y un estúpido que se empeñó en sacarme a bailar a pesar de que le repetí mil veces, por activa y por pasiva, que no quería hacerlo. Que le clavase el tacón en el pie es lo mínimo que se merecía. 

—Le tuvieron que poner puntos. —Por fin encontré las dichosas aspirinas y me tomé dos de golpe, que hice bajar con el café—. Creo que te pasaste un poquito. Podrías haber buscado otra manera menos… sangrienta. 

—Sí, podría haberlo estrangulado con mis propias manos, delante de todo el mundo —refunfuñé. Recordar el desastre de la fiesta de Navidad me puso de más mal humor. Yo no quería ir, solo accedí porque mi padre me lo pidió, aun sabiendo lo que me esperaba. Mi madre aprovechaba todas las oportunidades que tenía para plantarme delante a «hombres adecuados» con los que casarme, sin importarle mi opinión ni mis deseos. Todos de buena cuna, guapos y ricos, sí, pero pedantes con avaricia, egoístas a rabiar y con un grado de gilipollas imposible de soportar. Un tío que no es capaz de aceptar un no por respuesta, no merece ser tratado con delicadeza—. Debería haberme dejado en paz al primer «no», y se habría ahorrado el dolor y la vergüenza de ser pisoteado por mis Louis Vuitton. Me voy a la cama, no te soporto cuando te pones en plan Pepito Grillo. 

—No digas tonterías, te encanta que me ponga en ese plan, te da la opción a desahogarte. 

—A ti te ahogaré un día, ya verás. Con la almohada, mientras duermes. 

—Anda, vete a dormir, gruñona. 

—Te odio. 

—Me quieres, que no es lo mismo. 



Capítulo dos




Febrero empezó con un fío de narices. Siempre hace mucho en esta época del año, pero aquel día lo sentía más que de costumbre. Lo tenía calado hasta los huesos y me congelaba el alma, y no tenía nada que ver con la nevada del fin de semana. Me pasé enero huyendo de mi portátil, sin ser capaz de abrirlo para empezar una nueva novela. Incluso cuando se me ocurría alguna idea, en lugar de correr a apuntarla en el bloc de notas de mi móvil, dejaba que pasara sin pena ni gloria hasta que algo me distraía y se esfumaba de mi cabeza. ¡Era tan frustrante! Intentaba consolarme pensando en la cantidad de veces que a J.K Rowling le rechazaron el primer manuscrito de Harry Potter, o en los relatos que sí había conseguido vender a alguna revista del género, pero no era suficiente. Rachel me decía que tenía que buscarme un agente, alguien que supiera vender mis historias a las editoriales, pero a mí me daba miedo que quisiesen usar mi apellido para lograrlo. Si alguna editorial quería publicarme, tenía que ser porque mi historia lo valía, no porque estuviese firmada por un miembro de la familia Westwood. En las redes sociales, mis poco más de cuatrocientos seguidores no sabían que Alyssa Johnson en realidad era una Westwood y, afortunadamente, la prensa amarilla no tenía interés en mí porque no hacía cosas escandalosas ni vivía el glamour.

Resumiendo: me sentía acabada como escritora, sin haber tenido la oportunidad de empezar, y lastrada por un apellido que me dificultaba en lugar de facilitarme la vida que quería conseguir.

Después de los días de frío y nieve, aquel miércoles el sol decidió asomar la cabeza y Rachel y yo, al salir del trabajo, pensamos que era una buena idea aprovecharlo para caminar en lugar de ir en bus, a pesar de los cuarenta y cinco minutos que tardaríamos en llegar a casa. Iríamos por la Quinta Avenida hasta la calle 85 Este, y allí giraríamos para pasar por el supermercado porque teníamos la nevera vacía.

—Hoy me ha pasado una cosa rarísima —le dije. Caminábamos cogidas del brazo por la acera pegada a Central Park—. Resulta que un tío con unas pintas rarísimas se ha dejado un maletín debajo de la mesa de las ofertas.

—¿Pintas rarísimas? ¿En qué plan? —Se puso bien la bufanda y se caló el gorro de lana hasta las cejas.

—¿Qué quieres decir?

—Pues raro en qué plan. ¿Iba tatuado hasta las cejas? ¿Llevaba el pelo de colores?

—¡No! No me refiero a nada de eso. Era raro, pero no en su aspecto. Parecía un hombrecillo inofensivo e insignificante, no sé como explicarlo, porque no era su aspecto lo raro, sino su actitud. Me llamó la atención porque sudaba mucho, y no paraba de mirar de un lado a otro con cara de susto. Y llevaba un maletín abrazado, como si tuviera miedo de que se lo quitasen.

—Igual llevaba un montón de pasta metida dentro —bromeó Rachel poniendo voz de misterio—, e iba a hacer el pago de un rescate. ¿Te imaginas?

—Pues espero que no fuera eso —contesté, sobresaltándome por la idea—, porque cuando vi que se olvidaba el maletín, lo cogí y lo perseguí hasta la calle para devolvérselo. ¡Mierda! ¿Y si era eso? ¿Y si el hombre iba a pagar el rescate en un secuestro y yo lo he jodido todo?

—Atenea, no digas más tonterías. —Me dio unas palmaditas en mi mano—. Tu mente calenturienta ya está inventando historias.

—¡Has sido tú la que me ha metido esa idea en la cabeza! —protesté, enojada—. Además, eso explicaría por qué el pobre hombre se ha puesto histérico cuando se la he devuelto. ¿Y si matan a alguien por mi culpa?

—Ya basta, por favor. —Rachel detuvo el paso y se puso frente a mí para poner las manos en mis mejillas. Sus manoplas eran muy suaves y calentitas y me relajaron al instante—. Esta ciudad está llena de bichos raros con la cabeza muy poco centrada.

—Quieres decir que está llena de locos.

—Exacto. Seguramente el tío ese tiene manía persecutoria, o delirios, o vete a saber qué. No hagas una montaña de un grano de arena.

—Seguramente tienes razón —asumí, intentando controlar mi imaginación desbordante—. Aunque cuando le devolví el maletín empezó a tartamudear y lo miró como si tuviese la peste. No sé, ha sido todo muy raro.

—No le des más vueltas, ¿quieres? Te has encontrado con el rarito del mes. Tendré que esforzarme si quiero superarte.

Cruzamos la Quinta Avenida y nos adentramos en la 85 Este. En el súper nos encontramos con la señora Adair, una agradable anciana vecina nuestra. Vive sola, en el 4A, y tiene dos pomenaria que son un amor. Sonrió al vernos, y se acercó con su espalda bien recta y la barbilla alzada. Con setenta años, vestía y se movía con una clase y una elegancia que ya les gustaría a la mayoría de las que salen en las revistas de moda, siempre perfectamente peinada y con un maquillaje apenas perceptible, que le disimulaba las arrugas y realzaba sus todavía preciosos ojos verde esmeralda.

Adoré a la señora Adair desde el primer día en que la conocí, el mismo de mi llegada al edificio Beldford huyendo del control de mi madre, con la connivencia de mi abuela Margaret. Me recuerda mucho a ella, la señora Adair. En sus tiempos, también debió ser una rompecorazones y una mujer de carácter, de las que no se dejaban doblegar por los convencionalismos. Habían sido amigas además de vecinas durante muchos años, pero en la época en la que yo solía visitar a mi abuela nunca llegué a conocerla. Su marido todavía vivía aunque ya se había retirado de los negocios, sus hijos ya tenían sus propias vidas y habían abandonado el nido, y ellos siempre estaban viajando, intentando disfrutar de los años que les quedaran.

—¿Sabéis la noticia? —nos dijo con un brillo pícaro en los ojos—. Después de tanto tiempo, por fin vamos a tener vecinos en el 4D.

El 4D es el apartamento que está justamente al lado del nuestro, y que llevaba años vacío.

—¿Los ha visto? —pregunté, llena de curiosidad.

—No, solo he visto a los de la mudanza meter cajas en el apartamento.

—¿Te imaginas que sea un vecino sexy a rabiar? —se emocionó Rachel, sacudiéndome el brazo.

—Con la suerte que tenemos, seguro que nos toca un cascarrabias —contesté para quitarle la ilusión. A Rachel le gustan mucho las pelis románticas, además de las de terror. Es una mezcla extraña que todavía no he acabado de comprender del todo.

—Bueno, hombre es, eso seguro —intervino con seguridad la señora Adair—, y con altas probabilidades de que esté soltero.

—¿Cómo puede saber eso? —preguntó Rachel.

—Porque los de la mudanza estaban entrando un sillón tan apolillado que ninguna mujer con dos dedos de frente, aceptaría en su casa.

—Pues habrá que ir a presentarse. —Rachel me miró directamente a los ojos, dirigiéndome esa mirada decidida que me advertía de que no la contradijera—. Hemos de comportarnos como buenas vecinas.

—Si os dais prisa, todavía os encontraréis con los chicos de la mudanza. —La señora Adair nos guiñó un ojo, muy coqueta—. Seguro que si os esforzáis un poco, podréis sacarles información.

—Ay, sí, vamos. Ya volveremos al súper después, más tarde.

Rachel me tiró del brazo, pero me resistí. No me apetecía nada el plan.

—Ve tú, si quieres, y ya me encargo yo de la compra.

—Te estás convirtiendo en una amargada, ¿sabes? Parece que aún no has superado la resaca de fin de año.

—No seas tan dura con ella, Rachel —intervino la señora Adair, siempre amable. Me miró y me dirigió una de sus sonrisas extrañas que siempre me ponían nerviosa, como si ella supiera algo de mí que ni yo misma sabía—. La pobrecita está pasando una mala época, y una buena amiga ha de ser más comprensiva y tener más empatía.

—Eso, a ver si te esfuerzas en lugar de darme la lata continuamente.

Rachel me sacó la lengua. Después, me abrazó como si fuese un peluche y me besuqueó la mejilla.

—Está bien, gruñona, tú quédate comprando que yo voy a echar un vistazo a ver si averiguo algo. Pero, sea como sea, después haré un bizcocho y se lo llevaremos al nuevo vecino para darle la bienvenida.

—Está bien, —acepté a regañadientes—, pero que conste que solo lo haré por ti, para que puedas satisfacer tu curiosidad.

—Y, después, —terció la señora Adair—, vendréis a contármelo todo. Últimamente la cosa está muy floja y, desde que Anaïs Lang abandonó a su marido por el golfista, el Belford anda muy vacío de cotilleos.

—Le contaremos todo lo que averigüemos, se lo prometo.

Rachel se fue decidida a llevar a término su misión de averiguar quién se acababa de mudar al lado de nuestro apartamento. La señora Adair y yo nos quedamos solas en la tienda.

—¿Necesitará que esta noche saque a pasear a Fluffy y a Mimí? —Son sus dos pomerania, unos perritos a los que adoro.

—Ay, sí, te lo agradecería mucho. Con este frío que hace, lo paso muy mal con mi artrosis.

—Iré a buscarlos a las seis, como siempre, entonces.

—No puedes imaginarte lo agradecida que estoy con vosotras. Sois unas chicas maravillosas. —Me cogió del brazo y me llevó casi a rastras hasta el pasillo de las neveras—. ¿Podrías coger una botella de leche y una tarrina de mantequilla, por favor?

—Por supuesto.

Abrí la nevera y puse en su cesto lo que me había pedido.

—Ahora, dime por qué estás tan enfurruñada, niña. No puede ser que todavía te dure el disgusto por el rechazo del último manuscrito.

Suspiré. A la señora Adair nunca se le escapaba nada.

—Es mi madre, como siempre. No para de presionarme para que me disculpe con Angus Fairbanks.

—Tu madre es un poco idiota —murmuró.

—¡Caitlyn! —exclamé, riéndome—. ¿Desde cuándo usa ese vocabulario?

—Lo siento, hija —se disculpó, aunque supe que no lo sentía en absoluto por la sonrisa traviesa que me enseñó—. Las cosas que me cuentas de tu madre, sacan lo peor de mí. Ese Angus fue muy desagradable y nada caballeroso, se merecía el pisotón y mucho más. Así que, ni se te ocurra ceder a las exigencias de tu madre. Es él quien tiene que disculparse contigo por ser… —hizo una pausa, como si buscara la palabra correcta—, tan persistente y molesto.

—Ha estado a punto de decir «gilipollas» —reí, divertida.

—Ay, niña, no me lo tengas en cuenta. Esto me pasa por ser adicta a las series policíacas. Usan un lenguaje del todo inapropiado pero, ¡son tan emocionantes!

—Conmigo puede usar el lenguaje que más le apetezca, Caitlyn. Le prometo que no se lo contaré a nadie. ¿Necesita que la ayude con la compra?

—Eres una buena chica, Atenea Westwood. Lo mejor de tu familia. Jamás permitas que tu madre, ni nadie, te haga creer lo contrario. —Me dio unas palmaditas cariñosas en el brazo—. Y muchas gracias por ofrecerte, querida, pero no es necesario. Tom me lo hará llegar a casa con el repartidor.

Le di un beso en la mejilla y la abracé.

—Muchas gracias, necesitaba oírselo decir.

—Lo sé, cariño, lo sé. Anda, vete a hacer tus compras, que cuando vuelvas a casa seguro que Rachel ya tendrá un montón de cotilleos sobre el nuevo vecino.




Volví a casa cargada con dos bolsas de papel llenas de comida. Saludé al portero, que se ofreció a ayudarme, pero le dije que no hacía falta, y me encaminé hacia el ascensor.

Adoro vivir en el edificio Belford. Estando aquí me siento muy cerca de mi abuela, como si aún pudiese verla recorriendo los pasillos o sentada al sol en uno de los bancos del jardín, admirando la fuente con el grupo de querubines tocando una lira y meando agua, mientras yo correteaba por los parterres de césped perseguida por un jardinero histérico que gritaba cada vez que yo arrancaba una de las flores que cuidaba con tanto mimo. Vivió aquí durante muchos años, desde que se quedó viuda hasta que su edad le hizo difícil vivir sola, momento en que decidió trasladarse a una residencia de lujo en la que recibiría todas las atenciones que necesitaba sin tener que soportar la presencia de mi madre. Eso es lo que le dijo a mi padre cuando este le propuso que viniera a vivir a la casa familiar. Mi abuela y mi madre nunca se llevaron bien, y comprendo perfectamente por qué: mi madre es insoportable.

El Belford debe su nombre a Reginald Belford, el primer dueño del edificio. Lo mandó construir a finales del siglo XIX con la intención de alquilar los apartamentos a los jóvenes herederos de las familias más pudientes de la ciudad, pero el negocio no le salió como esperaba y acabó vendiéndolo al mejor postor. Lo compró mi bisabuelo que regaló un apartamento a cada uno de sus hijos e hijas, siete en total, y vendió el resto. En la actualidad, el único que sigue en manos de la familia es el mío, que heredé de mi abuela paterna junto con una más que generosa cantidad de dinero que me permitiría vivir sin tener que trabajar, si yo fuese la típica heredera superficial, sin ambición y con la cabeza llena de pájaros que tanto se estila últimamente. El tipo de hija que a mi madre le gustaría tener y que yo no soy.

Las puertas del ascensor se estaban cerrando cuando oí una voz masculina que me gritó que aguantase la puerta para que no se cerrara. Puse el pie ante el sensor para detener el cierre y, cuando vi quién corría hacia mí, con una pequeña caja debajo el brazo, me dio un pasmo.

Era el desconocido del beso. El de la fiesta de Nochevieja. El mismo que Rachel había grabado con su móvil y que yo había usado para…

Sentí cómo la sangre huía de mi rostro para regresar precipitadamente. No pude verme porque tenía el espejo a mi espalda, pero estoy segura de que me puse blanca primero y roja como un tomate después. Empezaron a sudarme las manos y me aferré a las bolsas de la compra, queriendo esconderme detrás de ellas. ¿Sería el nuevo vecino? ¿El mismo que iba a ocupar el apartamento justo al lado del mío? Recé para que no fuese así. ¡Qué horror!

Entró en el ascensor y me dio las gracias. Su voz fue inconfundible. Profunda y masculina, reverberó por toda mi piel igual que la noche de fin de año.

Levanté las bolsas un poco más, con la esperanza de poder ocultarme detrás.

—De nada —susurré, con voz temblorosa. Quería salir corriendo de allí, pero las puertas se cerraron y me encontré atrapada en el ascensor con el hombre con el que había estado soñado durante más de un mes.

—Vaya, qué suerte, va al cuarto piso, como yo —dijo con tono alegre al ver encendida la luz del botón—. ¿Vive aquí?

—Ajá —contesté. 

Quería morirme. Era él, el nuevo vecino. Si había tenido alguna duda, en aquel momento se disipó. ¡Iba a tenerlo de vecino! ¿Podía haber en el mundo alguien con más mala suerte que yo?

El desconocido con el que me había morreado durante la fiesta de fin de año, al que le dije que quería follármelo con todo el descaro que me brindó la borrachera, el mismo que me rechazó y me dejó con las piernas temblando, ¡se había venido a vivir al apartamento de al lado!

—¿Nos conocemos? —me preguntó, mirándome con fijeza con esos ojos azul marino que no había podido sacarme de la cabeza—. Es que su cara me resulta muy familiar.

—¡No! —casi grité—. Mi rostro es muy normal, seguro que me confunde con otra.

Si llegaba a reconocerme, iba a morirme de vergüenza. Llevaba un mes masturbándome con el jodido video que grabó Rachel, y teniendo sueños muy cerdos con él. Nos había imaginado follando en mil lugares diferentes, en las situaciones más locas que puedas concebir. Y ahora era mi nuevo vecino. Casi me eché a llorar allí mismo.

—¿Estás segura? —insistió—. Porque yo estoy casi convencido de que nos hemos visto en algún lado. No suelo olvidar una cara.

—Te confundes, seguro —repliqué. 

El ascensor jamás se había movido con tanta lentitud, como si en lugar de cuatro insignificantes pisos, tuviese que subir hasta la cima del Everest. Cuando por fin se abrieron las puertas, salí casi corriendo, con las llaves en mis temblorosas manos, deseando refugiarme en el interior de mi apartamento.

Pero se me cayeron al suelo.

Él, que iba detrás de mí siguiéndome los talones, se agachó antes de que yo pudiera hacer siquiera el gesto, cogió las llaves del suelo y las encerró en una de sus muy grandes y masculinas manos. Unas manos que había imaginado que me recorrían el cuerpo acariciándome de mil maneras. Casi gemí, o sollocé, no lo sé muy bien.

—Soy Cameron Montgomery —se presentó, con una sonrisa divertida curvando sus labios. Mi turbación era muy evidente y le estaba divirtiendo. Me dieron ganas de darle un bofetón.

—¿Me das las llaves, por favor?

No lo hizo. Las puso ante mí, colgando del dedo índice, provocando. Pensé en quitárselas de un manotazo, pero tenía las manos ocupadas con las bolsas y lo último que necesitaba era que toda la compra se desparramara por el suelo. Seguro que se agacharía para ayudarme, lo que le daría tiempo para seguir hablando e insistiendo en que nos conocíamos.

—Parece que vamos a ser vecinos. Me he mudado al apartamento de al lado —me anunció, como si yo fuese idiota y no lo hubiera deducido—. Si me dices qué llave es, te abriré la puerta.

—La redonda —gruñí. Yo no le veía la gracia a la situación por ningún lado, pero él parecía a punto de echarse a reír a carcajadas.

Me abrió la puerta y dejó caer las llaves dentro de una de las bolsas que yo sostenía.

—Ya nos iremos viendo —se despidió.

No contesté. Entré en casa como un torbellino, cerré la puerta con el pie y me apoyé en ella, dejándome caer poco a poco sin soltar las bolsas, hasta que me quedé sentada en el suelo. Tenía taquicardias y me faltaba el aire. ¿Estaba a punto de tener un ataque de pánico?

Rachel asomó la cabeza, extrañada.

—Parece que has visto a un fantasma.

—Peor que eso. ¿Te acuerdas del sexy de la fiesta de fin de año? Es el nuevo vecino.




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